José Daniel Carrillo es un carpintero colombiano de veintisiete años que hace una semana tuvo que vender las máquinas de su pequeño taller de madera para poder alimentar a su familia y pagar los servicios de su casa. Jenny Camelo Vanegas es una joven recicladora que en los últimos quince días ha tenido que cargar el doble de chatarra en la espalda para darle de comer a sus hijos. Colombia Aguirre Torres es una víctima del conflicto armado que hace un mes dejó de vender zapatos y sandalias porque nadie se los compraba. Los tres tienen el mercado justo para sobrevivir una semana.
José, Jenny y Colombia son trabajadores informales y viven en Ciudad Bolívar, una localidad pobre al sur de Bogotá, que hace unas semanas saltó a los titulares de la prensa nacional cuando sus habitantes rompieron el confinamiento por el coronavirus y salieron a la calle a protestar porque estaban aguantando hambre. Aún aguantan. Una de las pancartas que se usó durante las manifestaciones tenía un mensaje que resume muy bien la situación de la zona: “Somos familias con niños y adultos mayores. Queremos acatar la ley, pero sin alimento no podemos quedarnos en casa”.
La presión de las marchas hizo efecto y la comida comenzó a llegar. Según la Alcaldía Mayor de Bogotá, hasta el día de hoy en Ciudad Bolívar se han entregado 11.478 mercados, 51.010 bonos y 89.828 porciones de comida caliente. Colombia Aguirre dice que los mercados que han llegado están en buen estado, pero afirma que no son suficientes: “Agradecemos la ayuda y valoramos el esfuerzo, pero aún hay muchas familias que no tienen qué comer. Muchos de los mercados solo alcanzan para una semana. Es una ayuda muy fugaz”.
Ciudad Bolívar es la tercera localidad más grande de Bogotá, la cuarta más poblada y la que tiene un mayor índice de informalidad. El sesenta y cinco por ciento de sus habitantes vive en estrato uno y la mitad de las personas que están en edad de trabajar no tiene un empleo estable y vive de lo que gana día a día, según fuentes oficiales. Jenny Camelo explica por teléfono que los 35.000 pesos (ocho dólares) que lograba conseguir en un buen día de reciclaje antes de la cuarentena los gastaba en el desayuno, el almuerzo y la cena para su familia. “Dejaba una parte para pagar el arriendo y los servicios de la casa, pero no podía ahorrar nada. Ahora la situación es más difícil porque hay mucho menos material para recoger y los precios están por el piso”.
Jenny afirma que cuando no había coronavirus las bodegas de reciclaje pagaban el kilo de chatarra a 400 pesos (un centavo de dólar) y ahora lo pagan a cincuenta. “Otros materiales como el cartón también han bajado, un kilo estaba a 300 pesos y ahora está a veinte; el kilo de botellas de pet valía 800 pesos y bajó a 300; el cobre costaba 14.000 y ahora vale solo 9.000”. Como vocera de la Asociación de Recicladores Amigos de la Tierra de Ciudad Bolívar, un colectivo que reúne a más de 200 trabajadores, Jenny revela que por el confinamiento ella y sus compañeros han tenido que doblar sus jornadas para sobrevivir. “Por bien que nos vaya conseguimos 15.000 pesos (cuatro dólares). Y si el día está malo solo llevamos a casa 6,000 pesos (1,5 dólares). Es una miseria. No alcanza ni para la comida”, cuenta Jenny con angustia.
Su situación, sin embargo, es mejor que la de muchos otros ciudadanos que no pueden ni siquiera salir a trabajar porque el decreto de la cuarentena no lo permite. Ciudad Bolívar es uno de los lugares del país donde viven más desplazados por la violencia. Colombia Aguirre representa a quince organizaciones de víctimas que viven en la zona y asegura que la mayoría está en la informalidad. Muchos son vendedores ambulantes, obreros, jardineros, mecánicos, trabajadoras del hogar que no tienen un contrato laboral fijo y viven del rebusque. “Antes nuestras condiciones eran difíciles, pero en este momento son imposibles. Como no podemos trabajar, no tenemos un sustento mínimo vital, no hay dinero para los arriendos, ni para la comida, ni para la salud, ni para la educación”, cuenta Colombia, y añade: “Lo más grave es que han llegado muy pocas ayudas del gobierno”.
Alerta temprana sin respuesta
El pasado 8 de abril, cuando solo iban dos semanas de cuarentena, las organizaciones de víctimas enviaron una alerta temprana a la Procuraduría y a la Defensoría del Pueblo denunciando la gravedad de la situación y exigiendo medidas inmediatas para pasar el confinamiento dignamente. “Todavía no hemos recibido respuesta”, denuncia Colombia. En el texto se puede leer la preocupación de los firmantes: “Los compañeros y compañeras que representamos nos encontramos sin alimentos, ni condiciones de atención óptima en salud, sin recursos para autoabastecernos y hasta ahora hemos agotado toda posibilidad de ahorros”.
Al final de la alerta los movimientos de víctimas exigían dos cosas concretas que aún no se han cumplido. La primera es una base de datos completa a nivel distrital de las víctimas del conflicto armado para que nadie se quede sin ayuda. La segunda consiste en destinar un presupuesto específico para alimentación, materializado en mercados y no en bonos ni en dinero, para evitar aglomeraciones y posibles contagios. Colombia afirma que las víctimas de Ciudad Bolívar tienen que escoger entre salir a la calle, arriesgar su salud y la salud de su familia, o pasar hambre. "Sabemos que es irresponsable y peligroso ir a trabajar o a manifestarse, pero cuando tienes tres hijos en la casa esperando algo de comer no hay otra opción”, dice Colombia. E insiste: “Los pobres en el sur de Bogotá estamos jugando a la ruleta rusa: o nos mata el coronavirus o nos mate el hambre”.
“Los pobres estamos jugando a la ruleta rusa: o nos mata el coronavirus o nos mate el hambre”.
La falta de trabajo y de comida, el miedo a la enfermedad, y el abandono estatal histórico que ha vivido Ciudad Bolívar desde hace décadas, y que hoy se agudiza con la falta de ayudas, han hecho que en sus habitantes crezca un descontento social que parece incontenible. En el sur de Bogotá ocurre algo similar a lo que está sucediendo en los suburbios de París, pero mucho más grave. “Primero fue el miedo a la enfermedad. Ahora es el miedo al hambre. En la banlieue, el extrarradio multicultural, empobrecido y populoso de París, la dificultad para llenar el frigorífico sustituye al coronavirus en el orden de las preocupaciones”, escribió Silvia Ayuso, corresponsal del diario El País en Francia el pasado 25 de abril.
En los barrios más pobres de Ciudad Bolívar, donde muchas casas están hechas de cartón y el agua y la luz son intermitentes, la cuarentena ha sacado a flote lo peor de la desigualdad de un país en el que el cincuenta y cuatro por ciento de los hogares tiene dificultades para conseguir alimentos, según la última Encuesta Nacional de Situación Nutricional de Colombia, presentada en 2015.
Cacerolazos, protestas y peajes extorsivos
El 8 de abril, el mismo día en que las asociaciones de víctimas que viven en esa localidad enviaron la alerta temprana a las autoridades, muchas familias de Ciudad Bolívar decidieron asomarse a sus ventanas para hacer un cacerolazo. La protesta, al principio, fue pacífica, desde casa, guardando la distancia de seguridad. Pero los días pasaban y los mercados y las ayudas no aparecían. Poco a poco la gente comenzó a salir a la calle para intentar ser escuchada. La semana siguiente las víctimas y los recicladores hicieron plantones en distintas zonas de la localidad. El mensaje era el mismo en todas las protestas: “Ya no aguantamos más”.
Alejandra Rodríguez, edilesa de la localidad por la coalición de la Colombia Humana, la Unión Patriótica, Mais y Soy Bogotá, cuenta que la situación en ese momento era una bomba de tiempo. “Si el gobierno distrital y nacional no llegaban rápido con las ayudas, se iba a presentar una manifestación masiva y eso efectivamente fue lo que pasó”. Muchas personas empezaron a salir de sus casas a protestar y los medios de comunicación llegaron hasta los barrios para mostrar lo que estaba pasando.
El 16 de abril se organizó un plantón masivo al frente de la alcaldía local de Ciudad Bolívar en el que participaron estudiantes, vendedores ambulantes, obreros, recicladores, muchos de ellos de la tercera edad. De esa movilización surgió la Mesa de Interlocución Humanitaria de Ciudad Bolívar, un espacio colectivo para organizar las necesidades más urgentes de la localidad en el que participan el carpintero José Carrillo, la recicladora Jenny Camelo, la líder de víctimas Colombia Aguirre y muchos otros representantes de la comunidad. Después del plantón, el alcalde encargado, Jaime Flórez, se comprometió, entre otras cosas, a declarar la urgencia manifiesta para la localidad de Ciudad Bolívar y a establecer la coordinación permanente entre la Alcaldía Local y la Mesa de Interlocución. Todo esto con el propósito de agilizar la entrega de ayudas y evitar el hambre. VICE contactó al alcalde Flórez para entender cómo avanzan los compromisos pero no obtuvo respuesta.
Después del plantón en la alcaldía, las manifestaciones de descontento continuaron y se fueron radicalizando. Muchas protestas, que iniciaron en las filas para recoger las ayudas, se extendieron hasta las calles principales de la localidad porque el mercado no alcanzaba para todos. Surgieron, además, retenes en las zonas rurales donde los campesinos desinfectan los carros y las personas que se acercan, y determinan quién pasa y quién no. También se han presentado peajes extorsivos en los que se cobra un dinero por transitar en los barrios más altos de Ciudad Bolívar.
Para tratar de contener y disuadir estas acciones de hecho la alcaldía ha enviado en varias ocasiones al Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD). El saldo de los enfrentamientos ha sido lamentable: gases lacrimógenos en las casas, abuelos y niños muy afectados, y dos manifestantes heridos por arma de fuego. El caso más grave es el de Danny Darío Carvajal Castellanos, de veintitrés años, que recibió dos disparos y fue operado en el Hospital de Meissen. Su vida aún está en riesgo.
Los líderes de la localidad aseguran que las manifestaciones son espontáneas y no están relacionadas con ningún partido. Jenny Camelo afirma que a ellos no los mueve la politiquería, sino la necesidad y el sufrimiento de la gente. “Las historias que encontramos cada día son muy trágicas. La gente está al borde del colapso. Hace una semana vimos a una señora mayor que se estaba recuperando de una cirugía en la pierna irse a reciclar en muletas para darle de comer a la nieta porque al papá de la niña lo habían asesinado. Es una situación muy complicada. Por eso salimos a protestar”.
Jenny afirma que cada día que pasa sin ayudas completas, la situación de la localidad es peor. “Hasta hoy muchos de los recicladores de la asociación no han recibido nada”, dice Jenny y se pregunta: “¿Usted cree que si la gente tuviera mercados saldría a exponerse?, pues claro que no. Y mucho menos a protestar. Nadie quiere contagiarse”.
“¿Usted cree que si la gente tuviera mercados saldría a exponerse?, pues claro que no. Y mucho menos a protestar. Nadie quiere contagiarse”.
Rita Ríos*, una líder comunitaria del barrio Arabia, dice que durante el confinamiento todos las carencias socioeconómicas que padecen los habitantes de la zona se agravan. “Si el gobierno no nos garantiza una cuarentena con un mínimo de dignidad creo que habrá más plantones y más protestas. Esto es una bomba de tiempo que en cualquier momento puede estallar. Sabemos que salir a la calle no es prudente, pero no hay otras formas de ser escuchados. Hemos puesto tutelas, derechos de petición y no hemos obtenido ninguna respuesta. La última alternativa que nos queda es salir a la calle, y cuando salimos llega el Esmad a reprimirnos”, se lamenta Rita.
Ollas comunitarias, y trapos rojos y amarillos
La edilesa Alejandra Rodríguez, una de las funcionarias públicas que más cerca ha estado de los reclamos de la comunidad, asegura que ante la ausencia del estado las personas han comenzado a organizarse socialmente. “Las comunidades de Ciudad Bolívar han creado proyectos de autogestión para intentar resistir a su principal problema: el hambre”. Las ollas comunitarias que empezaron a hace unas semanas en el barrio Arabia son un ejemplo claro. Rita Ríos cuenta que estos almuerzos colectivos han sido un alivio para muchas personas que ya no tenían comida en la nevera. “Cogimos un dinero de la junta comunal para comprar ingredientes, pero siempre faltan cosas. Unos vecinos ponen la sal, otros la sustancia, otros las verduras, otros la madera, otros cocinan y así entre todos hemos hecho sancochos y frijoladas”.
Las ollas comunitarias de Arabia, que alimentan diariamente a doscientas personas, ya se han comenzado a replicar en otros barrios. A pesar de que mucha gente se está alimentando, Rita es enfática en decir que se han tomado las medidas de precaución necesarias para evitar los contagios. “Todo el mundo usa guantes y tapabocas y respeta la distancia de seguridad. A los abuelos que no pueden salir de casa les llevamos la comida hasta la puerta”, cuenta Rita.
La líder comunitaria reconoce que ella y sus vecinos tienen miedo de contagiarse de coronavirus por salir a la olla. “A mí me da pánico porque no sé quién ha ido a un hospital o a un cementerio, no sé quién está contagiado, pero no tengo otra opción”. Rita es costurera independiente y desde que comenzó la cuarentena su situación económica es muy grave. “Igual que casi todas las personas del barrio, yo sobrevivo de lo que vendo diariamente. Si no vendo nada, pues no tengo nada. En estos días estoy en ceros”, dice Rita, y agrega: “Aquí la gente se acostumbró a vivir sabiendo que no se va a pensionar, que no va a tener cesantías, ni seguridad social, ni pensión”.
Pese a la incertidumbre y a las dificultades, Rita reconoce que esta situación “ha vuelto a levantar el espíritu dormido de las comunidades de luchar por el progreso del barrio. El coronavirus destapó la olla de hambre y miseria del sur de Bogotá, pero también la verraquera, el perrenque y la solidaridad de su gente”. Colombia Aguirre cuenta que durante la cuarentena muchas personas de la localidad han empezado a tomar conciencia de la condición de pobreza en la que viven. “En el trabajo diario no había tiempo para pensar y como al final del día había comida en la nevera la gente no protestaba. Ahora se empieza a reconocer que la desigualdad no es normal. Como no hay comida, la gente ha empezado a alzar la voz desde el estómago”.
"El coronavirus destapó la olla de hambre y miseria del sur de Bogotá, pero también la verraquera, el perrenque y la solidaridad de su gente".
Cuando aparecieron trapos rojos en las puertas y ventanas de muchas casas de Ciudad Bolívar comenzaron a tejerse lazos de cooperación entre vecinos que ni siquiera se conocían. “Sabemos que si alguien pone una bandera roja es porque realmente lo necesita. Entonces uno intenta ayudar con lo poquito que tiene”, cuenta Jenny, la líder de los recicladores. En los últimos días también se han visto trapos amarillos en algunas casas. “Eso es señal de que hay una persona discapacitada que necesita ayuda”, cuenta Jenny. Muchas veces no solo hace falta comida, sino atención médica o remedios. “Hemos visto abuelitos en caminadores que tiene que salir a reciclar y traen tres o cuatro botellitas de plástico porque no pueden con más. Esta semana echaron a una compañera recicladora de setenta y seis años de su casa porque el dueño dijo que ella traía el virus. Le sacó todo el material a la calle, ella no hacía sino llorar. A ellos les hemos dado los primeros mercados”, cuenta Jenny.
Los líderes comunitarios de Ciudad Bolívar explican que los subsidios de alimentación y los mercados entregados por la alcaldía son insuficientes y además han llegado tarde. El carpintero José Carillo dice que el problema de la localidad es histórico y estructural, y no ha aparecido con el coronavirus. “Esta emergencia sanitaria lo que ha hecho es sacar a la luz una cantidad de carencias que padece nuestra comunidad”. Por eso, las exigencias que le hacen al gobierno local a través de la Mesa Humanitaria reclaman una intervención integral a la crisis. “No necesitamos solo mercados, dice José, exigimos soberanía alimentaria, derecho a la salud y un plan de alternativas para generar empleos estables”. La edilesa Alejandra Rodríguez coincide con José y asegura que la difícil situación de Ciudad Bolívar es producto de “un sistema económico fallido, que reproduce la desigualdad y excluye a la mayoría de la población”.
*Este nombre ha sido cambiado por petición de la fuente
A Juan Miguel lo encuentras en Twitter como @juanmiguel94 y a Javier en Instagram como @Ghostx_.
Juan Miguel Hernández Bonilla https://ift.tt/2KQotFV
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