Artículo publicado originalmente por VICE Canadá.
La noche que conocí a Walter*, a los dos nos habían contratado para un espectáculo de humor, algo parecido a los clásicos shows de monólogos, solo que cuando el humorista suelta un chiste y no tiene éxito, finge que se estaba haciendo el interesante. A veces, en estas sesiones se deja de lado por completo el humor y se dramatizan anécdotas personales: la confesión en el lecho de muerte de un tío abuelo cascarrabias o quizá un momento especialmente emotivo de una interpretación escolar de Cats. El espectáculo de esa noche fue un fiasco. Los humoristas estaban poco preparados y soltaron historias mal planeadas que provocaron poca respuesta del público. Pero todo eso cambió cuando Walter salió a escena.
Entró impetuosamente y con los brazos abiertos desde el fondo de la sala. Antes de subir al escenario, chocó los cinco con las primeras dos filas de espectadores, acompañando su saludo con una sonrisa radiante y unos cuantos “¡Uuuh!” a lo Ric Flair. Reanimado, el público empezó a reír antes incluso de que Walter hubiera empezado su actuación. El ambiente en la sala había cambiado al instante. Durante los siguientes diez minutos, Walter mantuvo a los presentes en vilo con una hilarante y enternecedora historia sobre acoso escolar, narrada con gran maestría y salpicada con momentos de autoflagelación y brillantes reflexiones sobre la adolescencia. Entendí completamente por qué Walter se había ganado el protagonismo de aquella noche. Al acabar, fui a presentarme y así entablamos amistad.
Walter era tan agradable fuera del escenario como sobre él. La clásica persona que te echaría una mano con la mudanza sin protestar. Te escuchaba atentamente cuando le hablabas y siempre mostraba su apoyo en los espectáculos, aunque no participara en ellos. Una vez, durante una actuación, se definió a sí mismo como el hombre más amable de la comedia, una declaración que habría resultado un poco rara si no fuera cierta. En un mundo marcado por la amargura y el resentimiento, Walter era un personaje muy querido. La gente le deseaba que tuviera éxito de todo corazón. A lo largo de nuestros dos años de amistad, fui testigo de cómo su actitud le granjeaba tratos para actuaciones, papeles en películas independientes y audiciones con grandes productoras. Parecía un caso extraño de un buen tipo que lograba triunfar, por lo que el impacto al ver su nombre en las noticias fue aún mayor.
Walter había sido acusado de posesión de pornografía infantil.
Vi la noticia en la pantalla de una estación de metro. Junto a un anuncio de Burger King, había otro de la policía en el que aparecían el nombre y la edad de Walter y una ubicación cercana a su casa. La notica anunciaba que Walter había accedido a material de pornografía infantil y había facilitado su distribución. Luego, la pantalla mostró otras noticias.
Durante la redacción de este artículo, me planteé la posibilidad de usar el verdadero nombre de Walter, aunque finalmente me abstuve. La razón es muy sencilla: usar su nombre real podría causar problemas a personas que en algún punto hubieran formado parte de su vida —familiares, parejas…—, y que yo haya decidido hablar del tema no significa que deba obligar a estas personas a hacerlo, también.
Al principio, supuse que se trataba de un error. Era imposible que esas acusaciones aludieran a la persona que yo conocía. No podía tratarse de él. No era posible. Walter era el amigo al que llamabas si se te desinflaba una llanta, el tío que te contaba el chiste perfecto sobre piojos. Pero por encima de todo eso, era mi amigo.
Cuando salí del metro, el corazón me latía a toda prisa. Pensé en llamar directamente a Walter, pero cuando me disponía a marcar el número, me vi incapaz. En lugar de eso, busqué sus redes sociales. Habían desaparecido todas. Vaya, eso sí que era malo. Entonces empecé a escribir a los amigos que teníamos en común, pero en cuestión de minutos mi teléfono estaba saturado. ¿Te enteraste de lo que sucedió? ¿Sabes qué está pasando? ¿Es verdad? Todos nos apresuramos a lanzar hipótesis. Al final, alguien confirmó lo peor. Sí, era él. Sí, lo habían detenido. Se me hizo un nudo en el estómago y esperé una explicación. De algún modo, sigo esperándola.
Durante los meses siguientes, se propagaron las habladurías. ¿Qué habían encontrado exactamente en su computadora? ¿Qué pasaba con su novia? ¿Ingresaría Walter a prisión? Me habían dicho que se declaró culpable y posteriormente fue puesto en libertad bajo la custodia de su familia y con estrictas medidas de vigilancia, pero no seguí al día de los detalles. La gente expresó sus sentimientos de muchas formas distintas. Los humoristas hicieron chistes al respecto. Las productoras expresaron su malestar por tener que retirar campañas publicitarias enteras con su imagen. Otros hablaron largo y tendido sobre las víctimas de la pornografía. Durante ese periodo se usó mucho el término “pedófilo”. Si bien su uso era apropiado, no podía evitar sentir un estremecimiento cada vez que lo oía. Walter era un pedófilo. Era imposible creerlo, pero era cierto. Esa era una más de las muchas ideas contradictorias que tenía sobre el tema.
No sabía los detalles del caso ni quién más se había visto afectado. Mi deducción era que Walter había actuado por impulso, tomando una decisión horrible que le cambió la vida. Las consecuencias de sus actos no eran nada comparadas con el sufrimiento de los menores que aparecían en los vídeos que consumía. No podía imaginar cómo aquello habría afectado sus vidas o les habría perjudicado, pero sí podía imaginar las consecuencias emocionales que habría tenido para Walter. Lo que hizo fue horrible y tener que vivir con ello implicaba el final de todo lo anterior.
En solo unos días había pasado de ser uno de los mayores jóvenes talentos de la ciudad a convertirse en un demonio. Perdió a sus amigos. Dejó de recibir ofertas de trabajo de cualquier tipo. Debió de sentirse tremendamente solo. Incluso aunque se mereciera lo que le había pasado, sentía compasión por él… pero cuando ese sentimiento de lástima afloraba en mí, enseguida me sentía asqueado de mí mismo. Ese asco se transformaba en ira hacia Walter.
Entendía a todos los indignados. No todos los pedófilos son pederastas ni actúan por impulso, pero Walter era responsable de haber descargado material en el que se abusaba de las personas más vulnerables de nuestra sociedad. Sus amigos habían dejado que se acercara a sus hijos. Si me pongo en su situación, puedo entender que la gente respondiera con arrebatos de ira violenta. Entendí que se sintieran traicionados. El propio Walter se había colgado el título del hombre más amable del mundo del humor. Todos lo creímos, lo contratamos para espectáculos y compartimos escenario con él…. ¿y ahora esto? Luego estaba la sensación de consternación por todo lo sucedido, que hizo aflorar terribles recuerdos para algunas personas. Y entendí todo eso, en serio, pero a pesar de todo, una parte de mí seguía sintiendo una profunda lástima por Walter. Esas atrocidades no las cometió alguien caricaturescamente malvado, sino una persona con sus matices, y no estoy seguro de si eso mejora o empeora la situación.
Desde ese incidente, he procurado compartimentar mis sentimientos respecto a Walter y sus actos. Llegó un punto en que no fui capaz de seguir prestándole atención. No se podía hacer nada más aparte de intentar darle vuelta a la página, lo cual habría sido fácil de no ser por dos razones.
Meses después del incidente, recibí un email de Walter. En él pedía disculpas por cómo podrían haberme afectado sus actos. Me dijo que si quería tomar un café con él o decirle algo, estaba dispuesto a escuchar. No estaba seguro de qué se suponía que debía decirle. El email quedó en mi bandeja de entrada como recordatorio de lo mucho que habían cambiado las cosas. Contesté preguntándole cuándo quería que nos viéramos. No sabía si me presentaría, pero supuse que sería una oportunidad para cerrar ese capítulo. Después de dos emails en los que hablamos exclusivamente de la hora y el lugar, no llegó a pasar nunca nada.
Varias semanas después del email hubo una llamada telefónica. Era mi amigo Peter*, un humorista reconocido en el panorama de la comedia. Sonaba angustiado y hablaba atropelladamente y con la respiración entrecortada. Acababa de encontrarse con Walter. Estaba esperando junto a un semáforo y vio a Walter al otro lado de la calle. Peter me explicó el abanico de emociones que sintió. Él tiene un hijo y vivió el caso de forma mucho más visceral. Incluso llegó a pasarle por la cabeza la idea de agredir físicamente a Walter como castigo por lo que hizo. Pensó en seguirlo por la calle y gritar a los cuatro vientos lo que había ocurrido, para que todo el mundo supiera que un pedófilo caminaba entre ellos. Pero lo que finalmente hizo Peter fue distinto.
Cuando el semáforo se puso en verde y ambos empezaron a caminar hacia el otro, Walter intentó pasar desapercibido, encorvándose y encogiendo los hombros mientras avanzaba. En el momento en que se cruzaron, Peter se dirigió a Walter y le dijo: “Oye, solo queremos que te llegue la ayuda que necesitas”. Al parecer, Walter asintió con la cabeza y se marchó.
Al teléfono, Peter me pidió disculpas por haberme llamado, solo quería saber si me parecía bien lo que le había dicho, si debió haber hecho otra cosa. Le dije que no lo sabía. Sigo sin saberlo, pero pienso en ello constantemente.
*Se han cambiado algunos nombres y detalles de la historia.
Graham Isador es escritor y puedes seguirlo en @presgang.
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