Artículo publicado por VICE Argentina
Ella lo besa apurada y lo aprieta contra su cuerpo. Él queda contra su camisón. Ella se da vuelta y se pone frente a un espejo sucio. Se mira en el reflejo y le dice: “mírame. No siento nada”. Entonces él la toma del pelo enrulado y le revienta la cara contra el espejo. La sangre en el rostro de ella, que, ya en el piso, le pide —le exige—: “matame”. Un corte superficial desde las piernas hasta el pecho primero. Ella apenas tiembla, frágil y débil como un gato, mientras el pedazo de vidrio roto la recorre. Después, en un movimiento rápido, el corte a lo ancho del cuello y la sangre que salpica todo.
Así empieza Morir de amor, la última serie de Telefé. Diez capítulos de 30 minutos que tienen a Griselda Siciliani y Esteban Bigliardi como protagonistas. MDA, dirigida por Anahí Berneri (filmaker de Alanís, película por la que ganó la Concha de Plata en San Sebastián) que cuenta un romance enfermizo entre un asesino serial y una abogada con una enfermedad terminal, es un nuevo black mirror en la ficción argentina del último tiempo. Un tiempo donde los contenidos mainstream comenzaron a cargarse de una violencia salvaje —muchas veces explícita— y parecieran ser una expresión consecuente del contexto que Argentina viene conteniendo en su entramado social.
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A diferencia de otras ficciones nacionales que reflejaron su realidad, las nuevas producciones encontraron en el cine de género un lugar. Hoy, el thriller y el terror ganan espacio entre las series y películas que apuntan a un público masivo. Una pequeña victoria para las relatos de nicho, que aprovechan la producción de contenidos por toneladas para inmiscuirse en la experiencia de la masividad. La venganza de los nerds.
“Creo que la violencia más marginal y costumbrista son el éxito actual en las series de ficción argentina”, dice Berneri en busca de un análisis de la producción fílmica actual. “Seguramente esto sea un reflejo de la sociedad”.
Con unos nombres y algunos datos alcanza para reforzar lo que dice Berneri. En 2018, el año en que el cine argentino tuvo 5,421,100 espectadores, 1,333,441 vieron El Ángel, la versión de Luis Ortega de la historia de Robledo Puch, uno de los asesinos más recordados de Argentina. Siguiendo con la pantalla grande, otras ficciones que resonaron entre el gran público fueron Acusada, Los que se aman odian, Pérdida, Animal y Rojo: relatos de atmósferas asfixiantes, muerte, sangre, oscuridad y, claro, violencia. Historias que en otro momento estaban más cerca del policial clásico y ahora estiran los límites del género y redireccionan sus GPS hacia el terror y el suspenso. Por el lado de las series, las apuestas nacionales que más rindieron, e incluso se expandieron por el continente, fueron El marginal y Un gallo para Esculapio —ambas con su segunda temporada—: dos historias de violencia y marginalidad, la primera poniendo la cámara en el universo carcelario con personajes entrañables, mientras que la segunda hacen zoom en el negocio de la piratería del asfalto. Aunque no se ambientan en la oscuridad del suspenso o el terror, son relatos que ponen en pantalla realidades de horror. Acá encontramos otra manera de terror, uno terrenal y conurbano.
“Creo que el terror y el suspenso están llegando al mainstream argentino para quedarse”, dice Berneri. “Son una forma extraordinaria de contar las atrocidades de la vida real de una forma estilizada, menos cruda, más amable para el espectador”.
“No me parece casual que se den este tipo de relatos. La locura y fascinación que se genera en torno a los casos mediáticos, por ejemplo, es muy grande”, dice Gonzalo Tobal, director de Acusada, la película protagonizada por Lali Espósito. “Esa suerte de morbo y fascinación tienen que ver con el observar en el cine este tipo de cosas que no se pueden ver en la realidad. El arte puede ser un vehículo para atravesar esas experiencias. Hay, casi, una especie de voyeurismo”.
Según la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual (AFSCA), el índice de violencia en la televisión argentina dice que cada 16 minutos hay un acto de violencia en la pantalla. La medida incluyen noticieros y ficción. En este último caso, el 79 por ciento de esas escenas son protagonizadas por los personajes centrales de las tramas, o sea, son escenas claves, de esas que hay que ver. Otro dato es que la mayoría de la violencia ficcional se centra en series, películas y telenovelas. El 68 por ciento de las ficciones argentinas tiene escenas de violencia.
El relevamiento de la AFSCA, que se basa en la programación del prime time, brinda otro dato que pone en escala este fenómeno: la televisión argentina tiene más violencia que la europea, pero no alcanza a la de Estados Unidos.
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Narcos —versión Colombia y versión México—, Llámame Bruna, El marginal, Un gallo: sólo cuatro producciones de raíz latina que reflejan realidades violentas. En estos casos, el género se hace a un lado, pero el patrón temático se confirma continental: la ficción como espejo.
El caso de Narcos permite abordar otro elemento de análisis. La violencia social no es algo nuevo. Tampoco lo es la ficción poniéndola en pantalla, releyendo lo que pasa más cerca del backstage. El cine argentino, por citar solo un caso, tiene un extenso backup de películas contando sus años más oscuros, los de la dictadura militar de 1978. ¿Si eso no es terror, de qué hablamos cuando hablamos de terror?
Hoy, los temáticas son otras: femicidios, trata de mujeres, pobreza, sistemas penitenciarios, delincuencia, indigencia. El terror de la realidad actual en buena parte del continente, nuestro día a día.
“Hay alguna relación con el estado de humor general que se vive y el tipo de ficción que se hace hoy”, dice Sebastián Rotsen, uno de los guionistas de Morir de amor. “La producción de ficción muchas veces tiene que ver con lo que se percibe alrededor”. Para Rotsen, este fenómeno no se limita a Argentina ni a Latinoamérica, sino que se expande a una escala mundial. Cita, por ejemplo, a Black Mirror: “tiene ese tono de extrañamiento a partir del cual, y con foco en la tecnología y su impacto en la vida, narra la actualidad”.
“Creo que este tipo de ficciones es algo internacional”, confirma Berneri. “La novedad es que se está instalando en Latinoamérica donde no tenemos tradición en el thriller ni el terror”.
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Cuando a Anahí Berneri le llegó la propuesta de dirigir Morir de amor, no dudó en aceptar. “La idea de un asesino serial que enamora mujeres solas y con enfermedades terminales para "despenarlas" era tan controversial que propuse abordarla desde el terror gótico”, dice la directora. “Creo en la posibilidad del género para contar cuestiones sociales, como los femicidios y el negocio de la salud argentina”.
Apoyada en locaciones antiguas, tonalidades oscuras y la construcción de un personaje central como Juan Deseado Molina —interpretado por un magistral y sombrío Esteban Bigliardi—, Berneri pintó en los colores del género su cuadro de la realidad.
En Acusada, que cuenta en primera persona y de manera asfixiante un juicio por asesinato agravado por el vínculo de la amistad, Gonzalo Tobal se encargó de mostrar el morbo social: la necesidad de ver sangre, de confirmar que la amiga fue la asesina, la sociedad —nosotros— estableciendo un juicio de valor —una sentencia— sobre un caso que se conoce vía noticieros. En algún punto, el film de Tobal, con su relato oscuro, sus escenas sórdidas, su abordaje singular del policial y el suspenso, retrata el eje de este texto. Lo que Acusada hace es ponerle al espectador su propia imagen en pantalla, le dice morboso, ansioso de ver esa violencia —real o ficticia—, le dice que juzga sin saber y que quiere ver eso que, si le pasase a él, probablemente, le generaría repulsión.
Si bien lo que hace Acusada respecto a la relación medios—público es un acierto, hay un hueco que no cubre. La televisión y el cine, la ficción y el entretenimiento en particular, son un reflejo más o menos fiel de su tiempo. Y Acusada nunca se pregunta por qué la gente quiere ver violencia. Los tiempos de hoy son violentos — Pulp fiction, diría Tarantino en un gesto premonitorio— y nuestra televisión —argentina, latina, mundial— lo es porque no puede escapar de eso y la “caja boba” a lo largo de su historia siempre fue un canalizador social.
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