"Todo se ve mejor por encima de las nubes, lo sé por todo lo que anduve, ahora solo me dedico a levitar". —Sr. Pablo
Para mí, uno de los mejores momentos para escuchar rap es cuando uno va en movimiento. Más aún cuando se recorren las calles dentro de un carro. Hay algo en esa atmósfera que me parece se mezcla muy bien: los beats métricos, el golpe seco del bajo, las rimas, el ronroneo del motor, el paisaje del fondo que se desdibuja por la velocidad y la sensación del cuerpo que se relaja, que se abandona al ritmo de afuera y adentro de uno mismo. En otras palabras, pienso que es lo más parecido a levitar.
Medellín desde hace unos años se ha vuelto una ciudad rapera. No digo con esto que el rap sea nuevo en estas calles; sin embargo, el rap de esta década quizá tenga un alcance que en otro tiempo no tuvo. Contribuyen a esto las nuevas plataformas de distribución en internet, la apertura de las fronteras de las estéticas musicales y la transformación de una de las ciudades más violentas del mundo (Medellín tuvo más de 6.000 homicidios en 1991 y en el 2018 más de 600, cifra que es alarmante para cualquier ciudad, aunque se evidencia una disminución considerable). Todos estos elementos y algunos más que quizá por la cercanía al fenómeno todavía no comprendamos, son el caldo de cultivo de ese registro particular en el hip-hop de Medellín. Tal como pasó en los ochenta con el ultra metal de bandas como Reencarnación y Parabellum, y en los noventa con las bandas de punk estridente como Mutantex y Fértil Miseria, hoy el rap se apodera de las calles y no es difícil escucharlo en emisoras, en fiestas, o en el celular de algún desconocido que oye música para acompañar su trayecto hasta el trabajo.
Uno de los exponentes más relevantes de esta nueva ola de rap montañero es Sr. Pablo, quien creció entre los barrios de San Javier (Comuna 13), y los cafetales de Caicedo, Antioquia. Su a.k.a. Sr. Pablo se lo debe a su contacto con el campo, con los caballos y la parafernalia de los arrieros antioqueños. “Desde niño siempre me dijeron que yo era un señor, por eso me puse así, porque era un señor desde muy chinga y siempre me gustaron los sombreros”. Su interés por explorar las montañas y los barrios con el mismo ímpetu lo llevaron a ganarse una sensibilidad particular. No estaba en un lugar definido, pertenecía a dos mundos. A la vez que conocía todos los barrios de la Comuna 13 por los bailes que hacían en las casas, por su cabeza se filtraba toda la imaginería del campo, de las prácticas culturales de su familia, como la música guasca y las caminatas en la montaña.
Conoció el rap por la ventana de su casa cuando era muy niño mientras otros jóvenes en una esquina con una grabadora con pistas de hip-hop improvisaban sus propias letras. Esto llamó su atención, le dio mucha curiosidad la ropa ancha, la actitud relajada y lo que decían en sus letras improvisadas. La música existía desde mucho antes en su vida, le gustaba cantar lo que fuera y pertenecía al grupo coral de su barrio. Cuenta entre risas que, incluso se aprendió dos canciones para la celebración del día de la mujer de su escuela: una de Arjona y otra de Alejandro Fernández.
La música era una manera de conocer el universo y habitarlo. Sus dos mundos, el campo con la música tradicional y la ciudad con el rap, le proponían la banda sonora de sus días. Sin embargo, no se tomó muy enserio lo que sería después su carrera hasta que conoció a Jazzy, un amigo de la comuna que hacía beats y con quien empezó a grabar sus primeras letras y a ponerlas en las pistas que Jazzy se inventaba; de esa mezcla surgieron las primeras canciones que grabó.
Mientras eso pasaba empezó a trabajar en una fábrica de empaques para alimentos. Tenía turno todos los días y descansaba solo un domingo al mes, pero conservaba intacto el hambre por escribir canciones: “Mantenía lapicero y papel para llevar las cuentas y los kilos que pesaba de los empaques y detrás de esa misma hoja anotaba frases y letras chimberas para mis canciones”, dice. Pasaba sus días concentrado, con audífonos todo el tiempo, muy adentro de su mente, escuchando la música de los otros y pensando en la suya. Luego, la sensación de fracaso creciente causada por el encierro de la fábrica, la rutina y el poco tiempo que le quedaba para hacer sus propias cosas, dejó el trabajo y se dedicó de tiempo completo a su oficio.
En 2016 grabó lo que sería su primer disco, Aspectos, bajo la batuta y los beats de Aven Rec y cuyo sonido particular, mezcla de jazz, blues, con ritmos suaves y melancólicos, lo catapultaría a los oídos de los raperos de la ciudad y el país. “Cuando conocí a Aven Rec dije: el juego cambió, for life”, dice Sr. Pablo. Efectivamente el juego había cambiado. El 2016 fue un año de apertura para el rap que se hacía en Medellín, se lanzaron discos que, pese al corto tiempo que ha pasado hasta hoy, se consideran clásicos de ese nuevo sonido paisa. En medio de ese campo magnético Sr. Pablo se hizo un lugar, conjugando texturas sonoras y el color de su voz para que su música fuera identificable y que, pese a que bebe de la sonoridad del “rap medallo”, haya un sello característico en las atmósferas nostálgicas que construye y la bohemia callejera que se sedimenta en sus letras.
Como cualquier otro, Sr. Pablo dice que está en búsqueda de él mismo. “Antes de decir que somos algo, necesitamos saber quiénes en verdad somos”, explica filosóficamente. Como los pensadores clásicos, quiere encontrar el camino para develar quién diablos es. Sabe, eso sí, que la música es el camino para descifrarse.
Las fotografías de Sara Elena Espinosa que acompañan este texto y que son otro modo de contar esta historia, ubican de manera precisa las diferentes influencias estéticas y cosméticas de la historia del rap que deviene del jazz y el blues. Desde el Misisipi, pasando por el Hudson, empapando con diferentes estilos y tendencias, y desembocando en el río Medellín, el hip-hop marca un trazado que, pese a la distancia física-temporal, establece una serie de vasos comunicantes entre la música y la imagen que se hacen hoy y las que se hicieron en el país del norte hace unas cuantas décadas.
Después de tres años de madurar los sonidos y las palabras, Sr. Pablo prepara un nuevo disco que lleva como título Levitar. “Levitar es lo más aterrizado que he podido hacer”, me explica y cae en cuenta de la oportuna paradoja. “Con este disco espero demostrarme a mí que no tengo límites para crear, que hay que romper las barreras del miedo. Yo soy especial. Esto me reafirma que no hay límites para crear”, me aclara mientras mueve las manos como si rapeara en un escenario.
Con sonidos contundentes, métricas exactas y ambientes que destilan tristeza y desencanto, las canciones de Levitar proponen un viaje elevado por las calles de una ciudad fantasmal, por el silencio de la montaña, entre los cafetales mojados del rocío de la mañana, por las reflexiones sobre el desamor, por el licor que no falla cuando se necesita. Los sucesos de la vida cotidiana están poetizados en las letras de Sr. Pablo y sus colaboradores y demuestran que el rap que se hace en Medellín cuenta con una salud de roble y que Sr. Pablo pone el listón alto para la música de todos los géneros que se producen ahora mismo en Latinoamérica.
Súbase a un carro en la noche, espere que la ciudad se vacíe de su ajetreo, encuentre sosiego en su cuerpo, ponga en el pasacintas Levitar de Sr. Pablo. Escuche cada una de las canciones. Escuche las letras, los ritmos, los silencios, maneje por la ciudad sin rumbo fijo. Sepa que el hombre bueno no teme a la oscuridad. Levite.
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Santiago Rodas https://ift.tt/2M0J1vC
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