Alfonso fuma con fuerza y consume el cigarro. Está sentado, con los pies colgando, en un viejo brasero de concreto a la orilla del río Culiacán, al noreste de México. El humo que exhala nubla la vista de quienes asistimos por primera vez al espectáculo: el río se ha convertido en un espejo multicolor.
Hay cerca de 200 vehículos todoterreno estacionados en las riberas, con las luces encendidas, adornados con antenas brillantes, banderas y el estéreo a todo volumen, y una hielera fija, llena de hielo y botes de cerveza. Destellos y sonidos rebotan contra el agua y hacen del lugar una pista de baile. Un dance floor sobre el que descienden, en una extraña anarquía ordenada, decenas de razer que al pasar por una rampa de lodo y piedras salpican agua que se levanta a más de tres metros de altura. Motores humeantes y excitación completan la escena de este baile entre vehículos gigantes que se repite desde hace diez años.
EL AQUELARRE SEMANAL RÍO ARRIBA
Semana tras semana, un grupo de aproximadamente 500 jóvenes de carácter bravío y amantes de las aventuras extremas se reúne en una zona rural al occidente de Culiacán y transita con sus vehículos entre pequeños pueblos que se alimentan de las aguas del río.
Culiacán es la capital de Sinaloa, uno de los estados más importantes de México, bañado por el océano Pacífico. Históricamente ha ofrecido al mundo tomate y hortalizas de gran calidad, además de destinos turísticos, como Mazatlán, y una variada gastronomía a base de mariscos, res y puerco. Es hogar de gente brava que se ha tenido que adaptar a una situación de violencia ocasionada sobre todo por los cárteles, que se ha normalizado. Por ejemplo, el pasado mes de julio fue, según cifras del Semáforo Delictivo, el mes más violento de este 2019, con 82 homicidios, y 52 sucedieron en Culiacán. Al final de ese mes, Sinaloa cerraba la estadística con 522 homicidios en lo que va del 2019.
Todoterreno. Resiliente. Así es el carácter de la gente que vive en esta tierra y así, dispuestos para todo terreno y circunstancia, son también sus vehículos modificados, conocidos popularmente como razer, que cuentan con una tracción mejorada, con suspensión elevada y ruedas especiales. Estos vehículos, cuyos costos superan en ocasiones el medio millón de pesos mexicanos (alrededor de 25.000 dólares), comenzaron a aparecer en 2009 en las calles de la ciudad de Culiacán equipados con sonido estéreo y música estridente, así como en videos de música regional mexicana, un género sombrilla que incluye varios sonidos del México más rural y popular, como la banda, el duranguense, el grupero y el mariachi.
Las reuniones de razers se llevan a cabo en la zona rural porque son los lugares alejados, enmontados, llenos de piedras, arroyos y ríos con un cauce ancho y plano los que les permiten probar la tracción de sus vehículos. Estos entornos se han convertido en un pequeño paraíso para sus actividades porque rara vez cuentan con presencia de la Policía o del Tránsito. Allí, además de adrenalina hay cerveza, whisky y canciones que cuentan historias del narco.
EL SER DE LA RAZA
Alfonso llegó en una Tracker de dos puertas, vieja, pero con el alma aventurera intacta; le ha invertido casi el triple de los 2.200 dólares por los que la compró con sus piezas originales hace unos tres años. La camioneta lleva un cofre aerodinámico que fue confeccionado al gusto del propietario, amortiguadores de uso rudo, y las cuatro llantas gruesas y calludas en cada punta de las extensiones que le adaptaron. Tiene tracción 4x4 y una lámpara de luz LED fija encima del parabrisas. Aún en medio del monte y en noche sin luna, cuando Alfonso enciende las luces parece que hubiera alumbrado público.
Mientras fuma, hablamos, aunque es difícil escucharlo, porque al mismo tiempo que lo hacemos suenan canciones de reguetón con gritos como: “Mamarre, mamarre, mamarre”, de ReBota de Guaynaa, o narcocorridos a todo volumen. Alfonso y yo esperamos a Tadeo y a Jesús, uno abogado y el otro arquitecto, con quienes comparte el gusto de escaparse a esta especie de submundo.
Para convencer al grupo de que me dejara acompañarlo, unos días antes le pregunté a Tadeo si podía ir a ver lo que hacía la buchonada con sus razers. Cuando le hice la propuesta le bajó el volumen a las rolitas de rock en español noventero que veníamos escuchando en su Camry 2019 y me dijo muy serio: “Mira, para empezar nosotros no somos buchones, vergas”. Acabábamos de atravesar la mítica colonia Tierra Blanca, un sector popular ubicado al norte del centro de Culiacán que se volvió famoso porque el grupo de música regional mexicana los Tigres del Norte lo nombran en uno de los más famosos corridos prohibidos: “La Mafia Muere”. Grabada a finales de los 80 y relanzada en los 2.000, la canción menciona esta colonia como uno de los epicentros de la guerra narca de los ochenta en Sinaloa.
Tierra blanca se encuentra muy triste
Ya sus calles están desoladas
No transitan los carros del año
Ni se escucha el rugir de metrallas
Las mansiones que fueron de reyes
Hoy se encuentran muy abandonadas.
Según el investigador sinaloense Froylán Enciso, los buchones tomaron preeminencia en la vida cultural sinaloense desde finales del sexenio de Vicente Fox (2006), y los define como “hombres jóvenes, acelerados, de evidente extracción popular, con gusto por el narcocorrido del movimiento alterado”.
De acuerdo con el escritor mexicano Juan Carlos Reyna, “Buchón es el epíteto con el que la jerga culichi, propia de Culiacán, llama a los sierreños que se hacen ricos de la noche a la mañana sembrando, empacando y traficando mota. La palabra ha cruzado las fronteras de su definición original: hoy alude a la ostentación chillona de las riquezas más burdas producto del narco mexicano”.
Hermes D. Ceniceros, doctor en Didáctica de la Lengua y Literatura, especializado en contextos plurilingües y multiculturales, señala en uno de sus textos: “Por un lado tenemos a quienes poseen capacidad de consumo y gastan en carros deportivos, ropa ostentosa, prostitutas lujosas, litros de Buchanan’s y cocaína pa’ loquear. Pero por otra parte tenemos jóvenes de clase popular, que siguiendo la tradición de escuchar corridos en el porche de sus casas con una caguama (cerveza) en mano, cada vez se dejan influenciar más por la moda de los ídolos musicales”.
Un ejemplo de este estereotipo del buchón es el Pirata de Culiacán, un joven sinaloense que saltó a la fama a través de videos publicados en YouTube donde se le veía tomando whisky directamente de la botella, inhalando cocaína, escuchando corridos y diciendo: “Así nomás quedó”. Después de convertirse en un personaje viral en redes sociales y hacer cameos en videos musicales, comenzó a ser contratado para hacer apariciones en bares de distintos lugares de México.
A finales de 2017, el Pirata de Culiacán fue visto en un video mandando un mensaje a Nemesio Oseguera, El Mencho, líder del Cártel de Jalisco Nueva Generación y uno de los distribuidores de drogas más importantes del continente según el gobierno de Estados Unidos. “El Mencho a mí me pela la verga”, dijo en el video. Días después, anunció que se presentaría en un bar de Zapopán, en Jalisco. Después de llegar al bar, un grupo de hombres con armas largas entraron al lugar y lo ejecutaron con más de diez balazos.
Muchos tendrían la misma reacción de Tadeo al ser llamados buchones, porque pese a que la mayoría de los sinaloenses y los mexicanos usan el término para referirse a quienes escuchan narcocorridos, que a veces bravuconean, pistean bucanas [Buchanan’s] y conducen sus vehículos todoterreno a altas velocidades, lo sienten despectivo o les atribuye una conexión directa con el narcotráfico. No se sienten identificados con el término porque no piden a gritos chorros de Buchanan’s para bajarse el acelere o los sustos que trae consigo el negocio del narcotráfico, ni para darse valor y disfrutar de los frutos de su trabajo, frecuentemente violento, en el mundo de las drogas.
Los gustos, como escuchar narcocorridos o beber cerveza y whisky en sus razers, explica Tadeo, no tienen mucho que ver con personas que realizan actividades delictivas. “Ahí [en el río Culiacán] hay de todo”, recalca cada que puede, dando a entender que van jóvenes con empleos corrientes y otros que podrían estar vinculados al narcotráfico.
ES JUEVES DE DESMADRE
Son las diez de la noche y Jesús llega conduciendo su X3 de dos plazas; trae a Tadeo a su lado. Alfonso me aclara que no todos los todoterrenos se llaman razers, sino solo los de la marca Polaris, Can AM y algunos Yamaha. Estos vehículos, que son especiales para el campo traviesa y las dunas en la zona costera, pueden verse también en la ciudad estallando el ruido de sus motores y el estruendo de la música.
Según Jesús, quien conduce un X3, el suyo, de dos plazas, le costó cerca de 20.000 dólares (casi 400.000 pesos mexicanos). El precio sube si se deja de cuatro plazas para llevar invitados y se le agregan accesorios como hieleras fijas en la estructura. Hay quienes les ponen estéreos con amplificadores y bajos, pantallas para ver videos y antenas con luces LED en toda la extensión.
Algunas de las personas en el evento coinciden en que estos vehículos pueden llegar a costar hasta 40.000 dólares, una cifra que no cualquiera puede darse el lujo de gastar. ¿Y entonces en qué trabajan o qué hacen para tenerlos? Alfonso, por ejemplo, trabaja para una agencia que vende automóviles. Me dice que ha tenido que ahorrar y poco a poco ha ido comprando los accesorios. No pierde oportunidad y desde que llegó ha charlado con un par de jóvenes para buscar un motor en mejores condiciones para su camioneta.
La mayoría de sus acompañantes también son profesionistas, trabajan en oficinas y visten formal durante la mayor parte de sus horarios laborales. En noches como esta sacan ropa de excursión y la combinan con goggles y camisetas de motocross. También hay otro que es propietario de un taller mecánico.
En el lugar, además de estos vehículos especiales, hay camionetas de lujo o de modelos muy recientes, como una Tahoe o una media docena de Cherokees; Jeeps de varios modelos, Tacomas modificadas y rotuladas, Cheyenes y Lobos, todas con tracción 4x4, además de cuatrimotos y motocicletas simples, todas conducidas por jóvenes, hombres y mujeres, que terminarán igual, cubiertos de agua y lodo.
En medio del aquelarre, nos sorprende una Tacoma que aprovecha el espacio libre que le dieron otros razers antes de bajar al río y que comienza a derrapar en círculos con el freno de mano puesto y a arrojar piedras en todas las direcciones. Algunas impactan los vehículos que están cerca, pero nadie hace del incidente un problema.
“Aquella vida elegante, vida colmada de lujos, empecé a verla distante; amigos y socios gente que me amaba ya no querían ni hablarme, pero pegado a mi niña, la vida me sonreía”, suena con nitidez entre la maraña de ruidos. La canción es de Edición Especial y se llama “Cristina”, un tema cuya letra está inspirada en el consumo del cristal [crystal meth].
Este año, la Secretaría de Seguridad Pública en Sinaloa, en conjunto con el Ejército, aseguró laboratorios en los que se elaboraba metanfetamina y algunos pocos de fentanilo. La gran mayoría de estos allanamientos ha ocurrido en una zona rural, como en la que nos encontramos.
“Yo antes le tenía amor al agua. Hasta que me pegué una inundada. Una quemadera de cables, que me echó a perder todo, por eso se me quitó”, dice un amigo de Alfonso recordando cómo aprovechaba cualquier arroyo o río para entrar con todo y su Jeep Rubicon todoterreno, mientras una camioneta muy parecida a la suya se detiene en seco en el cauce del río y se queda allí.
“Pegaron en una piedra”, coinciden Alfonso y otro de sus amigos que observaron asombrados el hecho.
En pocos minutos, y después de algunos intentos por salir del conductor, alguien se acerca con una línea de alambre para ayudarle sin que nadie se lo pida.
Hace unas horas cuando estábamos de camino al lugar, Alfonso ayudó en la penumbra a una pareja que regresaba a Culiacán en una camioneta FJ y que tenía problemas con el alternador y se había quedado sin energía. Mientras lo hacía, al menos media docena de conductores y motociclistas que pasaron por el lugar ofrecieron colaborar, demostrando solidaridad y camadería.
Poco a poco, el lugar se vacía. Los vehículos, con cierto orden, han subido la pendiente del otro lado del río y toman un camino ascendente en el que se pierden justo después de atravesar el horizonte. Aún en la oscuridad los puedes seguir con la vista por las luces.
Son las 10:22 p.m. y alguien grita: “Vámonos a la ruta, se está quedando solo esto”.
“La ruta” le llaman a un recorrido por los caminos vecinales que entrelazan los pueblos de la zona y llegan a otro apartado donde serpentea el mismo río arriba.
Alfonso tuvo que quitar los seguros a las ruedas de su camioneta y sacarles un poco de aire, porque la ruta que sigue, un camino sinuoso, entre ramas, árboles torcidos, lodo y charcos, por el que un automóvil corriente no podría pasar, es de unos diez kilómetros. Las llantas, para transitar por la ciudad, deben marcar 17 libras de presión aproximadamente. Para la ruta que vamos a tomar, las dejan en nueve.
LA RAZA SE MANTIENE
“Compa Meño y Santiago, dos compadres de nivel, sin faltar mi primo Junior, ya sabe lo que hay que hacer. Somos gente sinaloense, quiero que lo sepan bien”, suena fuerte.
La letra es del corrido “El 3” y hace referencia al Chiquilín Avendaño, detenido en junio de 2016 en Zapopan, Jalisco, acusado junto a su familia por el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos de operar una red de tráfico de droga y lavado de dinero.
La última parada de este viaje está en el mismo río Culiacán, pero hacia arriba. Allí el cauce es mucho más amplio y parece que el número de vehículos que había al principio se ha duplicado.
Aquí la mayoría de personas se ha bajado de sus vehículos y se remoja los pies en el agua con el calzado puesto.
Por lo accidentado del camino, muchos llegan con la ropa embarrada de lodo. Unos usan goggles de esquiador y otros pasamontañas oscuros o cubrebocas con la figura impresa de una calavera, iguales a esas con las que aparecen en videos miembros de organizaciones criminales amenazando a sus rivales.
El alcohol fluye en forma de vasos de whisky, botes de aluminio y botellas de cerveza. Las botellas no las tiran y los botes de aluminio son recogidos, según me explican, por niños y jóvenes que viven cerca de los lugares de reunión.
Cualquier otro día la zona estaría en la penumbra. Pero a unos minutos de la media noche, la iluminación es total a causa de los centenares de lámparas y varas de luces LED de los vehículos encendidos. El aquelarre de la raza pesada culichi está en su clímax.
Los vehículos dibujan una gigantesca rueda que se asemeja a las que vimos en películas del siglo pasado, como The Wild One, en las cuales en una mezcla de hipermasculinidad, gasolina, grasa y alcohol, los chicos rudos buscan impresionar a las chicas.
Lo que pasa aquí es como una especie de ritual, como un trance, en el que hay una festividad brava, adrenalínica, pero controlada. Alfonso demuestra que su tracker tiene mucha vida por dar y transita en un desorden que parece tuviera un código: todos los participantes están de acuerdo en dejar pasar primero al compañero.
“Exploramos la zona y dimos con esto”, recuerda Jesús, “después se empezó a detonar, se empezó a hacer pista y ahí empezó a venir gente”.
“Es muy tradicional venir cada semana, pero si te pones de acuerdo con tu grupo, cualquier día que quieras puedes venir, digo, son caminos para quien sea”, agrega Alfonso.
Cualquiera pensaría que asistir a este lugar es como saltar del trapecio sin red de protección: zona rural, alejada de la ciudad, sin luz y con una señal de celular intermitente.
En un lugar parecido, hace un par de años, un fotoperiodista ganador de dos premios nacionales de periodismo fue golpeado por un grupo de personas armadas porque no les gustó que tomara fotos en ese lugar mientras uno de ellos estaba presente. Al principio solo lo amedrentaron, pero al retirarse, fue alcanzado por un grupo de punteros, golpeado y robado.
Aquí, a pesar del desmadre, el ambiente no es agresivo, más bien te hace sentir seguro.
“Está tranquilo”, confirma Alfonso. “Igual hay gente de todo tipo, pero se comporta”.
—En el tiempo que tienes viniendo, ¿te ha tocado ver algo malo, peligroso?—, pregunto a Jesús.
—Sí me ha tocado ver cosas. En todo el tiempo que tengo viniendo una vez me tocó que mataron a una persona —responde.
—¿Hubo balacera?
—No, no, se agarraron [a golpes], ya traían problemas. Llegó uno y mató a otro.
—¿Y la gente ha dejado de venir?
—Nunca ha dejado de venir la raza. La raza se mantiene.
José Abraham Sanz https://ift.tt/2mrDqW4
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