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martes, 12 de mayo de 2020

Algo está mal en la familia

La pandemia es una olla a presión que estalla porque se le taparon las válvulas de escape. Como comida hirviendo, las contradicciones de la vida que llevá(ba)mos cubren cada centímetro de la cocina, nos son inevitables. Tenemos que dedicarnos a ellas. Puede ser también por el tiempo que tenemos ahora libre para preocuparnos y observar nuestro alrededor. En el mismo espacio — y, ¿qué no ocurre en el mismo confinado espacio de nuestra casa en la cuarentena?— nos enfrentamos al deseo de comprar cosas que no necesitábamos antes, como termómetros de horno, mientras vemos con total claridad que nuestro consumo desenfrenado tiene su porción de culpa en la crisis ambiental. No hay nada que deseemos más que una salida, pero vamos al mercado y es como estar en una zona de guerra: compramos rápido, saludamos de lejos con un mover de las cejas. O al contrario, quien no puede parar desea terriblemente poder quedarse en casa, cuidarse y cuidar a los suyos, pero el pensamiento viene con la amenaza viva de la falta de sustento, de si mañana habrá trabajo. Al mismo tiempo que nos reconectamos con nuestra soledad sentimos cada vez más el escozor en el miembro fantasma del abrazo de nuestros amigos y nuestras familias.

Ah, las familias. Quienes pasan la cuarentena con sus allegados sienten cuan asfixiante puede ser la relación: parejas descubren que se quieren divorciar, que viven con un extraño en casa; hijos que vuelven a vivir con sus padres recuerdan por qué se independizaron; madres que van a vivir con sus hijos extrañan la autonomía que les es inhibida por la maternidad. Por otro lado, quienes no podemos verlos —porque vivimos lejos, porque están internados, porque murieron y no los pudimos enterrar— pensamos obsesivamente en su bienestar, en si deberíamos estar con ellos, en si deberíamos haber cogido ese último bus, ese último avión, nos sentimos culpables. Les preguntamos a nuestros amigos en las videollamadas: y tus papás, ¿bien? ¿Tus hermanos?

En términos más globales, y de manera mucho más dramática, la pandemia ha dejado de manifiesto el infierno que es para muchos la vida familiar. En el encierro, la violencia doméstica, ejercida mayoritariamente contra mujeres, niños, niñas y ancianos, ha aumentado notablemente. En Argentina se han duplicado los feminicidios; las denuncias de violencia intrafamiliar se han incrementado 70% en Chile y 45% en Brasil; Australia, Singapur y Chipre también tienen las líneas de atención saturadas.

No es una novedad que no todas las familias son el paraíso del cuidado, del afecto y de la cordialidad. Según datos de la organización Defend Innocence, en el mundo 30% de los casos de violencia sexual infantil son cometidos por miembros de la familia, y en el más reciente reporte de Unicef sobre violencia contra menores de edad consta que tres de cada cuatro niños y niñas con edades de dos a cuatro años son sometidos a disciplina violenta, física o psicológica, dentro de su familia; ya seis de cada diez son disciplinados con violencia física.

Si los datos muestran que la familia casi nunca es un lugar seguro, ¿por qué insistimos en ver la violencia doméstica como algo excepcional? ¿Será que no hay nada en la misma configuración familiar que la produce? No se trata de una cosa menor, un desvío de la norma. Aunque nos guste pensar que lo normal y lo bueno se acompañan, la violencia dentro de la familia es común y viene en colores surtidos: violencia física, psicológica, sexual, económica.

¿Qué es una familia? Una familia es una familia; es uno de esos términos autorreferenciales, que apuntan para un significado en su propio ombligo. Según esos datos alarmantes, para construir una definición tenemos que incluir tanto el sentimiento cálido de afecto que sienten unos y la cara violenta que experimentan otros. Tenemos incluso que reconocer que los dos conviven y que hay gente que ama a parientes que los abusaba pero que les enseñó a montar en bicicleta, o incluso les regaló la bicicleta para comprar su silencio.

Aunque nos guste pensar que lo normal y lo bueno se acompañan, la violencia dentro de la familia es común y viene en colores surtidos: violencia física, psicológica, sexual, económica.

¿Cómo lidiar con esa contradicción? La persona que te cogía a palos cuando “te portabas mal” puede ser la misma persona que te enseñó a pescar. Así que la quieres, a pesar de la violencia. Una alumna mía, cuando hablábamos de la división causada por las elecciones de 2018 en Brasil, me decía que igual quería a sus amigos y familiares bolsonaristas, siendo que a ella le parece un ser repugnante y una elección política mortal. Le pregunté por qué. Me dijo que ellos habían sido testigos de grandes momentos de su vida (sus logros, sus dramas, etc.) y que eso les garantizaba su afecto. ¿Es la familia una cuestión de longevidad? ¿Un histórico? Quizás es por eso que queremos a nuestros amigos de infancia como si fueran familia. Tenemos tan vinculado el afecto a la noción de familia, que no podemos expresar la intensidad del primero sin la metáfora del segundo, como si amar a los amigos mucho no fuera suficiente, o autoexplicativo.

Sin embargo, nuevas familias se forman en función de algo que raramente llega después de toda una vida: el matrimonio. La gente se casa porque se ama, pero puede uno amarse sin casarse, e incluso hay gente que se casa sin amarse. 55% de los matrimonios realizados en el mundo son arreglados, o sea que los parientes de los novios escogen a sus parejas por dos motivos principales: descendencia y herencia.

Estas dos ideas son los pilares de la familia, aunque nos guste pensar que son el respeto, el amor y la compañía, que son en realidad los adornos. La familia nuclear fue inventada para que la gente tuviera hijos, los cuidara y les asegurara el sustento a través de la asociación de la propiedad al núcleo familiar. Dicho de otra manera, una familia se construye en el cruce de la idea de consaguinidad y de propiedad. Los afectos vienen después, y a veces no vienen. Si uno decide con quién emprende este proyecto o si lo deciden sus parientes no cambia mucho el mecanismo fundamental. La propiedad se establece no sólo en función de la herencia de bienes, sino en la noción de la propiedad que tienen los padres sobre sus hijos y sus esposas. No se nos olvide ese hábito hispánico de llamar a las señoras de Fulanas de Tal, siendo Tal el apellido del marido.

En el ámbito material, los que son ricos heredan fortunas, empresas, haciendas o casas. Los que no tanto heredan memorias, una lata de galletas con hilos y una máquina de coser que ya no cose y que se pone en la sala. Y los que son pobres y latinoamericanos pueden heredar la promesa de que, como están las cosas, en nueve generaciones o más podrán, quizás, empezar a dejarle alguna cosa a sus retoños. Pero todos heredamos neuras, culpa, traumas y mañas, eso es inevitable. En su novela Mátate, Amor, Ariana Harwicz dice “Una familia normal es lo más siniestro. Mentira. O no hay nada más siniestro que ser fruto de una familia normal. Los demonios son de mamita, yo los crié, los alimenté, los engordé”. Y que lance la primera piedra quien no haya sentido esto en la propia piel.

Me pregunto qué pasaría si por un momento aboliéramos las palabras que designan el parentesco, si un virus nos borrara de la memoria esos términos. En lugar de decir “estos son mi mamá, mi papá, mis hermanos”, tendríamos que decir “esta es Marta y le gusta leer, a Julián le fascinan las motos y estos dos, Laura y Luis, me han acompañado toda la vida”. Sin propiedad, sin pronombres posesivos. ¿Se acaba el afecto? No creo. Quizás dejaríamos de jerarquizar los amores, apenas por un momento, y no amaríamos a mamá más que nada en el mundo, y el afecto se volvería un sustantivo pleno y realmente incondicional.

Quizás así no sentiríamos que la gente a la que criamos nos pertenece, y que como con todo lo nuestro podemos hacer lo que se nos dé la gana. Sin ser de nadie seríamos responsabilidad de todos, y colectivamente tendríamos que responsabilizarnos porque los niños y las niñas crezcan siendo ciudadanos plenos. Cuando alguien hace algo socialmente reprochable la gente dice que le falta casa, dejándole toda la responsabilidad de la educación al núcleo de la familia. Los niños y las niñas aprenden a portarse bien para evitarle la vergüenza a su familia, y los padres les reprenden por ser un espejo de su propia imagen. Quizás sin los posesivos podrían los padres liberarse de la imagen especular y les hijes del peso de la herencia.

En redes y en videollamadas, en la tele y en los periódicos, las personas no se cansan de decir que el mundo no será igual después del coronavirus. Pero, ¿cómo vamos a construir el paradisíaco mundo nuevo sobre los mismos cimientos de este mundo que colapsa?

Por estos días Juliana está obsesionada con la idea que tenemos de familia. ¿Quieres conversar con ella? La encuentras en Instagram como @julianaangelosorno.

Juliana Ángel Osorno https://ift.tt/eA8V8J

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