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miércoles, 13 de mayo de 2020

La pandemia del hacinamiento carcelario en América Latina

“En general, la gente tiende a dar por hecha la existencia de las prisiones. Es difícil imaginar la vida sin ellas. Sin embargo, existe una resistencia a enfrentarse a las realidades que esconden, un miedo a pensar en lo que sucede dentro. De esta manera, las cárceles están presentes en nuestras vidas y, a la vez, están ausentes de ellas (…) Asumimos que las prisiones son inevitables, pero a menudo tenemos miedo de enfrentarnos a las realidades que producen”.

Angela Davis, ¿Están obsoletas las prisiones?


Aunque en todo el mundo la cuestión carcelaria es un eje de debate del aislamiento social como política sanitaria, en América Latina alcanza mayor complejidad porque las cárceles estaban desde antes de la pandemia en una situación dramática.

En todos nuestros países las cárceles están sobrepobladas: 100% en la provincia de Buenos Aires, la que más población carcelaria tiene en Argentina; casi 60% en Colombia, donde al mes de marzo había 124.188 personas presas cuando la capacidad máxima del sistema es de 80.156 plazas; más del 200% en El Salvador, casi igual que Brasil, donde la población penitenciaria suma más de 700.000 personas pero los lugares disponibles apenas superan los 400.000.

Tras de que organismos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la ONU sugirieran a los gobiernos evaluar mecanismos como el arresto domiciliario o la libertad temporal a quienes hayan cometido delitos menores y a la población con más riesgo de contraer COVID-19 para cuidar la salud de los presos y evitar la propagación del virus, y algunos países atendieran a la recomendación, se instaló públicamente cierta idea de que las personas privadas de la libertad sacarían provecho de la situación en lugar de que se generaran debates a la altura de las exigencias de la pandemia y el impacto del hacinamiento.

¿Cómo hacemos para que la salud de ese 1.600.000 personas que se encuentran privadas de la libertad en América Latina —sin considerar el impacto sobre quienes trabajan en esos lugares— no sea la variable de ajuste de tanta desidia acumulada y de un odio irreflexivo?

En estas circunstancias retornan los debates maniqueos de siempre alrededor de la cárcel y las fantasías de protección que se cifran sobre ella. Las usinas mediáticas hacen su tarea de simplificar y un fantasma recorre el continente: están soltando presos.

Se los nombra presos y en el mismo acto se nos recuerda que no forman parte de la humanidad, que encerrados allí están fuera de ella. Devenidas en cosas, lo que para otros se reclama como derecho y se impone como salvación, cuando es reclamado para las personas privadas de la libertad, se recoloca como privilegio.

La imagen de “el preso” se vuelve un arquetipo monstruoso, construido con retazos de los peores casos, los más extravagantes. Estandariza a quienes están privados de libertad como peligrosos, como varones, pobres, morochos. Nadie se escandaliza por las prisiones domiciliarias que se dan rutinariamente a genocidas o millonarios en nuestros países. El preso es además una noción racializada y clasista.

Esta construcción nos nubla el hecho de que también hay un montón de cismujeres y lesbianas presas. Como ya sabemos, las mujeres en nuestros países están mayoritariamente presas por el negocio de la guerra contra el narcotráfico; son abrumadoramente pobres, desesperadas que cruzan fronteras por su propia cuenta y riesgo para servir a los patrones de siempre, que ahora disfrutan del aislamiento en sus casas o en sus despachos.

La inmensa mayoría de ellas no ha dañado a otras personas. Cuando eso ocurre, se trata por lo general de situaciones en las que la violencia fue un último recurso para defenderse o defender a quienes cuidaban de violencias sexistas sistemáticas. La mayoría tiene hijos a cargo dentro o fuera. Son jefas de familia, que no tienen a nadie con quien compartir las responsabilidades de cuidado y a las que —a diferencia de los varones presos— casi nadie visita ni auxilia desde afuera.

Si de visibilidad y empatía se trata, peor aún la lleva la población trans travesti privada de la libertad, que al menos en Argentina, prácticamente en su totalidad es perseguida por delitos menores también de la ley de drogas. No hay vulneración de derechos que les sea ajena, constituyen una porción de población cuya expectativa de vida es de treinta y cinco años de edad, cuando la expectativa promedio para las demás personas ronda los setenta años. Para colmo, en un país que niega su xenofobia con la misma intensidad con que es ejercida, son en muchos casos migrantes que vienen huyendo de odios varios.

Estas personas escapan a la retórica del preso peligroso. Tanto escapan, que ni atención les prestan. Todos deberíamos tomar nota de estas diferencias, y concentrarnos más bien en el debate sobre qué hacer con las prisiones, que es una deuda histórica de nuestras sociedades.

No es frecuente que un común pestañee por un preso

El encarcelamiento es un instrumento de gestión de excedentes —de los que no tienen cabida o hay que disciplinar— con historia, que invoca razones atractivas como son regulares el delito y castigar a quienes los cometen, reminiscencias de limpieza social. Pero ni la mayoría de las personas que cometen delitos está presa, empezando por las formas más graves de delitos, y la mayoría de las personas que están en las cárceles hoy en América Latina lo está sin condena.

Tal como enseñó Foucault en su indispensable Vigilar y castigar, si bien el encierro fue superador del espectáculo brutal e infamante de la muerte en público, la privación de la libertad por sobre la privación de la vida o la mutilación de los cuerpos, además de promesa de humanidad en el trato, tuvo un efecto político mucho más denso y extendido hasta hoy: ocultar el castigo, dejar fuera de la mirada pública la barbarie de la pena y sus expresiones materiales. Esa opacidad es desde entonces su mejor garantía de continuidad.

Más allá de algunas excepcionales circunstancias que habilitan cierta crítica al complejo carcelario, como ocurre con algunas persecuciones políticas, no es frecuente que un común pestañee por un preso.

¿Alguien podría imaginar campañas presidenciales prometiendo cárceles sanas y limpias? ¿Podríamos fantasear con que los noticieros alerten sobre el exceso de personas privadas de la libertad en nuestros países, y que las autoridades se peleen por reducir la tasa de encarcelamiento, en lugar de que todxs tiren la pelota de acá para allá? No. ¿Solemos escuchar la voz de víctimas que reniegan del encierro o que aceptan reparaciones o disculpas? Jamás, sin embargo existen. ¿Escuchamos a las personas privadas de la libertad o eso solo ocurre cuando el morbo documental o el estallido nos lo imponen?

Raramente se habla de la cárcel y sus implicancias con la impronta de las obligaciones que genera para el Estado, pero se la esgrime como antídoto contra todos los males de este mundo. Muchxs de quienes logran salir de prisión ratifican la profecía autocumplida de la reincidencia. Eso, en lugar de transparentar lo obvio, que es que la cárcel no sirve, se usa para decir que la permanencia ahí fue corta, que faltó un poco más. Tienen esa suerte, en general, las dinámicas autoritarias: cuando fracasan, se refuerzan. No sucede igual con las políticas redistributivas que funcionan mejor; estas son acechadas todo lo que haga falta para volver atrás.

Por fascinación, irreflexión o por default la cárcel sigue allí. “Sí, sí ya sabemos que no funciona, pero es lo único que hay” suele escucharse seguido cuando, otra vez, la lucha por las injusticias termina en la demanda de más encierro. Si las mediaciones institucionales no llegan, si la reparación no tiene oportunidad y la impunidad campea por distintos rincones de nuestra existencia, el reclamo se vuelca hacia el único recurso que se esgrime transversalmente, de izquierda a derecha: el sistema penal que no conocemos sino por sus promesas.

Para muchas personas —como gran parte de los feminismos o los movimientos que luchan contra el racismo, que sí saben de la larga historia del castigo penal sobre sus cuerpos— no es cómodo el recurso punitivo. Sabemos a la perfección que nunca deja de ser un arma de las del amo y, como enseñó hace tiempo Audre Lorde, no desmantelan la casa del amo, siempre ajustan sus clavijas.

Pero tampoco tenemos que limitarnos a criticar las demandas de castigo y cárcel sin comprender que de alguna manera también expresamos nuestras demandas guiados por lo que intuimos podremos obtener como respuesta. Y en nuestras comunidades está sobrevalorado el castigo, antes que la reparación, la invocación simbólica de las leyes antes que su efectividad. No importa el nivel del problema, apenas vislumbramos el conflicto, el chasquido punitivo se hace sentir.

Por eso una tarea urgente es revisar(nos) en nuestros reclamos frente a las medidas recomendadas durante la pandemia. No dije renunciar ni claudicarlos, sino habilitar(nos) la pregunta acerca de cuánto de todo este horizonte carcelero, hacia el que raramente miramos y del que poco o casi nada sabemos, termina demorando las respuestas de cuidado y protección.

En ese reclamo limitado a libertad sí/ libertad no, hay una trampa enorme, porque el debate es hacinamiento sí/ hacinamiento no, desigualdad sí/ desigualdad no, cárcel sí o no. Tenemos que poner su obsolescencia en la mesa de discusiones para pensar una justicia capaz de generar responsabilidades y reparar, antes que conformarnos con el castigo.

La pregunta es vieja y lleva siglos irresuelta: qué hacer con la cárcel porque la pandemia no produjo este problema, sólo lo hace fosforecer. Como se preguntaba Marcia Buney, si podemos hacer cesar nuestra ignorancia sobre los abusos que allí se cometen, cómo hacer que cese también la voluntad de tolerarlos. Podríamos empezar por no conformarnos con ofrendar nuestras legítimas demandas a la barbarie que nuestras sociedades castigocéntricas son.

Ileana Arduino https://ift.tt/eA8V8J

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