Suénenle duro muchachos/ Pónganle el alma a este gallo/ Para cantarle a mi madre/ Yo no necesito que sea el mes de mayo. —“Aunque no sea mayo”, Gabriel Arriaga.
“Bueno, mis niños, vamos, pues: ¡con toda la energía!”. Esa es la arenga de Manuel Villegas, trompetista y líder de Tuxtla Mariachi, antes de bajar de la camioneta y entrar a dar un nuevo show en el Día de la Madre en Medellín. Lo repite antes de cada presentación en la que, moralizados por ese llamado a la acción, los cuatro mariachis alegran otra reunión familiar más con siete canciones. En este Día de la Madre, 10 de mayo de 2020, en la ciudad no solo hay cuarentena por el coronavirus, sino que hay toque de queda desde las siete de la noche. Toda la energía que pide Manuel también es para avanzar rápido con cada compromiso y poder acabar el día a tiempo.
Desde que empezó el confinamiento, Manuel había esperado que surgiera alguna forma de trabajar con su mariachi. Él y su esposa, Cristina Osorno, con quien administra Tuxtla Mariachi, tenían planes especiales para el Día de la Madre de 2020. Habían mandado a hacer camisolas nuevas para celebrar esta fecha, pero dada la situación quedaron atrapadas en Bogotá.
En general, en el gremio de mariachis de Medellín había la esperanza inicial de que pudieran trabajar este domingo 10 de mayo, una ocasión fundamental para sus finanzas y trabajo. “Hablábamos entre todos como: ¿Será que sí? Al principio no era tan duro porque uno no es tan desubicado, algo tiene pa’ comer. Cuando la cuarentena se extendió hasta mayo, se nos acabó todo, hermano. Giro de 180 grados. ¿Qué íbamos a comer? Tantas ilusiones que teníamos quedaron totalmente paradas”, cuenta Manuel.
A Manuel le dicen Perra Flaca porque, temprano en su carrera, la vida nocturna y de excesos lo tenían escuálido. Tiene cincuenta y un años y es mariachi desde los veinte, cuando salió de su natal Marinilla hacia Medellín. Si hay mariachis de hasta doce o quince músicos que siempre se mantienen juntos para cada presentación, él se mueve en un circuito más fluctuante. Por ejemplo, hace parte de los músicos del cantante de música popular Alexis Escobar, y cuando tiene giras por Colombia consigue a un trompetista que lo remplaza en las presentaciones. Así también operan los músicos con los que trabaja, que piden el cambio si les coincide otro compromiso con uno de Tuxtla.
Su mariachi normalmente está compuesto por dos trompetas, un guitarrón, una vihuela, una trompeta, un violín y dos cantantes: así, sin que sean tantos, puede pagarles bien a todos y conseguir más trabajo. Para el Día de la Madre, junto con Manuel como trompetista, había cuatro músicos más: Gabriel (vihuela) y Humberto (voz) son parte de la alineación titular y habitual de Tuxtla; al final se sumaron Rony (guitarrón) y Alfonso (violín).
En sus treinta años de carrera, desde que era Perra Flaca, Manuel ha visto cambiar el negocio del mariachi. Empezó a trabajar como músico para ayudar a su familia. Conoció la trompeta por su padrastro, que también era trompetista; su padre fue asesinado antes de que él naciera. Recuerda que, cuando llegó a vivir a Medellín, había pocos locales de mariachi; le tocó la época de teléfono y bíper para hacer sus negocios, y hoy ya todo lo hace por redes sociales. Desde entonces la esquina de los mariachis ya era la de Colombia con la 70: Caballo Blanco, cerca al estadio, al occidente de la ciudad. Todavía hoy se siguen arreglando ahí serenatas: un carro puede llegar y negociar con los mariachis que guerrean (que trabajan así, desde la calle).
Manuel y su familia viven bien del mariachi, pero en su juventud, dice, se dejó coger ventaja del alcohol, la droga y las mujeres. Así perdió su primer matrimonio. Para recuperar el respeto de sus hijas, les prometió la sobriedad total: por quince años ha mantenido su promesa. Se volvió a casar con Cristina, con quien tiene una hija de nueve años. A ellas también les da serenatas.
Si algo se ha mantenido constante en la carrera de Manuel —y quizás en la historia del mariachi— es la importancia del Día de la Madre. En un año normal, una fecha así trae altos niveles de estrés en su casa. Con su esposa también venden ramos a todos los mariachis, por lo que esa ocasión implica prepararlos y tenerlos listos, además de organizar todas las serenatas del fin de semana; el domingo fácilmente pueden llegar a veinticinco serenatas, que suben de precio por la ocasión. Si normalmente una serenata cuesta alrededor de 280.000 pesos ($70 USD) si es sencilla o 350.000 pesos ($90 USD) si es con ramillete y recordatorio, el Día de la Madre ya los precios rondan los 400.000 pesos ($100 USD). Ese día, a cada músico le pagan 35.000 por serenata ($9 USD), por lo que un mariachi puede acabar ese domingo de mayo con 700.000 pesos ($180 USD). Manuel y su esposa, al ser dueños de Tuxtla, se quedan con una proporción mayor.
Por eso, el Día de la Madre no se podía perder. Varios mariachis habían hecho el grupo de WhatsApp Unidos Somos Más para lidiar colectivamente con los retos de la cuarentena. El grupo había consultado incluso con abogados para poder trabajar el Día de la Madre. Era un tema que causaba polémica. Perra Flaca intervino tajante: El que no quiera salir, que no salga. El que quiera, arriésguese. Yo tengo que comer, y también mi mamá y mis hijos. Si me cae una serenata, yo la hago.
Perra Flaca le dijo a su esposa que publicara en las redes sociales de Tuxtla que estaban disponibles para serenatas virtuales y presenciales el Día de la Madre. El viernes 8, dos días antes, tenían apenas una serenata presencial y una virtual para el domingo. “Pensamos que no había nada por hacer, estábamos aburridos”. El sábado por la noche su suerte cambió y empezaron a entrar las llamadas. Les advertían a los clientes que el mariachi no iba completo, sino solo con cuatro músicos. Cuadraron, al final, ocho serenatas: siete presenciales y una virtual, a 200.000 pesos ($50 USD).
El repertorio para el Día de la Madre es ya conocido en el gremio de los mariachis, no hay que improvisar. “Aunque no sea mayo”, de Gabriel Arriaga, es imprescindible; “Es mi madre”, de Jhonny Rivera, gusta mucho; “A la sombra de mi madre”, de Leo Dan, es un clásico. “Clavelitos con amor”, de Rómulo Caicedo, “Madre del corazón”, de Los Pamperos, o “Regalo de un hijo”, de Yolanda del Río, y “Madrecita querida”, de Vicente Fernández, extienden el arsenal.
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Es mi madre quien me ha dado la vida/ No solo eso, también me dio la suya/ Para mi madre ver mis metas cumplidas/ Para ella es ya cumplir las suyas. —“Es Mi Madre”, Jhonny Rivera.
A las ocho de la mañana del Día de la Madre ya estaban los cuatro mariachis en la sala de Perra Flaca: tenían la primera serenata presencial a las nueve. “Ay, mi amor, ¡me equivoqué!”, exclamó Cristina: la serenata era a las once. Ni modo, ya estaban todos ahí. Pusieron a hacer café y escucharon misa mientras llegaba la hora. Luego salieron en el carro de Gabriel (vihuela), que manejaba, Perra Flaca, Humberto (voz) y la esposa de Rony, que se encargaba del registro de video; Rony (guitarrón) iba en moto, con la maleta de domiciliario, su trabajo alterno para la cuarentena.
No usaron guantes porque les daba mucho calor, pero todos iban con tapabocas; Humberto, al que le dicen Requeñeque, y Manuel se los bajaban durante el show. Había amonio y alcohol para mantener el virus a raya. Dieron la primera serenata por Robledo, al occidente de Medellín. La segunda, inmediatamente después, fue en el barrio Olaya, también al occidente.
A la una y media de la tarde estaban de vuelta donde Perra Flaca. Era hora de la serenata virtual. Cuando Cristina verificó que la consignación estaba hecha, iniciaron la llamada por Zoom. Se iban a conectar personas de distintas partes de Colombia; la serenata la había contratado para su familia una mujer desde Estados Unidos, que también estaba conectada. Aunque los mariachis estaban tocando con ánimo, era una situación rara: no podían sentir la atmósfera del público, ni medir el ánimo. Le estaban cantando a una pantalla. Aún así, no faltaron las lágrimas al otro lado. “Para nosotros era muy extraño, a lo legal. Primera serenata virtual en cincuenta y un años. Eh, yo tocándole a una pantalla. El aplauso llegaba retrasado mientras la señora lloraba. Extraño, pero uno lo hace con cariño. Si la gente está feliz, todo sale”, dice Manuel.
Mientras avanzaban las siete canciones, Cristina inició una transmisión con su mamá para llevarle también su serenata virtual. Clavelitos con amor/ Perfumados de alegría/ En tu corazón los pongo/ Oh, linda madrecita mía. Cristina lloró, su mamá también. Perra Flaca se percató y se conmovió. Acabaron los siete temas con éxito, con la teleaudiencia satisfecha. Una misión cumplida más de las varias de ese día: “Uno como músico siempre hace todo de buena gana, no se puede hacer con displicencia. Si uno es profesional tiene que hacerlo con amor, con buena actitud”, reflexiona el trompetista.
Llegó el almuerzo: arroz chino y gaseosa. Comieron parados y rápidamente, luego de empacar los instrumentos. Alfonso, el violinista, había llegado para la serenata virtual, pero no iba a ir a las presenciales. Anda en bicicleta en la cuarentena y también se sumó a Rappi para sobrevivir mientras se normaliza su trabajo. Ya estaban listos para salir: tenían que hacer cinco serenatas en cuatro horas, para dejar todo listo antes de las siete, que empezaba el toque de queda. Muchos mariachis no habían salido ese día y los teléfonos de Cristina y Perra Flaca no dejarían de sonar toda la tarde: familias desesperadas que buscaban celebrar. Había algo de catártico en festejar el Día de la Madre con mariachis, no escatimar en la fiesta en un día aún más especial de lo normal para estar juntos, justo en la mitad del aislamiento social de la cuarentena. En todo caso, Tuxtla ya tenía su itinerario arreglado, no podían desviarse ni aceptar más encargos.
La primera serenata presencial de por la tarde era en San Cristóbal, un corregimiento rural al noroccidente de Medellín. Habían llamado a las nueve de la mañana y habían asegurado que era a menos de cinco minutos de la autopista. Gabriel conducía por Medellín y se sentía el miedo de lo indebido, de que los pararan: Metámonos por esta. Esquivemos la principal. Ojalá no haya retenes. Aún así, iban entregados a la misión, con alegría y risas. En San Cristóbal los esperaba una moto para guiar al carro hasta la finca y —para evitar retenes— tuvieron que dar una vuelta más grande de la esperada. Ya había quejas, era más lejos de lo prometido, y eso los iba a hacer llegar tarde al resto de sus compromisos. Con dificultad llegaron al punto y subieron a una camioneta con platón que los entró, al fin, hasta la casa, rodeada por cultivos de cebolla.
Empezó la música y salieron las mamás. La misión era rápida, no había mucho espacio para el diálogo. Mientras la banda emocionaba a la familia, ya estallaban los voladores que había comprado uno de los hijos: era una fiesta en forma. “Faltan dos cancioncitas, ¿qué quieren las mamás?”, preguntó Humberto. Yo le pido a dios rezando/ Que mi mamá no se muera/ Que viva dentro mi rancho/ Como estampita siquiera. Hubo tragos de ron con las madres entre las lágrimas de ellas. Hubo fotos y se rotaron los sombreros.
“Nunca habíamos podido estar todos juntos con las mamás. En años pasados estábamos trabajando lejos. Los mariachis eran una sorpresa para mi mamá, le gustan mucho. Estuvo súper contenta. Ella se mantiene muy enferma, casi no puede salir, entonces se emocionó al vernos a todos ahí y con la música. Las mamás son únicas, irremplazables, por eso había que celebrar”, explica uno de los hijos, que contrató a Tuxtla por internet.
Les pagaron y, de prisa, se despidieron y caminaron hasta su carro. Eran las tres y cuarto de la tarde y todavía tenían cuatro serenatas por delante. Gabriel manejaba rápido y Perra Flaca, haciendo cálculos y mapas mentales, llamó a algunos clientes para reorganizar el cronograma y hacer la ruta más compacta.
Llegaron a Campo Valdés, al norte de Medellín. Los había contratado una mujer desde la costa para homenajear a su madre y tía. Había una recomendación clara: la serenata tenía que ser desde fuera, pues ambas mujeres estaban ya avanzadas en años y había que evitar riesgos. Manuel estaba preocupado de que pudiera llegar la policía, pero empezaron a cantar frente a la casa y alegraron no solo a ambas mujeres sino a los vecinos, que se asomaban desde los balcones y puertas para disfrutar las canciones. Versátiles, se adaptaban a la situación. Humberto cantaba mirando a la señora de la casa, que estaba sentada un par de metros adentro de la puerta, serena pero alegre. Cuando se estaban despidiendo y agradeciendo llegó un vecino para pedirles que tocaran a la vuelta de la esquina: los necesitaba. Tuvieron que rechazarlo, no había tiempo.
Avanzaban en el carro hacia el próximo destino, en La Milagrosa, al oriente de Medellín. El teléfono seguía sonando. De camino hacia allá, pasaron al lado de una comparsa de policías que iba dando serenatas por los barrios y entregando flores a las madres: espíritu festivo en todas las instituciones. “¿Cómo ellos, que tienen un sueldo fijo, nos están quitando el trabajo en vez de llamarnos?”, se escuchó en el carro, que rompió en risas. Lanzaban chistes e insultos, y Humberto el cantante le decía a Perra Flaca que controlara su vocabulario: qué vergüenza.
En la tercera parada, además del Día de la Madre, también estaban celebrando el cumpleaños setenta y cuatro de la matriarca. No había tapabocas a la vista entre el público, que recibió la serenata solemne y silente. Había dos señoras, dos hijos de ellas y una esposa. A mi madre va este canto/ Hoy que estamos de alegría/ Hoy por ser día de tu santo/ Yo te canto, madre mía. El hijo que había contratado la serenata para su mamá no dejaba de mirar el celular, como distrayéndose de sus sentimientos y de los que traían las canciones. La última canción fue el cumpleaños; la despedida, partir la torta. Cumplida la misión, siguieron con su camino. Faltaban solo dos.
La penúltima serenata del Día de la Madre era en Caicedo, un barrio en la misma zona de la ciudad. Ahí sí que no había tapabocas, ni en la casa a la que llegaron ni alrededor, donde los vecinos observaban atentos. Se demoraron unos minutos en encontrar el lugar. Tuvieron que parquear el carro y subir unas escaleras. Los llamaban de varias casas ¡hey, es acá! ¡yo quiero mi serenata!
Llegaron al destino y recibieron un vaso de agua para cada uno, agitados tras la subida de la escalera. ¡Hey, qué estado físico tan malo! ¡Respiren y toquen! Cantaron desde afuera, para gusto del barrio. Antes de la primera nota ya había personas llorando: había sentimientos reprimidos desde hace días que un momento así hacía aflorar. Imagínense, entonces, cuánto lloraron durante las canciones. Los que estaban con sus mamás lo celebraban con más fuerza; los que no, lo lloraban con más dolor. El mariachi era la banda sonora perfecta para ambos estados de ánimo. Desde la casa hicieron videollamada con una mujer, para que no se la perdiera.
La tarde ya caía. De camino a Castilla, hacia el norte de Medellín, ya los músicos celebraban que habían logrado un buen botín y nos los había parado la Policía. Manuel le iba pagando a cada uno el trabajo del día para que, apenas acabaran, todos pudieran correr a sus casas para estar guardados antes del toque de queda. Humberto fue la voz cuerda: “Todavía no celebremos. Hagamos la última serenata y ahí sí miramos qué pasa”. No pasó nada, todo salió como debía.
En la casa en Castilla la llegada de los mariachis causó una gran sorpresa. Cada músico recibió su cerveza, sin pensar en la Ley Seca; Manuel, comprometido con su sobriedad, no. El ambiente era tranquilo y las dos mamás homenajeadas celebraron las canciones que les gustaban, y se emocionaron más cuando pudieron pedir las últimas dos, cortesía usual de Tuxtla. Soy el hijo más humilde que no ha tenido riqueza/ Pero si tengo a mi madre y con ella no hay pobreza/ Pero si tengo a mi madre y con ella no hay pobreza. La misión estaba cumplida y el regreso a casa fue rápido.
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Todos tienen una madre/ Ninguno como la mía/ Que arde como lucecita/ Haciéndome compañía. —“A la sombra de mi madre”, Leo Dan.
Esa mañana del Día de la Madre la mamá de Manuel, de setenta y tres años, había recibido una ancheta de parte de su hijo y nuera en su casa de Marinilla. “Ella estaba toda sorprendida. No entendió que había sido un domicilio y pensó que habíamos ido hasta allá solo a dejarle la ancheta y no la habíamos saludado. La llamé por la mañana y le dije que la quería mucho”.
Para Tuxtla Mariachi fue un Día de la Madre extraño, pues tuvieron que andar escondidos para trabajar honestamente en su propio país, dice el trompetista. Sin embargo, el resultado fue positivo: “A pesar de que estaba nerviosito, me sentí muy complacido. Conseguí con qué comer unos días y mis compañeros también. Hay que tener buena actitud para todo. Quizás, aunque no perdimos, dejamos de ganar dinero, pero hicimos serenaticas y recogimos para comer. No hay de qué quejarse”, resume con entusiasmo.
Escuchó de un mariachi que también iba a trabajar ese día. Iban cinco en un carro hacia la primera serenata del día, en El Poblado (uno de los barrios más exclusivos de la ciudad, hacia el sur) y la policía los paró, les quitó el carro y los multó. “Hermano, son muy locos. Se hubieran ido cuatro en un carro y pagaban un taxi pal’ otro. Ahí los jodieron. No los pararon por mariachis, pero sí por ir muchos en un carro. Dieron papaya. Yo por eso le dije a Rony que se fuera en moto”, explica.
Desde Tuxtla Mariachi esperan que más temprano que tarde los mariachis puedan volver a trabajar. En el grupo de Unidos Somos Más están dispuestos a hacer concesiones. “¿Qué tal si no entramos a las casas? Así era antes, de hecho: la moda de entrar a las casas es reciente. Antes todas las serenatas se recibían en la calle, en el balcón o en la ventana”, consideran como alternativa.
Aunque con el Día de la Madre lograron estar tranquilos por unos días más —y algunos han recibido ayuda de su familia y de Unidos Somos Más—, Manuel habla con urgencia: “Los músicos fuimos los primeros en dejar de trabajar y parece que vamos a ser los últimos en volver”. Esperan que más clientes los contacten para serenatas virtuales, y el que quiera hacerlo les puede escribir por sus redes sociales.
Manuel, Perra Flaca, termina el día como lo empezó: pensando en su mamá. Por ella fue que se hizo mariachi, para poder aportar en su casa. Por ella sigue trabajando, para poder ayudarla con lo que pueda. Aunque ese día alegró a varias madres, no le pudo cantar a la suya. “Le debo la serenata. De pronto en estos días le hago una serenatica virtual, cuando estén descansaditos los muchachos”.
Santiago Cembrano https://ift.tt/2zBRBOA
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