Artículo publicado originalmente por VICE Estados Unidos.
Dado que no tengo hijos y tengo el privilegio de trabajar desde casa, sabía que mi distanciamiento social no sería tan complejo y difícil como lo sería para los demás. Aún así, a medida que crecía la pandemia, se hizo evidente que no podía planear más de un día o dos a la vez, porque nadie sabía cómo sería el futuro. Después de un par de semanas de no saber qué esperar, surgió la fatiga situacional. Aunque estoy en aislamiento con mi pareja, me dolió perder mis otras conexiones, las otras relaciones que me sostienen: mis amigos, mis hermanas, mis padres.
Cuando estás acostumbrado a vivir tu vida mirando hacia el futuro, el hecho de que te obliguen a tomarlo día a día, y a quedarte quieto con tus pensamientos y sentimientos, como en este momento, es una adaptación mental considerable. Especialmente cuando se supone que no debes pensar en el futuro y, en cambio, tratar de estar más presente... todo mientras haces justo eso porque el futuro es importante para ti.
Incluso mientras batallaba bajo el peso de mis sentimientos, algo sobre la situación me resultaba extrañamente familiar. Un día, cuando estaba haciendo el almuerzo, con dos perros siguiéndome como sombras –si las sombras amaran la comida– me llegó el pensamiento. "Mierda", dije, mientras los perros me veían con asombro, "Esto es como cuando dejé de tomar".
Esta pandemia no tiene precedentes, pero reconocí en mí el conjunto de habilidades necesarias para evitar que su peso me aplastara por completo: saber cómo tomar la vida un día o incluso una hora a la vez; sabiendo que estar solo con mis sentimientos no me destruirá; y sabiendo que a pesar de que estoy haciendo algo que me parece sumamente molesto y perjudicial, la incomodidad cotidiana vale la pena a largo plazo. Es la idea general de que hay un futuro por el que vale la pena pasar por esta dificultad ahora, pero eso es algo difícil de alcanzar cuando estás tratando de mantener tu cabeza fuera del agua en estos momentos.
Hace siete años, antes de que este virus y sus consecuencias y el circo cotidiano que es nuestra nueva realidad, decidí dejar de beber alcohol. En ese momento, estaba viviendo una vida en la que había puesto todas mis habilidades para enfrentar problemas y fe en la bebida. Una mañana de primavera, después de una noche vergonzosa con mis compañeros de trabajo que terminó en una pelea con mi pareja, supe que si no me detenía, un juez o la muerte lo harían por mí.
Decidir librar a tu vida de una sustancia de la que estás abusando te obliga a reimaginar tu existencia por completo. Para muchos de nosotros, cambiar nuestro estilo de vida es algo impactante: de repente te desconectas de tu vida pasada y tienes que encontrar la manera de hacer una nueva. Sin alcohol que te salve, te quedas solo con tus sentimientos, y tienes que lidiar con ellos, en lugar de tratar de borrarlos comportándote destructivamente para obtener un alivio a corto plazo.
Al principio, estar sobria era fácil porque me avergonzaba tanto cómo me había comportado que no me costó trabajo hacer cualquier cosa para convencer a todos de que nunca volvería a suceder. Pero ese sentimiento se desvaneció en un par de semanas, y cada vez se me hacía más difícil mantenerme sobria. Tenía muchas ganas de salir y beber para calmar mi tristeza, enojo o frustración, pero también sabía que nunca había sido capaz de llegar tan lejos.
Este mismo sentimiento surgió cuando pasé unas semanas en autoaislamiento y veía a los estudiantes universitarios yéndose de vacaciones e ignorando todas las reglas que yo sí estaba acatando: todavía no ordenaban el confinamiento total. En ese momento, solo estábamos yo y mi idea de lo que era correcto, y el sentimiento de compromiso con una causa más elevada se transformó en ese trabajo diario de comprometerme con mis elecciones.
El autoaislamiento es diferente, por supuesto, porque no es una situación individualizada (aunque te sientas realmente sola). En cambio, es el resultado de una situación de mierda experimentada por todos a la vez, que se complica aún más por la respuesta lenta y politizada del gobierno federal.
Aún así las personas tienen que tomar una decisión: sentirse menos cómodas y más dispuestas a estar a solas con sus sentimientos, en lugar de actuar impulsivamente en aras de una solución rápida que puede ser devastadora a largo plazo.
Cuando dejé de beber, no podía culpar a nadie más por la imposición o sentir una indignación justa ante alguien que me decía cómo vivir (verás ese furor exacto en los manifestantes que exigen abrir el país nuevamente). Tenía que aprender rápidamente cómo enfrentarme a ese lado de mí cuando quería pasarme de la raya o, de lo contrario, terminaría poniéndome a mí y a otros en riesgo. Tenía que poder decirme firmemente que no, cuando todo lo que quería escuchar era sí.
El distanciamiento social me devolvió esta línea de razonamiento, como cuando traté de convencerme de que estaría bien ir a comer o a un museo de arte siempre y cuando no tocara a nadie ni nada. A veces me costaba trabajo llegar a eso, pero en última instancia, la respuesta siempre era no. Sabía que podía tratar de racionalizarlo de una manera que me diera espacio para evitar la responsabilidad personal, pero también sabía que me odiaría por ponerme en peligro a mí y a los demás después de que terminara la aventura.
Una de las mejores partes de dejar el alcohol para mí fue despertarme sin esa sensación de odio a mí misma o sin resaca o una sensación de temor y arrepentimiento por lo que pude haber hecho la noche anterior. Me sentía tan bien que supe que valía la pena sentirme molesta o irritable cuando no podía tomar. Era una inversión para llegar a un momento en que las cosas serían menos difíciles, más estables, una inversión que hice día a día, momento a momento.
El distanciamiento social es un cambio importante en nuestras vidas. Pero haber dejado el alcohol me enseñó que experimentar la incomodidad del día a día vale la pena al final (especialmente cuando eso significa ayudar a detener la propagación de un virus mortal). Mantener el control cada día es difícil. Es una señal de esperanza para tener un mejor futuro.
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