Vera nació el 31 de marzo, en el sexto día de cuarentena. Fue una tarde silenciosa en las calles, en el hospital y en nuestra habitación. El silencio era discreto y de mutuo acuerdo. Lo sostenían las enfermeras, los médicos, las personas de seguridad; también nosotros tres. El miedo por la pandemia del coronavirus nos tenía en un estado de vulnerabilidad en el que solo nos permitíamos hablar lo necesario.
Sabíamos, además, que la saturación de un tema como el coronavirus terminaba restándonos cordura. Y en ese momento era más fuerte un sentido de cuidado que trascendía todas nuestras experiencias anteriores. Vera, con sus ojos grises e intangibles y su cuerpo frágil y leve, nos mostraba que en ese momento no necesitábamos más que lo esencial para vivir: atención, cuidado, escucha y compasión. El silencio fue, entonces, la forma inmediata que encontramos para cuidar el vínculo.
Parir, decía Juliana, es desgarrador. Es un acto de la naturaleza romantizado que deja unos dolores y unas inseguridades de las que pocas veces se habla. Existe un temor latente al juicio público por develar las heridas de la maternidad y por cuestionar un guion de la vida que como autómatas deberíamos seguir. Si quienes tenemos hijos reprimimos nuestros miedos y frustraciones, quizás estallemos en el encierro, pensaba entonces. Es importante que en este momento hablemos de esos actos idílicos como ser padres. Recordemos que no elegimos el encierro, estamos vigilados y con una realidad que de repente se distorsionó por la pandemia. En ese escenario te quedas con un bebé recién nacido que, literalmente, depende de ti para sobrevivir entre cuatro paredes.
Escribí este texto justamente por eso. En horas de insomnio, de vigilia, pensé que el silencio del aislamiento era necesario, y que, como diría mi amigo Mario, “en estos momentos no queda de otra sino mirar hacia adentro”. ¿Y qué hay dentro cuando eres padre por primera vez y estás aislado de quienes consideras tu familia? Claro, tengo a mi novia y a mi hija, pero son nuevos vínculos y surgen nuevas preguntas. El modelo familiar no puede ser el mismo en el que crecimos, el aislamiento también nos está diciendo algo sobre el planeta al que llega Vera, sobre otras relaciones que nosotros, desde ese silencio, tenemos que construir.
El tiempo y el espacio no son los mismos del día en el que naciste, tampoco son los mismos de hace una semana.
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En noviembre de 2019 estuve una semana en Vaupés y otra en Amazonas. Estaba con Mateo, videógrafo del lugar donde trabajaba entonces, grabando unos cortos sobre la música como herramienta para prevenir el suicidio en jóvenes indígenas. De los días en Mitú me quedé con una imagen intacta: un niño de unos siete años caminando a la salida del colegio hacia el río Vaupés. En la orilla tenía amarrada una panga de madera. Se subió solo y, usando el remo con pausas indefinidas, se alejó de mi vista con el atardecer al fondo.
Una de las profesoras que estaba conmigo me contaba que hay niños que cuando se acaba el semestre de clases o cuando ya se van a graduar prefieren regresar a los resguardos indígenas con su familia a quedarse en el internado, esperando la oferta de la vida social minera: alcohol, salarios miserables, vidas solitarias y un desprendimiento cultural.
No es el único futuro posible, por supuesto, diría la profesora después de mi réplica, pero lo cierto es que la relación con el entorno, con la comunidad, es distinta donde llega “el desarrollo”. Al terminar las clases, los niños cubeo quedan en medio de dos ideas lejanas, en una especie de paréntesis. Crecer, estudiar, trabajar, producir: eso no está tan claro. Sobrevivir como indígenas estancados en el tiempo, tampoco. Por eso veía, cuando el niño navegaba por el río Vaupés, un retorno hacia un lugar seguro, aunque no permanente.
Cuando estábamos en la clínica sabíamos que habíamos cambiado, inevitablemente. Que la cuarentena, así quisiéramos creer que era una pausa o un paréntesis, nos estaba haciendo pensar en otros futuros. Vera, además de que significa luz, es un referente colectivo de fe. Tu madre y tu padre pasan por una fase liminal.
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Las malocas de los indígenas cubeo en Mitú me llevaron a los textos de François Correa Rubio, uno de los antropólogos que más ha estudiado la región amazónica y del Vaupés. Uno de sus artículos habla justamente sobre la infancia en esta comunidad . “El cuerpo es una matriz de símbolos, es un objeto de pensamiento”, dice Correa, citando a Seeger, Da Matta y Viveiros de Castro, en la introducción. Somos humanos, pensaba yo mirando a Vera, cuando aceptamos esa afectividad que no solo nos une con el otro, extraño, sino con nuestro entorno espiritual.
En la comunidad cubeo la naturaleza y los ancestros están presentes desde la primera fase del proceso de gestación. El nacimiento del bebé lo anuncia un pájaro con un canto específico que, si se oye bien, también revela si este será hombre o mujer. Los nueve meses de embarazo siempre son acompañados por el yawi, el chamán de la comunidad que conjura los alimentos, guía los ritos y observa cada paso que dan los padres para proteger al ser que crece en el vientre. La mujer, el hombre y el bebé no están solos; la historia los acompaña en forma de jaguar, de golondrina o yuca brava.
El yawi conjura el agua que tocará el bebé, el incienso que olerá y el algodón que lo abrigará en los primeros días de vida. Estos actos sientan las bases de pensamiento que van a sostener al recién nacido durante su vida. Surge entonces un “camino del pensamiento” que está ligado a los alimentos, a los rituales y a la relación del ser humano con la naturaleza. Los ritos que guían a la familia van formando la conciencia del niño sobre su identidad y alteridad. Alimentarse, caminar por ciertos senderos de la selva, todas las rutinas están precedidas por ritos previos que, en palabras de Correa, “garantizan la estabilidad del ser”. El yawi interviene en la mayoría de los actos de la vida, buscando una armonía con los ancestros y el universo.
Lo que en Occidente llamamos útero para los cubeo es una maloca que representa otra, antigua, en la que nacieron los primeros seres humanos. La leche materna también tiene otro significado y remite al árbol de los alimentos (Ãujokükü), en el que aparecieron las primeras semillas de las plantas comestibles. Cuando los ancestros lo tumbaron, se formó el río que es, a su vez, el eje del mundo. La leche materna es, entonces, un vínculo explícito con ese árbol que originó la vida. Siempre que nace un bebé nace un nieto del ancestro Ürajena y los conjuros en el proceso del parto recrean esa historia, esa relación. Esta unión de tiempos distintos a través de los rituales es a lo que los antropólogos le llaman conciencia social.
El niño que nace existe por la relación con todos los seres y espíritus que intervienen en la creación. Es por eso que la identidad se construye en comunicación permanente con la maloca ancestral. En otras palabras: el mito no está fuera del tiempo, se recrea en cada paso. Correa habla de “la vigilancia, el cuidado y el esmero con el que tratan a los niños y niñas” en la comunidad cubeo. Este, dice, “se expresa en la concentración de las más importantes ceremonias que se llevan a cabo durante ese periodo, que se proponen introducirlos en este mundo, a las relaciones con todos los seres humanos y no humanos”.
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¿Qué nos dice de nuestra relación con el entorno la pandemia del covid-19? Días antes del nacimiento de Vera leí una columna de Fernando Valladares que hablaba sobre el papel protector de la biodiversidad. Una gran diversidad de especies, explica, actúa como un huésped que limita la transmisión de enfermedades como el coronavirus, ya sea por efecto de dilución o de amortiguamiento. El Homo sapiens, recordemos, tiene amenazadas a un millón de especies.
En el texto aparece una cifra que tenemos que considerar: más del 70% de las infecciones emergentes en los últimos cuarenta años son producto de enfermedades infecciosas animales que se transmiten al ser humano. Con la destrucción de los ecosistemas y la eliminación de especies los procesos ecológicos se reducen, y en palabras de Valladares, “estamos aumentando los riesgos para la salud humana a gran escala”. No es un secreto, tampoco, que “los tamaños y densidades de población elevados aumentan las tasas de transmisión”.
Quisiera seguir con esta idea, pero tenemos que dormir. Los hábitos no son estáticos, ni siquiera algunos tan profundos, como los de la alimentación o el sueño. Tu llegada nos está cambiando.
Quizás tardamos en reconocer que somos cuerpos vulnerables y que los vínculos sociales y con la naturaleza hacen que la vida sea posible. Puede ser, también, que la pandemia del coronavirus nos está mostrando esa vulnerabilidad en un primer plano. Parece que como seres humanos ignoramos el sistema del cual hacemos parte y que estamos llegando, cada vez con más frecuencia, a límites impuestos por la naturaleza. De la escena en Mitú y de los cubeo me quedo con la idea de crear otras formas de vida. Nacer en una pandemia, como por azar le tocó a Vera, puede ayudarnos a llenar ese vacío que deja el silencio con nuevas palabras. Podemos buscar, apelando al cuidado, otros futuros posibles.
A Santiago lo encuentras en Twitter como @santiagov72.
Santiago Valenzuela A. https://ift.tt/eA8V8J
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