En el encierro, los pelos de la barba de muchos hombres parecen haber entrado en franca desobediencia. Los ya barbudos, los que en tiempos normales alardeaban de sus pobladas y peludas quijadas, de sus bigotes abundantes, parecen ahora náufragos que —a fuerza de ver pasar el tiempo sin poder pisar una barbería— podrían disfrazarse sin esfuerzo del pobre Tom Hanks olvidado en una isla o de Ragnar Lothbrok en su camino a Valhalla.
Pero la rebeldía del vello facial masculino que ha provocado este confinamiento es aún más insolente, más inesperada y, sobre todo, más visible en aquellos hombres que, siempre lampiños y bien afeitados, sin pudor nos han sorprendido en las redes sociales o en las teleconferencias de trabajo con sus caras llenas de pelo.
Después de dejarlos de ver seis o siete semanas, estos hombres (el amigo al que siempre se le condenaron los cuatro pelos que le salían cual Cantinflas en el bigote, el decano siempre tan serio, el ejecutivo de cuenta tan formal en su vestir) aparecen públicamente con otra cara: una trasformada por el paso del tiempo reflejado en cuántos pelos han empezado a poblarles el rostro.
¿Por qué todos se dejan crecer la barba? ¿De dónde viene este impulso colectivo masculino de dejar a su libre albedrío esos vellos siempre gobernados por las demandas diarias de la rasurada? ¿Es tan molesto afeitarse que en cuanto pudieron y estuvieron confinados, los hombres les declararon la guerra a las rasuradoras?
Hace más o menos una década atrás, en 2008, en plena crisis financiera y con el movimiento Occupy Wall Street palpitando en el corazón financiero de Nueva York, el mundo asistió a un resurgir igual de inesperado de las barbas, no necesariamente en las redes sociales y en las pantallas, pero sí en los ambientes laborales más tiesos y severos.
El Wall Street Journal hacía artículos de cómo, sin que ningún cazatendencias pudiera vaticinarlo, las bolsas de valores, los bancos, las oficinas de los altos ejecutivos se estaban llenando de hombres barbados y nadie levantaba una ceja de sorpresa. Los escenarios que siempre habían desterrado cualquier posibilidad de que los hombres manifestaran su singularidad a través de su barba ahora parecían abrirles sus puertas a ejecutivos que podían tener pelo en su cara y no ser, como en otros tiempos, vistos como comunistas, filósofos sin trabajo o hippies mal vestidos.
Esta insurrección del bello facial que se instauró en los ambientes de oficina, según lo estudiarían en los años venideros los expertos, se debió a la mella que habían dejado las protestas en las calles del centro financiero neoyorkino lleno de hombres que habían perdido su trabajo y de estudiantes que no podían pagar sus préstamos y que, al vivir ahí en precarias carpas, habían dejado que la naturaleza hiciera de las suyas con la barba.
Tras eso, quedó sembrada la necesidad colectiva de un cierto ablandamiento en las formas en las que los ejecutivos trabajaban con nuestro dinero, una necesidad simbólica de humanización de las finanzas. Los hombres barbados, los hípsters que inundaron las oficinas, nos empezaron a parecer más cercanos y, fuera de todo pronóstico, más fiables.
Las barbas de la cuarentena, o el covid-beard, como ya las han bautizado los gringos, siempre tan proclives a crear conceptos que le funcionen al marketing, no parecen, sin embargo, proceder de la herencia de ninguna protesta. No es una manera deliberada “de cambiar la imagen anticuada del profesionalismo”. No. Esta barba parece a todas luces apelar más a una trasformación (¿revolución?) personal.
“Nunca me había dejado la barba porque siempre había sido muy consiente de que no era una barba pública, normada; al contrario, siempre era una mugre que había que quitar y que cuando no me quitaba me hacía parecer sucio y desgarbado. Nunca había tenido la oportunidad de tener los suficientes días para que eso no me importara y realmente entender qué había ahí. Ser testigo de cómo se expresaba la barba en mí”, explica el periodista Juan Camilo Maldonado, quien desde el encierro —hace más de cincuenta días—, se dio el permiso de que sus vellos párvulos, desordenados como si fueran formados por un algoritmo creado por Jackson Pollock, crecieran y crecieran sin el escarnio del ojo público.
Las respuestas de otros hombres coinciden: han tenido tiempo. Han tenido tiempo, sobre todo, para ver cómo son sin el ojo escrutador del público testigo, para contemplarse sin juicio y ver sus caras mutar día tras día. “Para mí ha sido la oportunidad de probar algo que siempre me había preguntado si me gustaría o no, pero al no tener tiempo y al no saber cómo iba a quedar, pues nunca intentaba”, confiesa el diseñador Sebastián Carvajal.
“Solo ahora que no visito clientes y estoy encerrado en la casa me dio por dejármela, en principio, por pereza de afeitarme, pero también porque quería salir de esa duda que toda la vida me había acechado: ¿qué pasaría si dejara crecer esos cuatro pelos que siempre me quitaba en cuanto se asomaban? Luego, mi esposa me vio por fin con pelos en la cara y ya no quiso que me quitara la barba”, confirma Óscar Buitrago también desde el encierro.
“El contacto entre personas es limitado y está bajo control, y se puede controlar quién te ve y quién no te ve”, explicó en entrevista a medios Kim Johnson, profesor emérito de la Universidad de Minnesota especialista en psicología de moda. “Así que es un buen momento para experimentar con los cambios de apariencia y al estar en cuarentena durante meses, las apariencias podrían volver a ser lo que eran anteriormente y nadie lo sabría”.
Pero la proclama de esas barbas nuevas e inesperadas que a todos nos acechan en las stories o en las conferencias de teletrabajo pueden ir incluso más allá del desafío personal a las estrictas normas de la apariencia que, sin ser muy visibles, también operan sobre los hombres y, muchas veces, minan su confianza.
Estos nuevos hombres peludos y esos otros que se regodean en sus barbas infinitas pueden estar también mandando un mensaje inconscientemente: el de que son recios, que son fuertes para superar esta crisis, que están hechos para sobrellevar la adversidad.
Estudios en psicología sostienen que tanto hombres como mujeres suelen percibir a los hombres con barba como mayores, más fuertes y más agresivos. El mismo Umberto Eco en su Historia de la fealdad traza una relación muy cercana de cómo el hombre peludo siempre estuvo ligado a lo fuerte y lo demoniaco. Así que no debería extrañar a nadie que detrás de esas indiscreciones estilísticas que el covid-19 ha provocado haya una invocación a atributos que pueden parecer como necesarios en tiempos de amenaza.
Como lo confirma Christopher Oldstone-Moore en su libro Of beards and men, la barba ha estado siempre asociada a los grandes guerreros de la antigua Grecia y de la Edad Media. Y como lo han dejado claros los archivos históricos, hasta la Primera Guerra Mundial la barba fue una de las grandes herencias estilísticas de los soldados que, por ejemplo, en las guerras de Crimea, inspiraron a cientos de hombres de la Inglaterra victoriana a llevarlas con orgullo. Así, la barba relacionada siempre al hombre más recio, al vencedor en situaciones precarias como la guerra, podría estar resurgiendo de mano de estos novatos del pelo que están experimentado epifanías estilísticas con su barba.
“Los hombres ahora dicen ‘soy alguien nuevo. Ya no soy el que solía ser’”, le explicó Oldstone-Moore a la revista Wired equiparando el fenómeno del covid-beards con casos como los del conductor de televisión David Letterman o el político Al Gore, quienes después de largos periodos de ausencia pública y distanciamiento, resurgieron con sendas barbas que inquietaron a los televidentes y que dejaron gravitando un mensaje: “he estado ausente, pero nunca me he ido”.
Lo cierto es que, mientras tantísimos hombres se están dejando crecer la barba, lo que la norma higiénica sugiere es que todos deberían estar más bien rasurándose por completo, al ser la barba un lugar privilegiado para el contagio, sobre todo en presencia de un virus relacionado con las vías respiratorias. Pero está claro que al ser la barba uno de los pocos lugares de creación que tiene el hombre para jugar con su propia apariencia, la consigna de esos que desobedecen a la ciencia y dejan que sus caras se pueblen de pelos mientras una pandemia acecha puede ser: ya que no puedo controlar nada con el virus, al menos déjenme controlar lo que por fin puedo: ¡mi barba!
Chica Polvo https://ift.tt/2WyFyJZ
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