El coronahambre es el renombre popular de la pandemia en muchos lugares del mundo, y Venezuela no es una excepción. El virus asusta, pero no tanto como sus consecuencias. La cuarentena obligatoria es un paréntesis que está provocando ansiedad, incertidumbre y empobrecimiento a los más vulnerables.
El virus toca o no toca. Es cuestión de suerte, prevención y autocuidados. Pero la pobreza es una apuesta segura en sociedades maltrechas de antemano como la venezolana, con un 60% de la población que vive de la economía informal y de salir a la calle cada día para sobrevivir. Del “rebusque”, como llaman aquí a ese “resolver” la vida diaria.
El salario mínimo mensual en Venezuela es uno de los más bajos del mundo. Nicolás Maduro lo acaba de subir y aún así no supera los cuatro dólares al mes, que alcanzan apenas para dos paquetes de arroz. Es una burla. Sobre todo, porque no es una excepción en la nómina de unos pocos. Millones de venezolanos ganan salarios mínimos en bolívares, la moneda nacional, completamente devaluada por la inflación galopante respecto al dólar.
El Banco Mundial estima que una persona es pobre cuando gana menos de 1,90 dólares al día. Las cuentas sencillamente no salen en el país caribeño, sobre todo porque los precios de todo y el costo de la vida se asemejan cada vez más a los estándares de cualquier país del primer mundo.
Venezuela es una montaña rusa en movimiento de un desastre tras otro, un loop de círculos viciosos donde el drama se repite y la política marca el destino de un país quebrado y dividido en dos. El mareo y el vómito son inevitables durante el viaje, sobre todo por el odio que rezuman las partes. Venezuela es un país de sangre, mercenarios, piratas y ladrones. Supervivencia en la isla del señor de las moscas del Caribe.
Frente al teatro de los de arriba, de quienes saquean su riqueza o viven de la corrupción, la tierra venezolana esconde historias de vecinos anónimos que están acostumbrados a vivir en una guerra no convencional desde hace años, y el coronavirus es solo una prueba más.
Venezuela es una crisis permanente: sin agua corriente, con apagones de luz que duran días en algunas zonas del territorio, sin medicinas, con un sistema de internet y telecomunicaciones que ocupa el peor puesto del continente latinoamericano, con unos servicios públicos completamente deficitarios y con el precio de la comida muy por encima de las posibilidades de casi todos. El primer día de cuarentena oficial nadie suspiraba en la calle atemorizado frente a la incertidumbre.
Ese primer día “atípico” era un lunes de mediados de marzo (como para casi el resto del planeta) y la rutina fue la de cualquier lunes de hastío. Mercados y comercios abiertos, gente yendo a trabajar con vieja normalidad hasta recibir instrucciones más concretas de sus empleadores; y muchos venezolanos, desde el primer momento, con mascarillas por la calle.
Acostumbrados a las emergencias y a las contingencias de lucha, la mayoría actuó sin prisa ni histeria y no se apreciaron compras nerviosas en los supermercados. En Venezuela no faltó el papel higiénico cuando se decretó el estado de alarma porque los venezolanos han aprendido a base de golpes y hambre que no sirve de nada llenar la despensa o la estantería del cuarto de baño el primer día. Tampoco son muchos los que pueden comprar “de sobra”, tirando de ahorros inexistentes. Pero ese ya es otro relato.
Ante la ausencia de Estado, ocupado en sus grescas políticas y rentabilizando la cuarentena en el momento más oportuno para sus intereses, desde el comienzo del aislamiento los problemas de escasez de gasolina se agravaron en el país y en estos momentos el desabastecimiento es la tónica. Levantar el confinamiento sería un suicidio (otro) político ante la amenaza de un nuevo Caracazo en las calles (el Caracazo fue el levantamiento popular contra el presidente Carlos Andrés Pérez en 1989 tras la imposición de un paquetazo económico. La ausencia de combustible y la situación económica son una olla a presión de nuevas protestas sociales).
Ahora sencillamente no hay gasolina y el país no puede moverse. Literalmente. Imposible levantar una cuarentena así, cuando casi la única opción para recargar el depósito es comprar la gasolina en el mercado negro a dos o tres dólares el litro, muy por encima del mercado internacional e imposible para la mayoría de los bolsillos venezolanos.
Sin un Estado eficiente son los venezolanos los que demuestran una organización popular entre barrios que asusta por la magia de una improvisación solidaria que en realidad tiene callo, y que contribuye a la perfección de la cuadratura del círculo. Venezuela no muere por la resiliencia de los que se quedaron a pesar del éxodo masivo de los últimos años.
Son los verdaderos revolucionarios, bolivarianos o no.
Natalia es una colombiana que lleva más de una década en Venezuela. Tiene treinta y siete años, es bailarina y una de las principales impulsoras de la comuna de La Minka, un espacio autogestionado en el popular barrio caraqueño de La Pastora. En La Minka son chavistas y comenzaron su andadura en lo “comunal” siguiendo el mandato del fallecido expresidente Hugo Chávez. Saben que el país está mal, pero ellos han conseguido crear su micromundo intramuros y funciona.
En La Minka, una veintena de personas capitaneadas por Natalia trabaja en función de favorecer un espacio comunitario que dé respuesta inmediata a las necesidades básicas del vecindario. Una de las joyas de su corona es la panadería. Abre cada día a las cuatro de la mañana, también en cuarentena (más aún en cuarentena).
Sus hornos no descansan porque tienen demasiada responsabilidad. Cada día venden unos 600 panes a precios solidarios, por debajo del costo en la calle, generalmente al alza diaria debido a la inflación especulativa que los comerciantes aprovechan en su beneficio. El pan es casi un símbolo de lucha para esta comunidad, algo así como una metáfora de su dignidad. Dejar de amasar durante el confinamiento sería dejar sin lo más básico a un montón de vecinos que lo comen con angustia y sin relleno solo para engañar al estómago con el empacho de la miga y los hidratos.
Natalia supervisa los hornos con sus dos hijas pequeñas colgándole: la más chica de los brazos y la otra de la falda, que agarra fuerte con su mano derecha mientras camina por el suelo lleno de harina. Apenas son las diez de la mañana cuando Natalia sale de la panadería con las pequeñas y se dirige al huerto comunitario de La Minka.
Natalia es una convencida del legado chavista y por eso se quedó en Venezuela y por eso educa a sus hijas en los valores de solidaridad del “socialismo del siglo 21”. Cree en lo que algún día fue una alternativa y defiende lo que quedó de un Chávez pop y carismático con argumentos políticos manidos: que si el imperialismo, el bloqueo, los ataques de la mediática.
“El huerto es mi bebé”, explica mientras arrastra hasta allí a las dos pequeñas, que llevan sus minimascarillas de tela enrolladas en el cuello y luchan para quitárselas sin éxito.
El espacio del campito urbano de la comuna es el interior de una casa abandonada que, según Natalia, La Minka compró con el objetivo de recuperarlo y reconvertirlo: “queríamos hacer un huerto y sembrar, sembrar, sembrar todo lo posible. Estoy convencida de que hay que producir por nuestra cuenta y no depender de lo que hay o no hay en el mercado afuera, ni de sus precios imposibles”.
Un año después de su compra el espacio es impresionante. Hay caraotas, plátanos, rábanos, aliño verde, cebollín, ají, limones, tomates, pimientos, melón y más. Al fondo hay dos cabritos atados a un árbol junto a un cobertizo con varias jaulas con conejos.
“Estamos empezando con los animales, pero por el momento es un experimento. Queremos hacer queso de cabra y aprender a criar conejos para garantizar la proteína de los vecinos en los platos de comida”, explica Natalia. “Con la pandemia estamos más ocupados que nunca. Mucha gente que no puede salir a trabajar y vive al día con empleos informales está desesperada. Si no sale a la calle y no vende no come, así que estamos usando todo esto para hacer almuerzos diarios y repartirlos entre la comunidad”.
La cadena de favores de la burbuja de La Minka es aplastante. Son muchas las familias que por la cuarentena no están pudiendo salir a trabajar y que están necesitando ayuda, así que Natalia ha buscado un espacio grande para cocinar para muchos con la comida del huerto comunitario y los alimentos no perecederos que recogen del CLAP (Comités Locales de Abastecimiento y Producción), las cajas de comida subsidiada por el gobierno de Nicolás Maduro que comenzaron a repartirse en 2016 durante los peores años de la crisis.
Es economía de guerra en cajas de cartón que salvan literalmente a millones de venezolanos de morir de hambre, aunque el menú diario sea pasta con frijoles o pasta con lentejas para almorzar y cenar; todo de una calidad dudosa. Qué importa.
Todos esos alimentos los recibe en su cocina la señora Josefina cada mañana muy temprano. Se los llevan los muchachos de la comuna en sus motocicletas y alguno, incluso, se queda con la doña para ayudarla en los fogones. Josefina es viuda, tiene setenta y seis años y desde que comenzó el confinamiento está cocinando almuerzos para un centenar de personas cada día.
“Nunca lo había hecho antes, pero me di cuenta de que mi cocina era suficientemente grande para lo que Natalia necesitaba y me dije: “¿por qué no?”. Así mato el tiempo”, cuenta, y se ríe, con los ojos achinados detrás de sus gafas transparentes como disculpando su proeza. “Con esto del coronavirus hay mucha gente que ha empezado a venir y a preguntar por los almuerzos. Cada día más”, explica.
En una cazuela de dimensiones tiranosáuricas Josefina mueve con tiento el arroz blanco. En otra olla de metal está sancochándose el plátano maduro para hacer “tajadas” a posteriori, acompañamiento venezolano por excelencia en cualquier almuerzo que se precie; y en la mesa del centro de la cocina hay varios recipientes con caraotas negras aliñadas, listas para engullir. “Ahora voy a preparar una carne mechada y ese será el menú del día. Es más o menos lo mismo todos los días pero voy cambiando la carne por lo que tenga: pollo, lentejas, unas sardinas”, dice Josefina.
La escena es oro puro. Los restaurantes están cerrados por el encierro y solo sirven comida, carísima, para llevar o con servicio delivery. Josefina prepara almuerzos nutritivos sin aspavientos, rellena los tupper ware de las familias beneficiadas con raciones generosas y los mismos muchachos que cada mañana llegan temprano con los productos frescos vuelven al mediodía para hacer el reparto casa por casa en sus motocicletas o caminando.
“Las familias traen sus tupper durante la mañana. Escriben su nombre y dirección en el recipiente, ¿ves? Yo los relleno con buena cantidad cuando la comida está lista y los voluntarios de La Minka hacen el reparto”, explica Josefina. Siempre respetando el distanciamiento social. Por eso nadie va a la cocina a recoger su almuerzo. El almuerzo va a ellos a través de este sistema precario de reparto que funciona a la perfección.
Después de servirles a todos y de entregar el último tupper, Josefina se sienta sola y almuerza una ración con las sobras.
No muy lejos de allí, a unas cinco cuadras de los fogones de Josefina, Mayra y Laura están cosiendo mascarillas de tela en un pequeño taller improvisado en casa de la primera. No son costureras profesionales, pero saben cómo hacerlo y les gusta. El uso del tapabocas es obligatorio en Venezuela desde el primer día. Todo el mundo debe llevarlo para salir a la calle o para cualquier actividad excepcional que requiera contacto humano.
Pero casi desde la primera semana las mascarillas se agotaron en las farmacias y cuando se encuentran, sus precios son insostenibles. Por una sola mascarilla quirúrgica los comerciantes están pidiendo hasta tres y cuatro dólares, casi el equivalente al salario mínimo mensual. Las calles del país se han convertido en un festival improvisado de ingenio, colores y formas sobre las caras de los transeúntes. Mascarilla sí, pero con gracia.
Y eso tratan de hacer Mayra y Laura mientras cosen en su taller. Utilizan telas de colores vistosos o reciclan ropa vieja que tienen en casa y que ya no utilizan para darle una nueva vida a sus estampados.
“Nos dimos cuenta los primeros días de la cuarentena de que había mucha gente por la calle que no llevaba puesto el tapabocas porque no podía comprar uno. Y eso es un peligro para todos, para ellos y para los demás”, explica Mayra con el tintineo de las máquinas de coser de fondo. “Enseguida llamé a mi amiga Laura, que además es mi vecina, y nos pusimos manos a la obra en mi casa. Hacemos unas cien mascarillas al día y luego salimos a la calle y las repartimos”.
Los tapabocas de Mayra y Laura ya se han hecho famosos en el barrio por su originalidad. Ahora hasta reciben encargos y tratan de personalizar la mascarilla a gusto del consumidor. Todo, por supuesto, absolutamente gratis.
El doctor Bruno es el marido de Mayra y de repente asoma su bata blanca por el taller de las mujeres. Es médico de familia general y llegó a Caracas hace más de treinta años desde Maracaibo, una ciudad al occidente del país, en el Estado Zulia. Es la capital petrolera por excelencia de Venezuela.
Una ciudad con poco que ver o hacer. El calor infernal que soporta durante todo el año no es apto para todos los públicos, mucho menos para los forasteros, que son cada vez menos debido a la crisis. El Zulia es uno de los stados más castigados por la situación del país y sufre cortes de luz diarios de hasta doce y trece horas. Sin luz no hay aire acondicionado.
Bruno entra para despedirse. Se va al consultorio. “Adiós, amor. Volveré a la hora del almuerzo”. Abrió su pequeño espacio médico hace tres décadas con dinero de su bolsillo que ahorró a base de mucho esfuerzo y ahora, durante el confinamiento, continúa abierto con todas las medidas de seguridad para dar servicio a los vecinos que llegan angustiados por la pandemia y que no tienen otro lugar adonde ir.
Bruno les atiende y, a falta de test de diagnóstico del COVID-19, les hace pruebas de hematología para determinar su nivel de leucocitos y descartar así la enfermedad, o al menos estimar un posible positivo o lo contrario. Lucha cada día contra la carencia de medicamentos y las dificultades para poder dar un servicio de calidad.
En el mismo barrio pero a unos veinte minutos caminando del consultorio de Bruno está el condominio de Marisela y Belkys. Las dos mujeres son vecinas y amigas, y viven allí desde hace años. Toda la vida casi. Se están tomando la cuarentena muy en serio porque el virus les da miedo. No salen salvo una vez a la semana para comprar comida y lo estrictamente necesario. Y tampoco dejan salir a sus hijos o nietos que llevan casi dos meses encerrados a pesar de la flexibilización de la cuarentena que Maduro implementó las últimas semanas.
Ambas mujeres encabezan un grupo de féminas fuertes y feministas (sin saberlo, porque lo del “feminismo” y el “MeToo” es demasiado mainstream y moderno para ellas) en su edificio. Son solteras, viudas o divorciadas, han sacado adelante a sus hijos y continúan haciéndolo con el resto de la descendencia. Todas viven de sus trabajos informales: limpian casas, venden esto o aquello, o cosen o remiendan lo que se les ponga por delante… Ahora no ganan nada, no tienen ingresos, así que han establecido un protocolo de sororidad admirable.
Lo que una cocina, lo comen todas. Y si una tiene dos paquetes de arroz lo intercambia con la otra por uno de pasta o de caraotas. La Harina Pan, una de las marcas de maíz precocido más utilizado, la masa clásica para hacer las tradicionales e indispensables arepas que los venezolanos comen a todas horas, se ha puesto carísima; y el otro día, a una de las vecinas-amigas-feministas no le pasó la tarjeta de crédito cuando fue a comprar una al mercado. Fondo insuficiente.
Subió a casa y se encontró a Marisela por las escaleras del condominio. Le contó casi con lágrimas en los ojos por qué volvía con las manos vacías, y Marisela la invitó a comer a casa enseguida. Tampoco ha podido comprar últimamente Harina Pan, pero ha sustituido el maíz blanco por la yuca, mucho más económica, y ahora, en casa, desayunan y cenan arepas de yuca.
“A Diego (el hijo de Marisela, de once años) le encantan. Me dice: ‘mamá, no echo de menos la Harina Pan’”, explica la doña orgullosa, que también ha empezado a hacer nuggets de lentejas (las lentejas son baratas y además vienen en la caja CLAP) y salchichas de sardinas. Las sardinas las están vendiendo en el barrio a precios muy accesibles y últimamente hay sardinas para todos y todas. El cerdo es otro cantar.
Un privilegio post pandemia, quizá.
Esther Yáñez https://ift.tt/2xYmrRc
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