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viernes, 15 de mayo de 2020

Aún no sé usar Tik Tok, pero aprendí a venirme a chorros

Muchos han aprendido algo útil en la cuarentena. En menos de dos meses mi amiga Arita pasó de casi estallar una olla presión preparando fríjoles a darnos unas jugosas costillas al horno y una lasaña increíble. En Twitter parece que todo el mundo aprendió a hacer torta de banano. Otros aprendieron a doblar audios estúpidos y a hacer coreografías en Tik Tok. Y yo: aprendí a venirme a chorros.

Alguna vez creí que la eyaculación femenina era un efecto del porno vintage, algo surreal, como los implantes de pene de casi un metro que se usaban en los noventa. Ya luego en realidad no me interesé en eso, porque era lo suficientemente promiscua para saber que no era común y que si quería lograrla tenía que tener más sexo del que ya tenía, lo que me haría parecer más perra de lo que ya era para la gente. No pensaba mucho en la masturbación, creía que el placer sexual lo garantizaban el roce de los cuerpos y un pene grande dándome muy duro en la vagina.

Hace un par de años, cuando vivía en Medellín, conocí a un extranjero por Tinder. Hice match con un hombre de unos cuarenta años, médico de la cabeza y la nariz, que nació y vive en España. Quise ser un tanto menos fácil, pero esa era su última noche en Colombia y yo llevaba varias semanas sin follar, así que me fui a su hotel un par de horas después del match. Por esos días mi nombre ya sonaba como el de “la periodista que se hizo actriz porno” y él lo sabía; eso me dio la confianza de seguir porque si aparecía picada en trocitos por lo menos sería un caso público que le diera algunos dolores de cabeza al españolete.

Era guapo, inteligente y respetuoso. Charlamos y reímos un rato en el sofá de la habitación, pero se veía realmente cansado. Ese día había recorrido muchos lugares turísticos de Medellín, era su última jornada de viaje de varias semanas en Latinoamérica. Cenamos allí mismo y cuando creí que era mejor irme y dejarlo descansar, con la promesa de quizás cogernos en otro momento u otro país, me llevó a la cama y comenzó a besarme.

Hubo lo que parecía una erección, así que me puse sobre él y comencé a moverme aún con ropa. La erección se fue. Seguimos tocándonos como dos esposos en la monotonía de la monogamia, hasta que nuevamente su pene intentó ponerse duro. Mi ilusión no duró más que unos pocos segundos.

Él tenía derecho a estar cansado, pero yo me había depilado, maquillado y puesto linda para ver a un desconocido que me hiciera el favor de romperme la cuca. Tuvimos un tercer intento. Esta vez puse con prisa el preservativo; estaba muy animada porque se veía un pene grande, pero nuevamente no duró más que unos segundos. Cuando ya creí que era hora de ir pidiendo un taxi, metió sus dedos muy largos por mi vagina y empezó a masturbarme con fuerza. Tuve rabia por unos segundos; pensé que al sentirse impotente quería masturbarme sin control hasta lastimarme por la falta de lubricación.

Cuando levanté la cabeza para pedirle que parara, que no me estaba gustando, vi salir de mi vulva un chorro de agua muy alto que quizás superó los 80 cm de altura. Entendí lo que pasaba y entonces volví la cabeza a la almohada y me concentré en reconocer las sensaciones que llegaban. Él siguió con fuerza mientras otro chorro salía y yo sentía como si hubiese podido orinar después de aguantarme por mucho tiempo, pero todo venía de un lugar diferente a la vejiga. Sentí una sensación diferente a lo que creía era el placer, más como una plenitud que venía desde el vientre, que estallaba como un pequeño riachuelo represado que finalmente encuentra su cauce y se lleva casas, puentes, árboles y todo lo que encuentra por delante.

Esa era mi historia de siempre contar sobre el squirt. Más adelante me vi en Barcelona nuevamente con él; estaba otra vez cansado por algunas cirugías que había hecho ese día. La penetración tampoco se dio en esta ocasión, pero esa noche la cama volvió a hacerse agua.

Cuando estuve de regreso en Colombia tuvimos varias videollamadas en las que me explicaba cómo tocarme para lograrlo. La verdad es que me daba mucha pena que un hombre me enseñara cómo darme placer; pero bueno, asumí que tenía una habilidad especial gracias a sus manos precisas de cirujano. Luego dejamos de hablar y mi squirt se convirtió nada más en el recuerdo del hombre que me había dado más placer en el mundo sin siquiera penetrarme.

Hice videos porno en varios países y conocí a actrices que dejaban el set inundado y oloroso. Otras solo se orinaban encima de los actores pero el público se comía el cuento entero de que había sido un squirt real. Para una de las escenas que hice me pusieron una botella llena de agua detrás del culo y dejamos salir el líquido mientras el actor me metía sus dedos con fuerza por la vagina y me mantenía recostada contra la pared. Todos comentaron que ese squirt me había salido muy bien.

Yo deseaba volver a eyacular, pero ni siquiera las manos de algunos actores porno veteranos lo lograron; tampoco sus penes. En la nostalgia del recuerdo escribí un relato en el que recreé eso que soñaba. Fantaseé un poco con la idea de estar en una cabaña con un hombre desconocido, grande y peludo que me sentaba en la mesa de la cocina y me sacaba chorros de agua de la vulva mientras llovía y olía a leña. La editora me había pedido un relato para celebrar el gozo del cuerpo y yo no conocía uno mayor al squirt.

Más tarde en un rodaje porno pasó algo que me impactó lo suficiente como para perder el apetito sexual por casi un año, y me olvidé del placer. No quería verme desnuda, ser mirada o tocada, así que tampoco pensaba en penetraciones simples y mucho menos en una mano dentro de mi vagina intentando hacer milagros. Fue un año de receso sexual.

Cuando mi trauma estuvo superado y empezaba a sentir apetito sexual de nuevo, tuve la intención de viajar a dar unos shows y quizás grabar un par de escenas de penetración. Cambié de ciudad con el afán de otros aires, pero también con la seguridad de que en ese cambio volvería a tener una vida sexualmente activa porque estaría cerca de mucha gente afín a mis intereses. Mi vida sexual auguraba muchas pieles, sudores, cuerpos y genitales femeninos y masculinos. Entonces llegó la pandemia y me obligó a estar sola. Asumí que mis planes sexuales se reducirían al vibrador fucsia al que mi vagina ya se acostumbró.

Sin embargo, desde el inicio empezaron a llegarme propuestas comerciales con sexshops. Las mujeres estaban encerradas en casa comprando vibradores y necesitaban una “influenciadora” que les sugiriera cuál comprar; también los hombres necesitaban videos de mujeres usando vibradores. Mi trabajo de cuarentena estaba más que planteado: debía masturbarme mucho y grabarlo todo.

Comencé con un Satisfyer negro en forma de Hitachi, un vibrador para el clítoris con mucha potencia y una zona bastante amplia que recubre casi toda mi vagina; me gusta mucho más que los vibradores de cabeza pequeña que no alcanzan a recubrir nisiquiera el clítoris. Lo usé por más de diez días completamente satisfecha, pero mi deseo sexual aumentaba a diario tanto que empecé a notarlo insuficiente. Necesitaba algo más que estuviera adentro.

Una noche tomé entonces un dildo de goma negro de unos 15 cm y completé la masturbación. Para mis usuarios se veía muy bien un vibrador en mi clítoris y el pene negro y venoso de goma dentro de la vagina. Cuando venía mi orgasmo por el clítoris lo único que hice fue aumentar la velocidad de mi brazo en las penetraciones con el dildo y luego sacarlo. Sentada en el borde de la silla de mi escritorio, sentí que mi vagina pedía espacio: algo dentro tenía que salir, debía parir líquido agridulce que bautizara el rostro de hombres vírgenes. Volví el dildo dentro de mi vagina y seguí con la intensidad del movimiento de mi mano, ya sin el vibrador en el clítoris, y sentí cómo de nuevo venía un chorro potente que desde el inicio se alzaba como una manguera de bomberos conectada a un hidrante. Dos veces más con menor intensidad y ya una última vez con solo un par de gotas.

Estaba muy impresionada, pero pensé que sería solo un suceso más. Estaba orgullosa de mí, ese logro significaba más que el cartón de periodista que nunca quise recibir. Me levanté bastante mareada y limpié el piso. Había un charco que no podía ocultarse con un poco de papel o unas toallas. Fui por el trapero. En realidad era mucho líquido. Esa noche acabó el insomnio de la cuarentena. Llevaba quizás quince días quedándome dormida en la madrugada, pero esa vez caí en cama a eso de las nueve de la noche. Desperté feliz, ligera, enérgica como una modelo fitness que todos los días desayuna granola y sonríe todo el día.

Hacia la tarde repetí, con la intención de solo tener un orgasmo a través del clítoris, pero cuando acabé me sentía incompleta. Faltaba algo, como un sorbo de leche tras comer una galleta de chocolate. Me acomodé en la silla, introduje el dildo negro de goma y ahí inundé el escritorio, el piso y la misma silla. Era la segunda vez que salía tan bien que ya no parecía solo cuestión de suerte.

Lo volví costumbre por una semana entera hasta que la hinchazón de mi vagina era tal que no cabía en ella ni un dedo lubricado. Sentí cólicos por un día, me preocupé, pensé en mi amiga de España que se penetra con un bate de béisbol y me dice que a veces le duele después de tantos squirt, así que me prometí no hacerlo tan seguido. Pero al día siguiente ya no estaba inflamada, entonces volví a la silla del escritorio y lo intenté de nuevo. Esta vez sin la necesidad de estimular el clítoris primero.

Noté que para lograr un squirt en mi caso solo es necesario que unos cuantos centímetros penetren con intensidad la parte frontal de mi vagina por un momento, a veces no más de ochenta segundos. El squirt proviene de las glándulas de Skene, que están a los lados de la vagina y al momento del orgasmo se disparan por la uretra. Ni la promiscuidad ni la actuación porno me enseñaron lo que la pandemia pudo enseñarme. Hubiera agradecido que en la clase de educación sexual a los trece años me contaran que podía eyacular como los hombres, pero agua en vez de leche.

La silla ahora está manchada y siempre permanece mojada, es muy probable que deba cambiarla este mes. Compré una caja de dulces de guayaba para reponerme cada vez que me da mareo y el trapero permanece a la entrada de la habitación. Agradezco a la vida que puso en la cuarentena este nuevo don en mi camino y no me llevó a aprender coreografías para Tik Tok ni hacer tortas con bananos podridos.

*En el mundo del porno Alejandra Omaña es conocida como Amaranta Hank. La encuentras en Instagram como @amaranta.hank y en Twitter como @AmarantaHank.

Alejandra Omaña* https://ift.tt/eA8V8J

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