Artículo publicado originalmente por VICE España.
La cuarentena y el confinamiento han generado algunas nuevas realidades y entre esas nuevas realidades está la modificación de nuestra concepción de/relación con determinados objetos o personas. Así, tras más de 50 días de encierro nos hemos dado cuenta de lo importante que es tener en casa unas pilas, una bombilla de repuesto, esa cosa tan antigua que es la caja de los hilos, una maquinilla para cortar el pelo o una batidora. Además, es probable que también hayamos caído en cuenta que queremos más o menos de lo que pensábamos a nuestra pareja o en lo poco que llamábamos a nuestros padres y nos hayamos vuelto locos con la cantidad de sonidos que se producen en nuestro edificio y en los que no habíamos reparado nunca.
Nuestra relación con los objetos y el mundo físico que nos rodea —el modem del wifi, el marco de la ventana, la mesa que antes estaba llena de trastos y se ha tenido que convertir en escritorio de oficina— se ha visto modificada sustancialmente, con especial incidencia en dos casos: nuestras casas y nuestros teléfonos móviles.
Las primeras porque han pasado de ser una sede física más en la cual almacenar cosas, cenar, dormir y organizar un after de vez en cuando a convertirse en nuestro refugio. Los segundos porque se han tornado a la vez en nuestro bien más preciado, nuestra única herramienta de conexión posible con el mundo y nuestra cruz, nuestra absoluta condena.
De usar nuestro móvil de manera compulsiva, acariciar su pantalla durante horas y ponernos nerviosos si lo perdemos en alguna parte de la casa, para luego encontrarlo entre la cama y la pared, pasamos de pronto a querer aventarlo, a la ira y el odio cuando nos entra la tercera videollamada del sábado y apenas son las 14:00 horas. O cuando vemos esos más de 50 mensajes sin leer ni responder en cada grupo, lo que por —como mínimo— cuatro grupos son, en total, 200 mensajes sin leer ni responder.
Durante esta cuarentena hemos desarrollado con nuestros celulares eso que se ha convenido en llamar 'relación tóxica' y que se caracteriza por una serie de claroscuros en los que media la dependencia física y emocional. Una dependencia física y emocional que realmente ya teníamos desarrollada pero que, como ha ocurrido con otras realidades, la crisis sanitaria que estamos viviendo ha hecho que se manifieste con toda su gravedad. Que la asumamos, vaya.
En esa escalada de toxicidad en nuestra relación con el móvil han intervenido varios factores. El primero de ellos, que probablemente pasemos más tiempo que nunca mirando pantallas: la tele para las noticias, la computadora para el trabajo, la tablet para las cien videollamadas diarias. El segundo, que no hay excusa ni escapatoria para no responder al WhatsApp o a los DM de Twitter o Instagram y que, al parecer, cualquier momento debe ser bueno para hacer una videollamada. Antes, si dejábamos en visto a alguien, podíamos decir que habíamos estado muy ocupados o que habíamos tenido un día de locos. Ahora parece que no responder un WhatsApp al instante es aún más sacrílego que nunca, porque asumimos que estar en casa es, necesariamente, no hacer nada, quedar libre y disponible de tiempo completo. Por qué asumimos eso es otro asunto interesantísimo, pero no el tema que hoy nos ocupa.
Lo que nos concierne hoy es que el derecho a dejar en visto es uno —otro— de los derechos que hemos visto vulnerados con la declaración del estado de alarma. Y en este fenómeno también convergen varios factores. Es probable que, al contrario de lo que pensabas, durante la cuarentena te haya dado más pereza que antes hablar por WhatsApp y es probable que eso te haya ocurrido porque es aburridísimo tener la misma conversación con varias personas simultáneamente y en bucle: "¿Y por qué no nos hacen la prueba a todos?", "¿Y tú cuando crees que acabará?", etc.
También es probable que te haya ocurrido porque, como explicaba la psicóloga Inés Bárcenas en relación a por qué diablos no nos da tiempo de hacer nada si estamos confinados, los tiempos de transición entre tareas han dejado de existir. Era en esos tiempos de transición —el transporte público, esperar a que llegara alguien con quien habías quedado...— cuando, con frecuencia, leíamos y escribíamos en WhatsApp. Si a eso le sumas que estamos más ansiosos que nunca, que nuestra estabilidad emocional está haciendo malabares desde hace demasiados días y que tener una retahíla de mensajes sin responder no ayuda pero tampoco ayuda ponerse a responderlos, más el hecho de que se haya implantado como regla social no escrita el imperativo de contestar esos mensajes ipso facto, tenemos como resultado: una relación tóxica. Tóxica total.
Pero al César lo que es del César: la tecnología ha sido, más que la crisis del coronavirus, lo que más ha contribuido a que no responder inmediatamente un mensaje sea considerado un sacrilegio. Porque, hagamos un repaso: en el principio fue el SMS. El SMS no notificaba al emisor si el receptor lo había leído o no. Después llegó el MSN y con él los zumbidos, esa herramienta que hacía que al receptor le vibrara la pantalla durante un rato, normalmente como castigo por demorarse en responder. Funcionaba también como detector automático de impertinentes e idiotas. ¿Te imaginas que ahora si no le hicieras caso al WhatsApp de alguien ese alguien te pudiera mandar un zumbido que hiciera que vibrara la pantalla durante unos segundos?
Tras el zumbido y el MSN pasaron largos años, una travesía tecnológica en el desierto con foros de Terra y mil más, pero después llegó el Tuenti con su chat, que primero fue un buzón de mensajes similar al de un mail y después un chat instantáneo. En paralelo, depende de lo avant garde que uno fuera llegó Facebook, que también tenía primero mensajes y luego un chat. Y después vino la hecatombe, el golpe de efecto definitivo, aquello que cambiaría para siempre las normas sociales respecto a la comunicación en línea: el chat de la Blackberry, el WhatsApp con sus "últimas conexiones" —que ya casi nadie conserva— y sus checks dobles. O sus "palomitas azules", como dice mi padre.
De una década a la fecha, en paralelo al avance de las funcionalidades de las aplicaciones ha ido cambiando y perfilándose también lo que es lícito o deseable en cuanto a la comunicación online. Nuestras pautas de comportamiento y lo que esperamos del otro, lo que es ser educado y lo que es ser un puto cretino en versión digital se ha configurado tomando como referencia las posibilidades que nos brinda la tecnología, que hemos interpretado no como posibilidades sino como imperativos.
Hemos asumido que, dado que WhatsApp puede permitir la inmediatez en la comunicación, significa que debe regirse por esa inmediatez en la comunicación. Que cualquiera que lo use ha de ceñirse a esa letra que no es que sea pequeña, sino que no figura en ningún sitio porque la hemos inventado. Y que cualquier otra cosa es una falta de respeto, un desplante, una muestra de poco compromiso para con el otro y con el interés —esa palabra—.
No nos cabe en la cabeza que tal vez el otro no está todo el día pegado al teléfono inteligente ni siquiera durante una cuarentena y que tal vez no lo hace porque o no le da la gana o no le hace bien. No alcanzamos a comprender que la posibilidad de cualquier cosa —de inmediatez, por ejemplo— no implica la obligatoriedad de esa cosa. Y que hay mensajes y hay audios, de hecho la mayoría de los mensajes y la mayoría de los audios no exigen una inmediata respuesta. Y si la exigen, pues llamas.
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