Esta es la historia de un niño que fue raptado para la guerra en Colombia y terminó convertido en el enemigo de sus captores. Es la historia de un reclutamiento forzado en su acepción más clásica: someter por la fuerza a un menor de edad para convertirlo en una máquina de matar. Y quien lo reclutó y más tarde lo padeció fue la guerrilla de las Farc. La historia me la contó la mamá adoptiva, Consuelo Manzano. Y yo la completé con el testimonio de Alejandro Manzano, uno de los hijos de ella que también estuvo en la guerra, y con la investigación judicial a la que tuve acceso en el archivo de la Fiscalía de Justicia y Paz.
Empezaba la década de 1980 y en toda la cuenca media del Magdalena —el río tutelar que divide al país entre este y oeste— bullía la violencia. En una apartada vereda llamada Guineales, sobre la margen derecha del río, un matrimonio joven trabajaba de sol a sol para levantar una finca. La mujer, Consuelo Manzano, tenía 16; el hombre, Benjamín Villada, 18. Como todos por ahí, vivían de la agricultura, de aves de corral y ganado. Eran padres de un montón de niños: tres hijas de él, uno de ella y cuatro de los dos.
En la casa de la finca vecina, que más bien era una chabola de paja y caña, se alojaba una viuda con dos hijos. El mayor, de 13 o 14 años, y el que le seguía, de 12. Eran los únicos miembros que le quedaban de su familia. A la señora le habían asesinado a su esposo, a sus otros hijos y a sus hermanos. De hecho, el niño mayor era su sobrino, pero ella lo había prohijado luego del homicidio de los papás.
Ambas fincas quedaban al pie de una trocha que conducía a caseríos con embarcaderos sobre el río y al municipio de Puerto Boyacá. Quizás por eso la trocha era paso constante de los grupos armados. De día, se veían largas columnas de infantería del ejército mezclada con civiles vestidos con prendas negras de combate. Eran las primeras avanzadas de los nacientes paramilitares que responderían al nombre de Autodefensas de Puerto Boyacá, grupo que reinaría en la región hasta entrada la década del noventa convirtiéndose en la cimiente del paramilitarismo contemporáneo colombiano. Estos hombres entraban a las casas, acusaban a los campesinos de guerrilleros, los golpeaban, los retenían, se los llevaban para una base del ejército, los interrogaban bajo tortura y los desaparecían. Uno que otro volvía con sus familias.
En las noches era el turno de las Farc. Entraban a las casas, obligaban a los campesinos a asistir a reuniones de proselitismo comunista, les dejaban panfletos y pasquines de propaganda, los amenazaban de muerte si los llegaban a ver como informantes del ejército, se les llevaban comida y animales, y les reclutaban a los hijos que ya estaban a punto de la adolescencia.
Fue exactamente lo que le sucedió a la viuda vecina de Consuelo y Benjamín. Un día, el pelao mayor desapareció unos días. Cuando la mujer lo volvió a ver, el pelao venía huyendo de las Farc. Se había fugado del campamento. El pelao alcanzó a entrar a la casa y, llorando, se abrazó de su mamá. Detrás llegaron los guerrilleros. Le dijeron al pelao que debía volver al campamento. El pelao se negó y le pidió a la mamá que no lo dejara llevar. La mujer hizo lo que pudo: gritó, rogó que no se lo llevaran, pero los guerrilleros, inconmovibles, se limitaron a jalar al pelao de un brazo. Él forcejeó, se tiró al suelo y se aferró a las piernas de la mamá. Al ver que el niño era irrecuperable para la “guerra revolucionaria” y que ya conocía el campamento y el rostro de los comandantes, los guerrilleros le dispararon. El pelao murió apretando la falda de la mamá.
Esta mujer perdió la cordura. Cada vez que en la noche había claro de luna se llenaba de pánico porque imaginaba que la guerrilla iba a aparecer. Cada vez que escuchaba o veía un helicóptero corría a esconder al hijo que le quedaba en un hueco cavado en la tierra y lo cubría con hojas secas de plátano y de palma. “Ya vienen esos chulos hijueputas”, se decía. Cada vez que ella debía salir de la casa, metía a ese niño al hueco y le pedía que permaneciera ahí hasta que ella llegara. El niño obedecía. Hasta que llegó el día en que la mujer no volvió. Y el niño, en el hueco, empezó a llamarla: “mamá… mamá…”. Al escucharlo, Consuelo y Benjamín lo sacaron y se lo llevaron con ellos.
Se llamaba Luis Carlos Velandia y recordaba cada uno de los crímenes contra su familia. Sabía cómo y dónde habían asesinado a su papá, a sus hermanos, a sus tíos. Y aunque hubiera podido ser un niño traumatizado y problemático, Consuelo y Benjamín encontraron en él ternura, amor y gratitud. No pasó mucho tiempo para que la familia lo aceptara como el hijo y hermano mayor.
Varios meses después, a mediados de 1982, los paramilitares irrumpieron en la finca de Consuelo y Benjamín. Traían consigo un puñado de campesinos de las fincas cercanas con las manos atadas. Y gritaron: “Todos estos hijueputas guerrilleros a tierra”. A Benjamín le pusieron la bota sobre la espalda, lo amarraron, se lo llevaron y lo desaparecieron. A los días, también se llevaron a Consuelo, la torturaron, le tumbaron los dientes con golpes de culata, pero no la mataron y la dejaron volver. A partir de entonces, la vida para Consuelo se le puso cuesta arriba y debió entregar las tres hijas de Benjamín a sus suegros y, luego, tratar de hacer algo con esa finca.
Un año más adelante, en una mañana en que ella estaba preparando comida en el fogón, le pidió a Velandia que fuera a cortar unos plátanos de la mata. El pelao, que ya tenía 14 años, salió de la casa y se internó en la platanera. Pasaron quince o veinte minutos y al ver que el pelao no regresaba con el encargo, Consuelo salió a buscarlo. En la mata de plátano solo encontró el machete en el suelo. Preguntó por él en las fincas vecinas y tampoco. Aunque cabía la posibilidad de que algún grupo armado lo hubiera raptado, ella prefirió creer que el pelao había decidido irse por su cuenta. Quizás era lo único que en sus condiciones de pobreza y abandono ella podía hacer.
Dos años pasaron. Consuelo con sus cinco hijos fue a dar a la casa de su mamá, en una vereda próxima al cementerio del municipio de Yacopí. A unas cuatro horas de Puerto Boyacá, también en la misma región del Magdalena Medio, pero en zona montañosa. Allá se puso a trabajar recogiendo café en una finca a las afueras del pueblo. En esas andaba una mañana cuando un hombre se metió al cafetal, la saludó por el nombre, le recordó el nombre de su esposo y le entregó un papel con un mensaje. Ella, aterrada, se lo recibió. Antes de volverse a perder en la montaña, el hombre le dijo: “Piense la respuesta y me la dice mañana. Yo vuelvo”. Consuelo no sabía leer y rato después pidió que le leyeran el mensaje. Era de Luis Carlos Velandia y le preguntaba si quería que se reencontraran. Al día siguiente que el hombre regresó, Consuelo le dijo que sí, que ella sí quería volver a ver a su hijo. El hombre le dijo que entonces se preparara porque saldrían a la madrugada siguiente.
El camino fue de doce horas a pie montaña adentro. Rayando la noche, Consuelo y el hombre llegaron a una choza. Del fondo salió Velandia. “Esa alegría que le dio al verme. Me dijo: ‘Ay mamá, yo pensé que nunca la iba a volver a ver’”. Ya en ese punto Consuelo había comprendido que estaba en un campamento de las Farc, que el niño había sido reclutado, que el hombre que le había llevado el mensaje y la había carreteado hasta allí era guerrillero. “No nos dejaban solos. Como a la media noche todos se fueron retirando y quedamos ahí, calentándonos con una candela que hicieron en una estufita de gasolina. Yo me le arrimaba a mi hijo y le decía pasito que se volara, que se volara. ‘No mamá, esto está muy difícil. Más bien váyase de por acá, pero no para la finca, porque si me llego a volar, a la primera que le van a caer es a usted’”.
Consuelo dio vueltas por varias partes más hasta que, finalmente, terminó asentada con sus cinco hijos en un lote junto a un basurero en Puerto Boyacá. Era 1987.
Lo que siguió en la historia de Velandia nunca se supo con claridad porque él no se lo reveló a nadie, ni siquiera a Consuelo. Apenas contó los sucesos centrales y revistió algunos de misticismo.
Velandia y un compañero que también había sido reclutado a la fuerza orquestaron la fuga del campamento de las Farc poco después de que Consuelo lo hubiera visitado. Entre los dos tomaron como rehenes a los papás del comandante, un par de ancianos, y emprendieron la travesía montaña abajo. El plan era liberar a los ancianos en un punto en el que ya no hubiera riesgo de que la guerrilla los pudiera alcanzar.
Pero en un tramo llamado Churupaco, aún en Yacopí, unos campesinos avisaron al ejército que habían visto a dos guerrilleros llevando a dos secuestrados. La tropa no tardó en caer y en vez de presentar a Velandia y a su compañero de fuga ante la justicia, los amarraron a un palo para matarlos luego de sacarles información. Dos o tres días tardaron torturándolos. Llegada la hora de asesinarlos, el soldado que debía disparar reconoció a Velandia. Habían sido amigos de infancia y no disparó. Esa noche, ahí amarrado al palo, Velandia dijo que si era cierto que había un dios, que lo ayudara, que le diera una luz, que le soltara las manos para poder escaparse. Y pasó que una luz blanca enceguecedora cayó sobre él y le aflojó los nudos que amarraban las muñecas. El centinela que lo vigilaba cayó desmayado. Y Velandia, en vez de fugarse, se quedó ahí quieto, pasmado y asustado.
El hecho cierto es que no lo asesinaron y terminó preso en Bogotá, en el pabellón para menores de edad que había en la cárcel La Modelo. De alguna manera que no reveló, Henry Pérez se puso en contacto con él y le prometió que en poco tiempo lo sacaría de ahí. Para los que no sepan, Henry Pérez fue uno de los gestores del paramilitarismo en el Magdalena Medio, jefe de jefes en las Autodefensas de Puerto Boyacá, socio de los narcotraficantes Pablo Escobar y Gonzalo Rodríguez Gacha, y del esmeraldero Víctor Carranza. En otras palabras: amo y señor del crimen, amigo íntimo de los altos mandos militares y de policía en su región.
Velandia le mandó una carta a Consuelo contándole todo esto. Y le dijo que una vez quedara libre, le tocaba ponerse a órdenes de esos capos.
Según el cálculo de Consuelo, Velandia quedó libre a finales de 1988 o comienzos de 1989 y de inmediato lo emplearon en el equipo de escoltas de los comandantes de las Autodefensas. Eso quiere decir que debió ser sicario de los Pérez, lo que significa que debió haber participado en las masacres dirigidas por el Negro Vladimir, jefe de asesinos de la organización, quien también había estado en las filas de la guerrilla. Esa fue una de las principales estrategias de los paramilitares de Puerto Boyacá: seducir a guerrilleros o exguerrilleros, con plata o con medidas de protección, o comprarles la voluntad con favores impagables, a cambio de sumarse a las acciones paramilitares y dar información clave para atacar a los frentes de las Farc que operaban en la zona.
Algunas de esas acciones fueron: asesinatos selectivos y múltiples de activistas y miembros del partido Unión Patriótica, asesinatos de sindicalistas y líderes de organizaciones agrarias, masacres de familias campesinas cuyo pecado había sido tener un hijo o un pariente en la guerrilla. Pero quizás la acción más criminal de los hombres de Pérez fue el magnicidio del candidato presidencial Luis Carlos Galán Sarmiento, el 18 de agosto de 1989.
En ese tiempo, los otros hijos de Consuelo ya trabajaban en oficios varios y ayudaban con los gastos del hogar y la construcción de la casa. Cada vez que a Velandia le daban días de descanso, iba a visitarlos. “Yo nunca le pregunté para dónde se lo llevaban o qué le tocaba hacer”, dice Consuelo. “Y no le gustaba comentar nada nada de la vida de él. Si alguien le pregunta, decía: ‘Entre menos sepa, más vive’”. Tampoco salía con amigos ni pisaba la calle. Todo su tiempo de descanso lo pasaba acostado viendo televisión y encerrado en la habitación.
Entre 1991 y 1994, las Autodefensas de Puerto Boyacá fueron desmanteladas y todos sus líderes, asesinados, incluido Henry Pérez. Pero dos años más tarde, en 1996, renació un grupo paramilitar ahí en Puerto Boyacá que fue conformado con varios de los hombres de mayor confianza de los capos anteriores. Entre ellos, como no, Velandia. Y fue comandado por alias Botalón. Hacia finales de los noventa, este grupo más los paramilitares de Ramón Isaza y los de alias El Águila empezaron a llamarse Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio. Llegaron a ser un pie de fuerza enorme, de casi dos mil hombres.
El grupo de Botalón se quedó asentado en Puerto Boyacá, se dedicó a patrullar algunas áreas boscosas y a ejercer control social en el pueblo. Botalón nombró comandantes para cada una de las zonas de influencia. A Velandia, por su experiencia y haber sido hombre de confianza de Henry Pérez, lo envió a Betania, un apartado corregimiento del municipio de Otanche en el que Pérez había sido algo igual a un rey. Para ese momento, Velandia ya era conocido de dos maneras: Colmillo o Faraón. Se movía en camionetas de lujo, siempre bien armado —pistolas y fusiles— y con varios hombres como escoltas personales.
En Betania, los campesinos se pusieron a sembrar coca y Botalón le pidió a Velandia que negociara con esas familias para que no siguieran con ese cultivo. Fueron semanas de alta tensión porque era factible que algunos de esos cultivadores tuvieran apoyo de las Farc. Entre las discusiones subidas de tono y las armas en el cinto, Velandia fue herido en el abdomen. Ni Consuelo ni los hermanos tuvieron certeza de lo sucedido. Alejandro Manzano, el hijo de menor de Consuelo, ya se encontraba como paramilitar de los ejércitos de Ramón Isaza y pudo averiguar que a Velandia no lo habían herido con arma de fuego sino con un objeto cortopunzante. Parece que en una riña a las manos Velandia cayó mal y un palo le perforó el abdomen.
La herida nunca le curó del todo. Unas veces porque él no se la cuidaba como debía, otras porque la atención médica no fue la mejor. La infección le invadió el cuerpo y murió en la cama de su pareja en un barrio de Medellín. Era 2002. En Puerto Boyacá, los paramilitares de Botalón le rindieron honores de guerra y bautizaron un frente con su apellido: Frente Velandia. Entre 2002 y 2006, este frente estuvo comandado por alias Pájaro y cometió masacres y numerosos asesinatos. El nombre Velandia fue una marca de terror en no pocas zonas campesinas y terminó sosteniendo combates con las Farc en inmediaciones del río Minero y el corregimiento La Quitaz, ahí en Magdalena Medio, zona montañosa.
En 2006 terminaron las desmovilizaciones de los grupos paramilitares en Colombia. Toda esta violencia ocurrida en el Magdalena Medio comenzó a volverse un relato histórico narrado por las víctimas y los victimarios. Alejandro Manzano, por fortuna, pagó su condena de justicia transicional y hoy se encuentra intentando recuperar el tiempo perdido con un proyecto de familia. Y cuenta que él se metió a los ejércitos paramilitares en contra de lo que Velandia le había dicho. Alguna vez en la que se dejó ver en un campo de adiestramiento Velandia lo regañó: “Me dijo que no hiciera eso, que no le hiciera ese daño a nuestra mamá, que él ya había pagado toda su vida en la guerra y que no quería que un hermano suyo siguiera esos pasos. Y me reclamó: ‘¿Es que a usted le parece muy buena mi vida? Esta vida es una mierda’”. Consuelo lo supo desde siempre: “A mi hijo Luis Carlos le tocó su vida en eso, pero nunca fue del todo su elección”.
Juan Miguel Álvarez https://ift.tt/eA8V8J
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