A los 17 años, Ana se fue con sus compañeros a la isla de San Andrés (Colombia) como despedida de último año del colegio. Llevaba dos semanas tomando pastillas para tratar el trastorno obsesivo compulsivo (TOC), la ansiedad y la depresión que le habían diagnosticado poco tiempo antes y estaba teniendo somnolencia, un poco más de ansiedad de lo normal y tembladera, efectos esperados de los medicamentos. Era el tercer día de las vacaciones y sus amigos habían decidido ir a dar un paseo por la ciudad, pero ella prefirió quedarse en la habitación y dormir.
Su cuarto, que compartía con dos amigas, quedaba en el primer piso del hotel y tenía una terraza que daba a la playa y a la piscina. Ana se acostó a ver televisión. No sabe cuánto tiempo pasó, o si se durmió, pero de un momento a otro había una banda de reggae en su cuarto. Eran cuatro hombres. Ella recuerda al cantante y al que tocaba el tambor metálico, un sonido que siempre la va a llevar a ese día. Estaban felices aunque un poco incómodos porque tocaban en la esquina del cuarto y no tenían mucho espacio.
Ana reaccionó con sorpresa, pero después de un rato empezó a tener un ataque de pánico porque evidentemente ella no los había invitado, estaba sola y sabía que en cualquier momento sus amigas iban a llegar y a lo mejor no les iba a gustar que una banda de reggae desordenara la habitación. En medio de su miedo trató de razonar con el cantante y explicarle por qué era necesario que se fueran de su cuarto, pero de ninguna manera querían irse. Ana incluso llegó a creer que la banda estaba allí por cortesía del hotel, pero después pensó en lo tonta que era esa idea y les siguió insistiendo. Finalmente logró que salieran y apenas cerró la puerta empezó a revisar todo el cuarto: no sabía si se habían llevado algo sin que se diera cuenta, ¿qué tal que hubieran dejado alguna pertenencia y usaran el olvido como pretexto para volver?
Al rato llegó una de sus amigas y Ana le contó de la invasión de la banda, le pidió disculpas y le dijo que por favor revisara bien que todas sus cosas estuvieran ahí. En ese momento su amiga no entendió nada de lo que ella estaba diciendo, pero le ayudó a calmarse y después de una conversación le hizo ver que nada de lo que creía que había pasado en realidad había sucedido. Aunque hoy, muchos años después, Ana entiende que lo que sucedió no fue real, sabe que su vivencia sí lo fue. No estaba dormida y no le parece que haya sido un sueño.
¿Cómo es posible experimentar un episodio como este sin un diagnóstico de psicosis o esquizofrenia? Juan David Páramo, médico psiquiatra y psicoterapeuta, explica que un síntoma no es un diagnóstico. Como todo lo humano, la psicología es un asunto complejo y un diagnóstico requiere una comprensión global de una serie de circunstancias específicas. Una persona puede alucinar sin que eso signifique que tiene psicosis o esquizofrenia o algún otro trastorno psiquiátrico; ese tipo de experiencias pueden ocurrir también en momentos de intenso sufrimiento psíquico o ser inducidas por el consumo de estimulantes psicodélicos.
Aunque una alucinación es un fenómeno neurobiológico a partir del cual alguien percibe como real algo que no es real, ese fenómeno no se expresa ni sucede en el vacío. Así como imaginamos a partir de lo que conocemos —un unicornio no es más que un caballo con un cuerno y una sirena un híbrido de mujer con pez— también alucinamos con lo que tenemos. Sin embargo, lo que diferencia la alucinación de la imaginación es que en la alucinación tenemos la vivencia de que el hecho sucede fuera de nuestras cabezas y que es captada por nuestros sentidos —las hay visuales, auditivas, sensoriales, olfativas o del gusto. Además de esto, la imaginación es sometida a crítica, o sea, sabemos que no es real y que sucede porque queremos, no al contrario.
Una persona puede alucinar sin que eso signifique que tiene psicosis o esquizofrenia o algún otro trastorno psiquiátrico
En su libro Musicofilia el neurólogo británico Oliver Sacks cuenta que le preguntó a una de sus pacientes por qué describía lo que oía no como un producto de su fértil imaginación musical, sino como una alucinación. La mujer respondió que sus imágenes mentales normales eran obedientes, y que las alucinaciones venían cuando y como querían y muchas veces eran fragmentarias e invasivas. Como la banda de reggae de Ana, los sonidos que escuchaba esta mujer se negaban a irse cuando ella se los pedía.
Si no alucinamos en el vacío, ¿será que las alucinaciones pueden decirnos algo sobre el mundo en el que vivimos?, ¿será que podemos interpretarlas como más que un fenómeno neurobiológico o un desbalance químico del cerebro? Páramo explica que las alucinaciones en general tienen que ver con la cultura en la que uno vive. Por eso, dice, en culturas con fuerte tradición católica muchas veces son persecutorias y culposas.
Un estudio de la antropóloga Tanya Luhrmann y sus colegas publicado en 2015 indicó que las alucinaciones auditivas de diferentes pacientes diagnosticados con desórdenes psicóticos en Estados Unidos, India y Ghana eran moldeadas por sus culturas. En general los pacientes estadounidenses tenían más experiencias que clasificaban como negativas, ya fuera por lo que las voces decían —principalmente contenidos violentos—, como también por la relación que tenían con esas experiencias: muchos las veían como indicadores de la enfermedad, generada por su genética o por algún trauma. Los pacientes de la India y de Ghana tenían una relación más positiva con las voces que escuchaban: las identificaban como voces de familiares o personas conocidas que les invitaban a hacer oficios comunes, o incluso las interpretaban como la voz de Dios.
Lo que diferencia la alucinación de la imaginación es que en la alucinación tenemos la vivencia de que el hecho sucede fuera de nuestras cabezas y que es captada por nuestros sentidos.
Aunque nos guste pensar que las alucinaciones son amigas de lo fantástico y las personas que alucinan ven dragones, dinosaurios o escobas bailarinas, como en Fantasía, la película de Disney, las alucinaciones nos pueden hablar de miedos mucho más mundanos, de normas con las que hemos crecido y que nos sofocan. Incluso pueden mostrarnos que debemos ponerle atención a asuntos más urgentes y menos fantasiosos. En el caso de Ana su alucinación no tuvo que ver con la religión o con algún evento violento en particular, tuvo que ver con las experiencias y narrativas cultivadas en su cabeza desde pequeña. Como las advertencias de los adultos: “no hables con extraños”, “no dejes entrar a nadie que no conoces”, “cuida bien tus cosas”. Aunque suenen como una advertencia común, esas son las narrativas que van forjando la mente de una persona y van informando sus miedos.
Una persona sabe que alucina porque algo o alguien, como en el caso de Ana, le ayuda a observar la realidad y a hacer un procedimiento crítico de comparación de percepciones; sin embargo, hay casos en que —como nos cuenta Páramo— la persona no logra aceptar la irrealidad de esas vivencias y tampoco logra dejar de tenerlas,
Independientemente de lo que cause una experiencia como una alucinación, se trata de una vivencia que nos muestra cosas sobre la cultura en la que vive quien la tiene. En algunos modelos de comprensión y atención psicológica y psiquiátrica el esfuerzo terapéutico se orienta más a entender qué significa la vivencia alucinatoria para el sujeto y menos a eliminar la alucinación. Páramo habla sobre modelos latinoamericanos en los que se trabaja menos alrededor de un diagnóstico y más en torno a la pregunta “¿Qué tanto sufre usted?”. Nos explica que “el sufrimiento es una categoría humana, y uno podría preguntarse si la persona sufre con una alucinación, con esa vivencia que está teniendo, y si sufre, ¿por qué sufre?”. ¿Qué pasa en la vida de una persona para que alucine y cuando alucina? Este tipo de espacios terapéuticos abren la posibilidad de que la alucinación hable y nos brindan la oportunidad de entender mejor no solo el universo interno de cada uno, sino la sociedad y el efecto que esta tiene sobre cada individuo.
Este texto es apenas una exploración de un fenómeno que es complejo. Las autoras de este texto no somos profesionales de la salud, ni psicólogas ni psicoanalistas. Las opiniones dadas aquí no sustituyen el tratamiento que cada persona juzgue necesario, útil o eficaz. Recomendamos que en caso de necesidad se consulte a un profesional. Algunas líneas de atención psicológica en América Latina se pueden encontrar aquí.
Esta nota hace parte de un proyecto que busca explorar las vivencias de trastornos mentales desde una perspectiva cultural a partir de narrativas personales de quien vive con estas condiciones. Si quieres contarnos tu historia nos encuentras en Instagram como @julianaangelosorno y @aheilbronj .
Juliana Ángel Osorno https://ift.tt/eA8V8J
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