“Hija, nos estamos muriendo cada día un poquito, qué alivio”. Era mi mamá al otro lado del teléfono contándome lo que había leído en algún libro. Me llamó a mí específicamente porque, entre otras cosas que se heredan, compartimos una dedicación mental particular al asunto del deceso. Pensamos en la muerte: en la propia, en la ajena, en las que ya fueron. A mí me gustan los programas sobre asesinos, a ella no porque se duerme y no ve al final que el asesino siempre termina preso. No los quiere saber sueltos, le dan pesadillas. Supongo que todo lo que se hereda también se modifica y a mí me es más fácil aceptar que la muerte me entretiene y me fascina. O que por lo menos una vez al día pienso en ella. Una vez la fantasía fue tan intensa que lloré en un bus imaginando la tristeza de mi familia por mi fallecimiento. Lloré como me imaginé que llorarían ellos; lloré por ellos y no por mí.
Nunca he tenido claro si eso es una ventaja evolutiva —esa comodidad con la muerte— o una desventaja. Por algún tiempo pensé que podría ser un síntoma psiquiátrico. Puedo estar generándome una tristeza constante que, como una fuga de agua vaya consumiendo mis cimientos y llenándome de hongos. Puede ser que me esté desgastando psíquicamente pensando tanto en esa cosa tan inevitable y tan atroz que es la muerte. Tan evadida, tan incómoda, tan miedosa. Mi mamá, que es mortuoria como yo, también dice siempre que no le tiene miedo a la muerte sino a la morida. O sea, no se trata del terror del fin de la existencia, sino del proceso que lleva inevitablemente a ese fin. Tal vez por eso me llamó tan aliviada aquel día, porque ahora sabía que la morida es todos los días y los hay buenos y malos. Nos estamos muriendo todos los días.
Pero no nos morimos todos igual y en eso mi mamá tiene razón: la manera de morir puede ser aterradora. América Latina es el continente más violento del mundo: aunque concentra apenas el 13% de la población mundial, 42% de las víctimas de homicidios en el mundo murieron aquí en 2019. Es probable que quienes crecimos aquí hayamos creado un concepto de muerte que está íntimamente ligado con el de la violencia, y que el terror que asociamos con la muerte responda más al miedo a la violencia que a esa cosa tan difícil de agarrar que es la ausencia.
Aunque nos hayan dicho cosas alentadoras cuando se murieron nuestros abuelos, —cosas sobre el cielo, sobre otros planos, sobre reencuentros familiares o sobre el descanso— mucho de lo que sabemos sobre las ideas y sobre las palabras tiene que ver con las experiencias que tenemos con ellas. ¿Cómo vivimos la muerte?
Yo recuerdo que mis abuelas murieron de causas naturales cuando yo tenía ocho años, recuerdo que fueron los primeros entierros a los que fui, pero mi experiencia con la muerte era muy anterior y me la habían dado los medios de comunicación. En la tele, en la radio y en los periódicos imágenes de los destrozos dejados por alguna bomba, carros baleados, cuerpos desordenados y sangrientos resultado de alguna masacre. Eran los años noventa y aunque creo que hoy en día hay otros criterios de discreción de los medios sobre lo que se muestra, el panorama no ha cambiado mucho. La gente se sigue muriendo de causas violentas, los medios lo siguen noticiando y lo seguimos consumiendo.
Es claro que además esas personas que se volvieron imágenes en mi televisor eran familiares de alguien, y que esos familiares estaban viviendo esas violencias en vivo. Quizás eran sobrevivientes de los mismos atentados, quizás en sus veredas suceda un homicidio una vez a la semana, o cada x minutos, que es como contamos ahora para que la gente se alarme después de haberse acostumbrado tanto con las imágenes. Es claro, también, que la alerta y la denuncia de esas violencias es necesaria.
Sin embargo, la violencia reina soberana en la discusión pública sobre la muerte y al invadirla, la consume. La muerte no necesariamente es una cosa horrible, y la ideal es aquella libre de violencia y de dolor. Suertudos aquellos que mueren mientras duermen. En sus respuestas al cuestionario Proust para la revista Vanity Fair, Elena Poniatowska dijo querer morirse sin molestar a nadie. Así sin más, como quien cambia las sábanas. Podría pensarse que es imposible morir sin molestar a nadie, —con lo molestas que son las diligencias fúnebres—, pero quizás solo lo es porque estamos acostumbrados a que la muerte sea una cosa terrible y misteriosa. ¿Cuántos de nosotros hemos tenido contacto con el cadáver de alguno de nuestros seres queridos? ¿Lo hemos cuidado, lavado, acompañado?
En algunos lugares de América Latina, el contacto con la muerte es cercano, no solo por la violencia que sufre el continente, especialmente en las zonas rurales, sino también porque se mantienen prácticas culturales del cuidado de los muertos. Los velorios todavía se hacen en las casas y las personas acompañan al cadáver en su tránsito. En poblaciones pequeñas, los entierros son eventos comunitarios y las personas tienen funciones específicas. Incluso, en algunos países como México se mantiene, aunque en disminución, el trabajo de las plañideras, mujeres que ayudan a las familias a procesar el luto.
Sin embargo, en las metrópolis, donde el negocio de la muerte se ha burocratizado tanto y hay funcionarios para cada parte del evento, el cuidado de los muertos se le ha dejado a unas empresas, cuyo trabajo es lidiar con todo sin que nadie vea nada. Cajones cerrados en salas funerarias todas idénticas, música genérica de fondo, empleados uniformados que caminan lento, gente que llora mientras le toca hacer visita y saluda a gente que ni siquiera recuerda. El luto, ese sí, sin molestar a nadie. Las casas funerarias como indicativo de la civilización. Incluso la cremación ocurre en un horno cerrado. Sabemos que hay fuego, pero no lo vemos, como sí se hace en otras culturas que lo usan para deshacerse del cadáver, entre otras cuestiones de índole religiosa particulares a cada lugar.
Simone Weil, que murió a los 34 años de tuberculosis y probablemente malnutrición debido a que sólo aceptaba comer lo que comían sus compañeros de la resistencia francesa en las trincheras durante la invasión nazi a Francia, sugiere en sus textos que hay una enorme violencia en la falta de atención. En su filosofía, la activista defendía esa atención como un lugar permanente en la mente, no apenas como una compresión de conceptos. La atención como una práctica, ya sea hablando de las cosas que son injustas, trabajando contra ellas, compartiendo con quien las vive. Michael Polanyi, científico y filósofo húngaro, define esa atención que Weil reclama como “hacer morada a algo” como base de la empatía y del conocimiento.
En América Latina le hacemos morada a la violencia, hacemos planes para evitarla: el horario en que salimos, las condiciones, las compañías. Le ponemos atención, la televisamos, la narramos, la ilustramos. Pero no le hemos hecho morada a la muerte, no la planeamos, no hablamos sobre ella, no hemos logrado legalizar plenamente ni el aborto ni la muerte asistida. El primero como una medida de evitar más muertes de quien se ve obligade a hacerlo clandestinamente, y la segunda como una manera de darle dignidad a quien desea morir. La muerte nos acompaña como un fantasma y todo lo fantasmagórico es aterrador, ajeno, invasivo.
Las prácticas de la muerte digna no son simplemente decidir cuándo y cómo morir para evitar el dolor o el sufrimiento, son también darle a la muerte el espacio social que merece. Planear cómo queremos que nos despidan, aprender a cuidar nuestros muertos, tener esas conversaciones con parientes y amigos. Es también discutir la violencia que nos acecha no sólo en función de los muertos que deja, sino buscando la clave de sus causas, sus efectos en la vida. Que podamos dedicarle a ambas —la violencia y la muerte— la atención que merecen y que recomendó tanto Simone Weil durante su vida como activista. Quizás hacerle morada a otros modos de morir y dedicarles la atención que piden nos permita darle a la muerte lo que es de la muerte y a la violencia lo que es de la violencia. Puede ser que entonces podamos dedicarnos a abrazar a la primera, con más afecto y a luchar contra las causas de la segunda también con más atención. Podríamos ser un continente en el que se muera mejor.
Este texto es un aporte a la conversación de Mutante #HablemosDeLaMuerte.
Juliana Ángel Osorno https://ift.tt/eA8V8J
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