Este texto es una colaboración con Amnistía Internacional.
El despertador que suena martes por medio a las tres y media de la madrugada anuncia el comienzo de una dolorosa rutina para Shirley.
Salta de la cama, se viste, comprueba que las bolsas de plástico con comida y productos de limpieza para dos semanas están bien empaquetadas según las estrictas directrices que les han dado y emprende el viaje de cuatro horas a la prisión de mujeres de Nicaragua, situada en el departamento de Managua.
La madre de Shirley, María Esperanza Sánchez García, es una de las tres mujeres activistas de derechos humanos encerradas tras los deteriorados muros de esta cárcel por lo que, según afirman organizaciones locales de derechos humanos, son cargos falsos.
Desde que María Esperanza fue detenida arbitrariamente el 26 de enero, su familia hace campaña desesperadamente por su liberación. La activista sufre una serie de problemas de salud que la hacen especialmente vulnerable a las enfermedades respiratorias; por eso, cuando un mes después de que la pusieran entre rejas estalló la pandemia de COVID-19, la preocupación de su familia se convirtió en terror.
“La Esperanza”
Conocido comúnmente como La Esperanza, El Establecimiento Penitenciario Integral de Mujeres está situado en Tipitapa, a 25 kilómetros de la ciudad de Managua. Originalmente se construyó con el objetivo de proporcionar rehabilitación a mujeres que habían cometido delitos, pero organizaciones locales de derechos humanos afirman que las condiciones del lugar se volvieron rápidamente abusivas.
Las presas dicen que la vida en la cárcel es, en el mejor de los casos, difícil —el hacinamiento y la falta de agua potable, comida adecuada, camas y tratamiento médico son problemas constantes— y, en el peor de los casos, insoportable. Para las activistas, la situación es especialmente difícil.
Cuando Shirley pudo visitar por primera vez a su madre en prisión, María Esperanza le dijo que los guardias habían estado acosándola y maltratándola, y que animaban a otras mujeres a hacerlo también. Según contó, la castigan por su activismo y por criticar las políticas y prácticas del gobierno de Daniel Ortega.
María Esperanza está acostumbrada a la lucha. En el momento de su detención había sufrido una oleada de amenazas y actos de acoso desde su participación en las protestas que habían hecho saltar a Nicaragua a las primeras planas de todo el mundo.
Las protestas que comenzaron en abril de 2018 fueron algunas de las más grandes que el país ha presenciado en su historia reciente. Miles de personas salieron a las calles para protestar; inicialmente, contra una serie de reformas al sistema de seguridad social. La respuesta de las autoridades fue brutal, y la policía y los grupos parapoliciales armados atacaron directamente a quienes se manifestaban.
Para final de 2019, al menos 328 personas habían muerto, la mayoría a manos de las fuerzas de seguridad y otros grupos progubernamentales, miles habían resultado heridas y cientos habían sido detenidas arbitrariamente. Se calcula que a más de 100.000 personas no les quedó otra opción que abandonar el país por miedo a lo que pudiera suceder.
Pero la represión no terminó ahí. Activistas de derechos humanos, familiares de activistas en la cárcel, periodistas e incluso profesionales de la medicina que apoyaban las protestas han denunciado haber sufrido acoso y ataques. Además, las denuncias de detenciones arbitrarias continúan.
María Esperanza había estado viviendo en casas de seguridad —refugios que lxs activistas de derechos humanos organizan para aquellos que están siendo hostigados— en un intento de proteger a su familia después de que hombres armados se presentaran en su casa en múltiples ocasiones y pintaran mensajes amenazadores en su pared.
Las protestas no han cesado. Tampoco lo ha hecho la represión, en la que la acusación por cargos falsos se ha convertido en una de las estrategias favoritas del gobierno para silenciar a la oposición.
Expertas locales dicen que las mujeres activistas son atacadas de maneras particulares.
“El elemento sexual siempre está presente, la amenaza sexual que va no solamente dirigida a ellas, sino a sus hijas. También vemos la invalidación de los liderazgos de las mujeres, el poner en duda su honestidad y su capacidad”, contó a Amnistía Internacional una defensora de los derechos humanos que pidió permanecer en el anonimato. “También está el elemento de la familia. Muchas de las mujeres tienen a cargo a sus familias y cuando están en las cárceles se generan situaciones muy complejas”.
Tras su detención, María Esperanza fue trasladada a El Chipote, una comisaría de policía de Managua tristemente célebre por el trato brutal que sufren allí las personas detenidas. No informaron a nadie de que ella estaba allí.
“Yo me di cuenta de que mi mamá había sido secuestrada en la tarde del 26. Había estado buscándola por todos lados. Pensamos que la habían matado y la habían tirado por algún lugar. Nos dio mucha angustia”, recuerda Shirley.
Cuando las autoridades de la comisaría finalmente permitieron que Shirley viera a su madre, ella notó que María Esperanza tenía marcas en los brazos y las piernas.
“La habían golpeado durante los interrogatorios”, afirma Shirley. “Ahí no pudimos hablar mucho porque todos están escuchando. Cada vez que me contaba se ponía a llorar entonces no hablamos mucho”.
María Esperanza había sido acusada de tráfico de drogas, un cargo que profesionales de la abogacía de Nicaragua aseguran que las autoridades utilizan para castigar y desacreditar a activistas.
Aquel fue sólo el principio de su pesadilla. Unas dos semanas después de su detención inicial, a María Esperanza la llevaron a La Esperanza. Era principios de febrero, y por entonces apenas se hablaba de la pandemia de coronavirus en Nicaragua.
A María Esperanza la recluyeron en un bloque con otras 75 mujeres, algunas de las cuales, como ella, sufren enfermedades crónicas. Contó a sus familiares que las hileras de camas no dejaban mucho espacio entre ellas. Se consideraba afortunada por tener una ventana pequeña justo encima de su cama.
Shirley cuenta que las condiciones en la prisión son inhumanas: “La comida es terrible. Nosotros le llevamos cosas que le duren, como avena, galletas, platanitos, queso, cosas que le duren y le ayuden a mantener su alimentación. El día de la visita yo le llevo cosas hechas para que coma ese día”.
Cuando María Esperanza y sus familiares se enteraron de la existencia del mortal virus, se alarmaron. Ella sufre asma e hipertensión, lo que la hace especialmente vulnerable en caso de contraer la enfermedad.
“Ella nos decía llorando que no quería morirse ahí. Nosotros empezamos a enviarle más productos de limpieza, más jabón, más cloro, más detergente. Al principio ni a los familiares nos dejaban entrar con mascarillas y con el tiempo fueron cediendo eso”, cuenta Shirley.
Desde que, a finales de marzo, la Organización Mundial de la Salud declaró la COVID-19 una pandemia, las autoridades de Nicaragua trataron de restar importancia a su impacto en el país. Promovieron reuniones públicas y mantuvieron las escuelas abiertas. Profesionales de la abogacía que representan a activistas de derechos humanos en la cárcel contaron a Amnistía Internacional que a algunos funcionarios estatales les impedían usar equipo de protección.
El grave hacinamiento, junto con la falta de agua y atención médica, convierten a las prisiones de toda Nicaragua en lugares especialmente vulnerables.
Las presas de La Esperanza empezaron a mostrar síntomas tales como tos, fiebre y dolor de cuerpo. La atención médica era sumamente limitada, y la realización de pruebas de COVID-19 era impensable, según las familias de las personas encarceladas y activistas de derechos humanos.
“Las presas lloraban, diciendo que tenían el virus”, recuerda Shirley que decía su madre. “Nosotras le llevamos como un minibotiquín y de ahí ella saca pastillas para darles a sus compañeras”.
Para finales de marzo, cuando María Esperanza sufrió un ataque de asma que alertó a su familia del deficiente trato que estaba recibiendo, los rumores de contagio de coronavirus entre rejas se habían extendido como pólvora por todo el sistema penitenciario nicaragüense.
Las autoridades, sucumbiendo a la presión, y quizás en un intento de descongestionar las prisiones, finalmente ordenaron la liberación de 4.515 reclusos y reclusas en junio. A mediados de julio se liberó a 1.605 más.
Sin embargo, únicamente cuatro de las al menos 80 personas recluidas por cargos de motivación política fueron puestas en libertad, según las organizaciones locales de derechos humanos.
Para quienes siguen entre rejas, las cosas han cambiado poco. María Esperanza permanece en condiciones de hacinamiento, según cuenta su familia. Las visitas pueden llevar mascarilla y deben lavarse las manos y someterse a un control de temperatura antes de entrar. Sin embargo, la atención médica de quienes tienen síntomas no ha mejorado. No se realizan pruebas a nadie, y nadie recibe atención médica adecuada, según abogados y familiares.
Lo que sucede tras los muros de las cárceles para mujeres de Nicaragua continúa siendo un misterio; sólo se conoce lo que dicen los testimonios de quienes han pasado tiempo allí. Desde hace años que a las organizaciones de derechos humanos no se les permite ingresar a verificar las condiciones penitenciaras. El Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (CENIDH) reporta que desde el 2010 no ha obtenido autorización para ingresar en los centros penitenciarios del país.
Los abogados, abogadas y familiares de algunas de las activistas entre rejas dicen que hay dos categorías de presas: las recluidas por delitos comunes y las que participan en alguna forma de protesta o crítica contra el gobierno.
“A ellas [las detenidas por motivos políticos] las tratan diferente: no las dejan salir al patio, participar de actividades. En las requisas me revisan de más. Les roban la comida o no entregan las cosas que les llevamos”, explica Shirley.
Lucía Pineda recuerda como si aún estuviera allí el trato que recibió en La Esperanza.
Esta periodista fue detenida en una redada en las oficinas de 100% Noticias, donde trabajaba, en diciembre de 2018. Ella y el director del canal fueron acusados de “fomentar e incitar al odio y la violencia” y “provocación, proposición y conspiración para cometer actos terroristas”. Tras pasar 40 días en la celda de una comisaría de policía donde, según afirma, la interrogaron y la torturaron, Lucía fue trasladada a La Esperanza, donde permaneció en régimen de aislamiento 132 días, durante los cuales no pudo ver a nadie, ni siquiera a sus familiares.
“En Nicaragua nada es normal”, dice Lucía, que ahora vive en Costa Rica, donde sigue denunciando crímenes de derecho internacional y violaciones de derechos humanos cometidos en su país. “Hubo amenazas y presión constante para que se dejara de informar pero seguimos informando. A nosotros nos encarcelaron para enviar un mensaje a la prensa independiente de que tienen que alinearse, que tienen que pensar igual que el régimen”.
Lucía finalmente fue excarcelada en junio de 2019. Su historia es un ejemplo más de la manera en que se utilizan las prisiones como herramienta para castigar a activistas.
“Ahí [en La Esperanza] estuve totalmente aislada”, dice. “Nadie se podía acercar, nadie podía establecer una conversación conmigo, la puerta siempre estaba cerrada. Afuera había una custodia las 24 horas del día. Pretendían que me volviera loca. Yo pasaba los días hablando sola, en voz alta. Ellos querían que estuviera en silencio pero no iba a estar en silencio. Así resistí”.
Entre los desvencijados muros de La Esperanza, la situación de María Esperanza se vuelve desesperada.
Un mes después de un juicio plagado de irregularidades, a principios de julio fue condenada a 10 años de cárcel y multada con 31.000 córdobas (casi 900 dólares estadounidenses).
Erika Guevara Rosas, directora de Amnistía Internacional para las Américas, afirma que las prisiones de Nicaragua se han convertido en una herramienta del arsenal del gobierno para silenciar a quienes piensan de forma diferente.
“Las activistas como María Esperanza nunca deberían haber sido encarceladas, para empezar. El mantenerla allí, dado su estado de salud, en medio de una pandemia, no sirve a ningún propósito más que transmitir el peligroso mensaje de que no se permite disentir del gobierno”.
Los y las activistas locales dicen que la pesadilla no termina cuando las mujeres son excarceladas. La Iniciativa Mesoamericana de Mujeres Defensoras de Derechos Humanos ha documentado varios casos de mujeres activistas que han sufrido campañas de acoso y ataques que incluso les han impedido trabajar después de su excarcelación.
A Shirley le preocupa el futuro, pero dice que no se rendirán en su lucha por conseguir la libertad de María Esperanza.
“Soñamos por el día en el que la devuelvan a casa”, dice mientras se prepara para la próxima visita.
Astrid Valencia y Josefina Salomón https://ift.tt/eA8V8J
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