Artículo publicado originalmente por VICE Estados Unidos.
En febrero de 1998, los cuerpos desnudos de tres preadolescentes fueron encontrados en una colina cubierta de maleza, en las afueras de la ciudad de Génova, en el centro de Colombia. La región es montañosa y semirrural, con una temperatura de alrededor de 20 grados centígrados durante el día, así que los cuerpos estaban obscurecidos e hinchados. Los tres muchachos habían sido atados por las muñecas y sus cuellos parecían haber sido lacerados con un cuchillo. Sus penes también habían sido cercenados y los tres cuerpos estaban cubiertos con marcas de mordiscos y mostraban señales de penetración anal. Cerca se encontró una botella de lubricante desechada.
Pronto se supo que los tres jóvenes eran pobres, tenían entre 11 y 13 años y habían sido buenos amigos. El detalle más inquietante provino de una de las madres de los niños, quien dijo que su hijo había regresado a casa a toda prisa el día de su desaparición, alegando que un hombre que necesitaba ayuda para transportar ganado le había ofrecido trabajo. Emocionado, se había marchado un viernes a media mañana. Su cuerpo fue encontrado el lunes.
En 1998, Aldemar Durán Saavedra era un investigador criminal de 31 años de la Fiscalía General de la Nación en el estado colombiano de Quindío. Por intuición, verificó los registros del estado en busca de casos similares y encontró 13 casos adicionales sin resolver, los cuales se remontaban años atrás. Encontró que los cuerpos de varios niños pobres y desamparados presentaban heridas de cuchillo en el cuello, el pecho y los genitales, y muchos mostraban evidencia de agresión sexual. A partir de ahí, Durán amplió la búsqueda a los estados vecinos y descubrió que los cuerpos de varios jóvenes habían estado apareciendo en las colinas boscosas de Colombia desde al menos 1992. En total, 13 de los 32 estados de Colombia tenían al menos un caso que coincidía con el perfil; una prueba bastante convincente de que el país estaba lidiando con un asesino en serie.
Sin embargo, de alguna manera, los jefes de Durán no estaban convencidos.
“Nuestros directores no creyeron ni imaginaron que podría haber un asesino serial aquí”, cuenta Durán a VICE News por teléfono, recordando varias reuniones frustrantes con su director. “Para nosotros, hace 20 años, un caso con estas características delictivas era como una telenovela o una película. Nunca imaginamos que tendríamos asesinos seriales en Colombia”.
Para cualquier occidental que haya crecido en una cultura que mitifica a los asesinos seriales desde la década de 1970, la idea de que un departamento de policía pueda encontrar ese patrón de asesinatos y no sospechar lo peor parece absurda. Sin embargo, fue lo que sucedió.
Este caso fue un punto de inflexión en Colombia, tanto para la capacidad de la policía de identificar las señales de homicidios seriales como para darse cuenta de que había un problema único a nivel nacional. Porque el país no solo había lidiado anteriormente con asesinos en serie, sino que también había albergado a algunos de los más prolíficos del mundo.
Cuando Durán y su equipo encontraron al asesino, resultó ser un vagabundo de 42 años llamado Luis Garavito. Garavito se hacía amigo de los jóvenes y los llevaba a zonas remotas y aisladas con el pretexto de ofrecerles trabajo, solo para torturarlos, violarlos y matarlos. Cuando finalmente confesó sus crímenes en 1999, se le atribuyó la cifra oficial de 138 asesinatos, convirtiéndose en el asesino más prolífico del mundo; un récord que aún mantiene hasta el día de hoy*
Pero no fueron tantas más víctimas que las de Pedro López, un compatriota colombiano que había matado a unas 110 niñas solo 20 años antes y que actualmente posee el segundo lugar de homicidios seriales a nivel mundial. También hay que tener en cuenta a Daniel Camargo Barbosa, quien durante un período similar al de López estranguló niñas en Colombia y Ecuador. Tuvo 71 víctimas confirmadas, lo que lo coloca en el quinto lugar de esta página de Wikipedia bastante horrenda titulada “Lista de asesinos en serie por número de víctimas”.
Juntos, estos hombres colombianos tienen tres de los cinco récords mundiales de homicidios. No son individuos asociados con el sangriento tráfico de cocaína del país, ni participaron en ninguna junta militar. En cambio, estaban motivados por una compulsión psicópata y sádica de cometer asesinatos, lo cual hicieron sin obstáculos durante años gracias a un sistema de justicia que no les prestó mucha atención.
La pregunta es: ¿por qué Colombia? ¿Qué tiene esta pequeña nación devotamente católica que ha producido y albergado tales monstruos?
El caso de Luis Garavito tiene algunas respuestas.
Cuando el detective Durán llevó sus pruebas a sus superiores y les explicó su teoría del asesino serial, le respondieron con incredulidad no porque la violencia fuera inusual, sino porque no era del tipo al que estaban acostumbrados.
“Estábamos más interesados en investigar masacres y hechos que estaban causando conmoción nacional”, recuerda. “En Colombia hemos soportado muchos tipos de violencia: violencia política, violencia por los conflictos armados, y de alguna manera [esta violencia] permitió que ciertos personajes operaran furtivamente. Significaba que no podíamos identificar, detener, capturar o construir un cuerpo de evidencia en torno a sus casos”.
Durán se refiere a la forma en que la violencia casi se había normalizado en la sociedad colombiana. Es una historia que vale la pena examinar para comprender cómo estos asesinos en serie pudieron “operar furtivamente”.
Colombia logró la independencia de España en 1810, pero nunca logró una verdadera estabilidad política. Los siglos XIX y XX estuvieron marcados por una serie de escaramuzas y revoluciones, que después de la Segunda Guerra Mundial se convirtieron en un período de agresión política generalizada conocido como “La Violencia”. Cuando el candidato presidencial liberal fue asesinado en 1948, la violencia motivada por la venganza entre los dos principales partidos políticos provocó la muerte de alrededor de 200.000 personas.
El país nunca se recuperó realmente. Una guerra civil lenta y tortuosa echó raíces, ocasionando que otras 220.000 personas perdieran la vida a partir de 1958; un problema que solo se agravó cuando el mundo descubrió que la planta de coca crecía en los Andes colombianos. Las posteriores guerras contra las drogas, combinadas con la escalada de violencia por el conflicto armado en el país, causaron la muerte de otros 50.000 individuos.
En la década de 1990, los colombianos habían desarrollado “una convivencia incómoda con el asesinato”, como lo describe el especialista en prevención del delito Robert Muggah. “Se ha convertido en parte del tejido de la vida, normalizado e incluso trivializado”.
Muggah, que dirige un grupo de expertos que trabaja con asuntos judiciales basados en datos en Latinoamérica llamado Instituto Igarapé, dice que la elevada tasa de homicidios de Colombia no solo dificultó la diferenciación de las víctimas de asesinos seriales de las otras víctimas, sino que hizo que fuera increíblemente difícil para la policía investigar y procesar a los perpetradores.
“En las décadas de 1990 y 2000, más de 20.000 personas murieron al año”, relata a VICE News por correo electrónico. “La policía, los fiscales, los defensores públicos y los jueces eran literalmente incapaces de seguir el ritmo de todos los cadáveres”.
Finalmente, en 2016, se firmó un histórico acuerdo de paz entre el gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (también conocidas como FARC), lo que llevó a muchos a creer que la nación estaba entrando en un nuevo período de estabilidad pacífica.
Por desgracia, el derramamiento de sangre en Colombia ha continuado sin obstáculos. A principios de este mes, cinco adolescentes de entre 14 y 18 años fueron encontrados con la garganta cortada luego de volar cometas en la ciudad de Cali. Apenas una semana después, un grupo de hombres encapuchados disparó contra un restaurante repleto de gente en Nariño, provocando el asesinato de ocho estudiantes. En ambos casos se responsabilizó a las pandillas locales y a los cárteles del narcotráfico.
El punto es que en la actualidad, así como a finales de la década de 1990, la tasa de homicidios en Colombia superó ampliamente la capacidad del estado de condenar a los delincuentes, lo que dejó en libertad a muchos criminales violentos.
“Colombia tiene una tasa de convicción de criminales extremadamente baja”, dice Muggah, refiriéndose a la cantidad de delitos por los que un criminal es imputado cuando se presenta un cargo. “En Colombia, la tasa de convicción es de alrededor del 10 por ciento. En otras palabras, el 90 por ciento de los homicidios en Colombia quedan impunes”.
Lo que sugiere Muggah es que en Colombia, así como en muchas otras partes de Latinoamérica, la amenaza de pasar tiempo en prisión no sirve como disuasorio. Es una conclusión poco sorprendente, pero con un peligro subyacente. Porque si Colombia fuera un ejemplo de la forma en que los humanos responden a una aplicación laxa de la ley y a la normalización de la violencia, el resultado parece producir más asesinos de todas las variedades, así como una mayor frecuencia en los homicidios.
Muggah está de acuerdo. Dice que la tasa de homicidios seriales del país “no es genética, como han sugerido algunos académicos. Tampoco existe algún factor cultural intrínseco que haga a los colombianos más violentos que sus vecinos de Chile, Ecuador o Panamá”.
“En cambio, creo que podemos esperar ver una mayor probabilidad de asesinos en serie en países con una aplicación laxa de la ley, bajas tasas de convicción de criminales, altos niveles de impunidad y la normalización de la violencia”.
Cuando el detective Durán estaba tratando de construir un perfil del asesino serial Luis Garavito en 1998, experimentó en carne propia por qué los casos de asesinato rara vez son esclarecidos. En su opinión, el principal problema fue el aislamiento departamental dentro del gobierno.
En 1998, la Fiscalía General era un concepto relativamente nuevo y competía directamente con la policía, que en muchos casos se negaba a compartir información. Además de eso, la falta de un proceso nacionalizado tampoco ayudó. “Actualmente la información se encuentra en bases de datos y sistemas de información”, explica. “Pero en aquel entonces solo teníamos un bolígrafo y un diario, y tomábamos notas. Todo era analógico”.
Para cuando convenció a los altos directivos de que estaban lidiando con un asesino serial, ni siquiera estaba seguro de lo que eso significaba. Sabía de los asesinos en serie por las películas y los detectives veteranos que habían trabajado en los casos de Pedro López y Daniel Camargo Barbosa en la década de 1970, pero no contaba con una formación especializada, así que tuvo que volverse autiodidacta.
“Al principio tuvimos que leer muchos libros”, dice. "Literatura estadounidense, literatura inglesa que hablaba del FBI y este tipo particular de comportamiento criminal”.
Durán menciona un programa de televisión que fue particularmente de gran ayuda: la serie policial Citizen X de HBO de 1995, protagonizada por Donald Sutherland. La trama sigue a un detective que lucha contra una burocracia desordenada para acabar con un asesino en serie en la Rusia soviética. Como menciona Durán, “fue muy similar a lo que estábamos observando”.
Finalmente, después de aproximadamente un año en el caso, lograron un gran avance. Fueron contactados por un hombre que dijo haber sido atacado cuando era un joven por alguien que le había prometido trabajar transportando ganado. Pero en lugar de ofrecerle un trabajo, lo había atado, violado y torturado. Por fortuna, el atacante estaba tan borracho que se quedó dormido, lo que permitió que el joven escapara.
Casi una década después, el joven, ahora en su adolescencia tardía, estaba comprando el almuerzo en un restaurante cuando se dio cuenta de que el cajero era el hombre que lo había atacado. Con sigilo, salió del restaurante y se fue a casa para reunir a sus tíos, quienes regresaron esperando un enfrentamiento. Pero para aquel momento, el hombre, que también había reconocido a su víctima, había abandonado su trabajo y desaparecido. La víctima no sabía el paradero de su atacante, pero conocía el nombre del restaurante: La Arepa.
A partir de ahí, Durán entrevistó al exdueño del restaurante, quien pudo brindar una descripción y el nombre de su excajero. Su nombre era Luis Alfredo Garavito.
Durán y su equipo fracasaron en localizar a Garavito, pero encontraron a su hermana en un pueblo llamado Trujillo, a solo dos horas al oeste de donde habían sido encontrados los tres niños en 1998. La hermana era profundamente religiosa y dijo que se mantenía alejada de Garavito porque siempre estaba borracho, pero refirió a los detectives a una maestra de escuela con la que a veces se quedaba: una mujer llamada Luz Mary que tenía varias cajas con las pertenencias del asesino.
Durán abrió las cajas y encontró recortes de periódicos que detallaban las desapariciones de jóvenes desde 1992. Algo que también los dejó horrorizados fue el hallazgo de un calendario marcado con números que iban del nueve al 14, garabateados en fechas aleatorias. “Descubrimos que estaba marcando la fecha y la edad de los niños que había asesinado”, cuenta Durán.
Años más tarde, tras la condena, se darían cuenta de lo estrecho que era el perfil de las víctimas de Garavito: muchachos de piel y cabello “rubios”, con ojos color azul o verde. Nunca se fijó en jóvenes color y solo una vez identificaron a una víctima con una ligera discapacidad. “Le gustaban los jóvenes con rostros bonitos”, dice Durán. “Eran chicos que estaban interesados en generar algún ingreso para dar a su familia, chicos que buscaban oportunidades para ganar dinero”.
Durán y su equipo finalmente atraparon a Garavito después de que el asesino fallara un intento de secuestro en la ciudad de Villavicencio, cerca de Bogotá, donde los enfrentamientos con guerrilleros se habían recrudecido y las víctimas de Garavito eran menos llamativas. Allí conoció a un niño que vendía billetes de lotería en la calle, a quien le ofreció un trabajo transportando ganado, según su modus operandi habitual. Entonces atacó al niño en un terreno baldío, pero un indigente vio el ataque y comenzó a arrojarle piedras a Garavito, lo que llamó la atención de un conductor de taxi que alertó a sus compañeros taxistas de la ciudad. Garavito fue arrestado ese día bajo una identidad falsa, pero el equipo de Durán vio las fotos policiales y se dio cuenta de que tenían al hombre indicado.
El siguiente paso fue obtener una confesión, que tomó alrededor de 24 horas. “Estaba renuente a hablar”, recuerda Durán. Cuando le hacíamos una pregunta, a menudo pedía que la repitiéramos para ganar tiempo para pensar. “No tenía sentimientos ni reacciones, no se ponía ansioso ni nervioso”.
Finalmente, Durán dijo que obtuvo una confesión al fingir que los detectives sabían todo sobre el caso.
“Yo le dije: 'Mira, Luis Alfredo, sabemos que tú eres quien mató a todos los jóvenes, eres una buena persona… pero cuando bebes te pones iracundo y agresivo. En ese momento, hermano, es cuando atacas a los menores”.
Durán dice que el asesino lo miró y asintió con la cabeza. “Él me dijo: 'Está bien, entonces dime, ¿qué más sabes?’”.
Desde ese punto, Durán le mencionó los nombres de las ciudades donde habían encontrado los cuerpos de los jóvenes, las fechas en las que probablemente los había asesinado y la evidencia que sugería que Garavito era el homicida. Tumbas individuales, fosas comunes e historias de madres en duelo. La lista continuó.
“Finalmente me miró y dijo: '¿Sabes qué? Sí' y estiró los brazos al frente. Entonces dijo: 'Quiero pedir disculpas al director y a todos aquí, y al mundo, porque soy un demonio, y lo que han encontrado hasta ahora no es nada comparado con lo que he hecho’”.
Durán describe al equipo apiñado en las oficinas de la Fiscalía General de Villavicencio mientras el asesino en serie más prolífico del mundo describía sus crímenes, uno a la vez. Comenzaron a las 7 PM, pero no terminaron hasta el amanecer del día siguiente. En total, Garavito describió alrededor de 150 homicidios, pero las autoridades encontraron pruebas suficientes para condenarlo por solo 138.
Posteriormente, Garavito fue sentenciado a 1.853 años y nueve días de prisión, la pena más larga en la historia judicial de Colombia. Sin embargo, desde entonces se ha revelado que debido a su voluntad de ayudar a la policía a localizar los cadáveres, podría ser liberado a partir de 2023.
Ese tema particular está fuera del control de Durán, pero obviamente espera que Garavito permanezca en prisión. Dice que el caso de este asesino serial también lo llevó a preguntarse qué estaba haciendo el país para permitir crímenes tan crueles.
“También nos hacemos esa pregunta”, dice. “¿Por qué de toda Latinoamérica hay más casos de asesinos seriales en Colombia?”.
Su respuesta se asemeja a la de Muggah. Dice que es un producto trágico de la normalización de la violencia y la ineficacia de las autoridades, pero se apresura a argumentar que el papel de la policía ha mejorado.
“Hace veinte años, toparnos con estos eventos fue una novedad, así que no pensamos que un solo ser humano estaba detrás de esto... Por fortuna, en los casos posteriores al de Garavito hemos podido hacer mejores investigaciones”.
Actualmente, Durán dice que el sistema de justicia de la nación es mucho más hábil para reconocer y encontrar a delincuentes únicos. Está orgulloso de la forma en que ayudó a diseñar un marco formal para atrapar a los asesinos, particularmente la forma en que tomaron prestadas técnicas de elaboración de perfiles criminales del FBI, pero las adaptaron específicamente al entorno colombiano.
“Nos dimos cuenta de que los perfiles hechos en Estados Unidos no nos iban a funcionar”, cuenta, “porque los colombianos son muy diferentes en la forma de actuar, pensar, comer y en sus creencias religiosas. Entonces comenzamos a construir nuestros propios perfiles basados en Colombia. Construimos perfiles para las víctimas, el asesino, los investigadores y la preparación que debe tener un detective. Construimos algo diseñado para nosotros, lo que nos permitió comenzar a procesar toda la información. Construimos un sistema de información muy bien organizado; con buen apoyo y dirección, lo cual nos permitió empezar a relacionar a este personaje con las víctimas que estábamos encontrando”.
Durán sigue siendo detective de la Fiscalía General de la Nación, luego de 30 años. Ahora tiene 50 años y sus recuerdos del caso se han difuminado, pero todavía piensa en él a menudo; en particular en las familias de las víctimas, quienes fueron efectivamente abandonadas por el gobierno. En la actualidad, Durán dice que esas familias recibirían servicios de asesoramiento y asistencia financiera, pero en aquel entonces fueron interrogadas por la policía y olvidadas.
“A diferencia de ahora, el estado no habló de reparaciones o compensaciones económicas para las víctimas”, dice. “En el estado de Quindío les proporcionamos apoyo psicológico a las víctimas, pero no fue una ayuda que ocurriera a nivel nacional. Nunca les prestaron atención”.
Luego, tras una pausa, menciona el horror que algunas de estas familias se vieron obligadas a soportar. Para él, es la verdadera tragedia del caso: los cientos de personas cuyas vidas fueron deformadas de manera irreversible por el sadismo de un solo hombre.
“Hubo varias familias que encontraron a sus hijos decapitados, apuñalados, quemados, mordidos”, cuenta Durán en voz baja. “Imagínense encontrar a su hijo con un palo en el recto hasta la boca. Como hermano, como padre, como madre, es impactante. Pero la policía nunca le prestó atención. Es mi opinión personal, y ustedes saben que estoy criticando al Estado, que es la institución que paga mi salario, pero sigo pensando que hubo falta de ayuda para estas personas, especialmente para las familias que fueron afectadas”.
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Con reportajes adicionales de Laura Rodriguez Castro.
*La mayor cantidad de víctimas se atribuyen técnicamente a Harold Shipman, un médico del Reino Unido quien asesinó a cientos de pacientes con sobredosis de diamorfina. Pero como médico, poseía libertades únicas y se encuentra fuera del perfil tradicional de un asesino serial.
Julian Morgans https://ift.tt/2Yivqa0
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