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viernes, 25 de septiembre de 2020

Crisis climática y vida cotidiana: ¿nuestros hábitos alimentan el colapso ecológico?

Es momento de despertar. Este viernes de la Semana Global de Acción por el Clima, VICE Media Group presentará únicamente historias relacionadas con la actual crisis climática. En este enlace podrás conocer a jóvenes líderes de múltiples lugares del planeta y entender con ellxs cómo tomar acciones.

Cuando de crisis climática se trata, solemos perder mucho tiempo y energía discutiendo si lo que necesitamos es compromiso individual o cambio colectivo y político. Así que, para evitar ese desgaste, propongo que nos pongamos de acuerdo en algo: esta crisis es global y sistémica, lo cual quiere decir que necesariamente requiere de cambios sistémicos y colectivos. Y eso, inevitablemente, implica muchos cambios personales, pues lo colectivo se deriva también de la conexión de los procesos individuales. No es “lo uno o lo otro”, es lo uno y lo otro, siempre.

Dicho esto, creo que también es necesario reconocer que uno de los asuntos más complejos de la crisis climática es que nos cuesta muchísimo entender las proporciones de lo que está pasando —por ejemplo, que no es un asunto que se limite solo al clima sino que implica en efecto una crisis global ecológica y social—, y nos cuesta aún más entender cómo nuestras acciones cotidianas, que parecen tan pequeñas, tan insignificantes, pueden estar contribuyendo al colapso de los ecosistemas que conforman y hacen posible la vida en el planeta, incluyendo la nuestra.

Parece todo muy abstracto, muy grande y muy lejos, y nos parece prácticamente imposible que nuestro vaso desechable, nuestra camiseta que no necesitábamos, nuestro nuevo celular que reemplazó al que todavía no tenía por qué ser reemplazado y nuestra chuleta en el almuerzo sean parte del problema. Queremos pensar que el problema está en otra parte: en las decisiones que toman los políticos y los directores ejecutivos de las grandes compañías, en los contratos de megaminería y los cultivos infinitos de palma de aceite, en las enormes chimeneas de las fábricas y sus toneladas de vertimientos tóxicos a las fuentes de agua que las rodean.

Y es cierto: el problema está en esas cosas, que superan por mucho el impacto de nuestras ínfimas acciones cotidianas. Pero esas cosas existen, también, porque miles de millones de personas —otros individuos con sus respectivas ínfimas acciones— votan por esos políticos (y luego se desentienden de sus iniciativas y proyectos), le dan su dinero a esas grandes compañías, compran los productos hechos con lo que se extrae en esos proyectos de megaminería y los que se fabrican con ese aceite de palma, y así participan —participamos— de lejos y sin darnos cuenta en el proceso de combustión que expulsa gases tóxicos por esas chimeneas y envenena el agua que tarde o temprano nos vamos a tener que tomar nosotros mismos.

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Considero, en todo caso, que es muy importante el cambio que se ha dado en el discurso sobre crisis climática en los últimos años: ante un problema de esta magnitud, gravedad y urgencia, no podemos contentarnos con que un puñado de individuos cambien las bolsas desechables por unas de tela, los vasos desechables por botellas de acero inoxidable y los pantalones de poliéster para hacer yoga por una alternativa fabricada con botellas recicladas de PET, sencillamente porque no es suficiente. Y por eso es esencial recordar siempre que este es un problema sistémico que solo responderá a soluciones sistémicas.

Pero por otro lado, tampoco podemos contentarnos con la palmadita en la espalda y la idea de que “el problema es muy grande” (aunque lo sea), y quedarnos de brazos cruzados esperando a que las soluciones vengan de otra parte.

Sí, necesitamos cambio sistémico. Urgente. Y puesto que parte del sistema somos nosotros, ese cambio sistémico se nutre también de nuestras acciones individuales. Así que nuestro cambio individual tiene el potencial de acelerar el cambio sistémico. Y eso no lo podemos ignorar. Está todo bien si queremos seguir debatiendo en torno a la importancia del cambio político y colectivo versus el cambio individual (es un debate enriquecedor), siempre y cuando no pretendamos cancelar el uno con el otro y entendamos que los dos se nutren y, en el fondo, son el mismo.

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El derretimiento de glaciares, el blanqueamiento de corales, los incendios (cada vez más frecuentes y muchas veces planeados), las zonas muertas oceánicas, la aniquilación biológica (a la que usualmente nos referimos con el eufemismo “extinción masiva”) y en general los eventos climáticos extremos y las evidencias de la degradación de la biósfera, a menos de que vivamos muy cerca de donde están sucediendo, se sienten como escenas de películas apocalípticas que no están pasando de verdad, sino solo en las pantallas de nuestros teléfonos, tabletas, computadores y televisores. Se convierten incluso en imágenes de disfrute estético, o en excusas para convencernos de que estamos mostrando nuestro compromiso con la causa al compartirlas acompañadas de un emoji de corazón roto. Pero sabemos, o al menos sospechamos —o al menos eso espero—, que lo que se requiere de nosotros en esta crisis va más allá de un like.

El asunto es que no es fácil saber por dónde empezar, sobre todo porque vivimos en un sistema que es profundamente insostenible (de ahí la insuficiencia del cambio individual y la necesidad del cambio colectivo y sistémico), y que por lo tanto hace que cualquier esfuerzo por acercarse a otras maneras de vivir impliquen un camino cuesta arriba. Pero eso, por supuesto, no es una excusa. La información bien respaldada y documentada abunda, las iniciativas de personas y colectivos que proponen alternativas son cada vez más visibles y nuestra participación en el proceso de construcción de sociedades sostenibles es inaplazable.

El primer paso es tan claro como incómodo: necesitamos observar nuestros hábitos cotidianos con la intención de entender mejor las múltiples maneras en las que se enlazan con la crisis ecológica, para así tener herramientas más cercanas para empezar a sumar, desde lo individual, a ese cambio colectivo que necesitamos si queremos que el planeta siga siendo viable, no solo para nosotros sino para todas las otras especies que también lo conforman. A continuación propongo tres puntos de partida:

La comida

Hay tanta evidencia de la conexión profunda entre nuestros hábitos alimenticios y la crisis climática y ecológica que a estas alturas ya ni siquiera debería ser tema de conversación.

El más reciente informe Planeta Vivo, publicado por WWF, concluye que las poblaciones de especies de vertebrados en el mundo han disminuido en promedio en un 68%, siendo Latinoamérica y el Caribe las zonas que más poblaciones han perdido, con un promedio del 94%. Y señala que “el sistema productivo de alimentos está detrás de gran parte de esta pérdida de biodiversidad”.

Digámoslo de otra manera: nuestra desconexión con lo que comemos y con todo lo que implica su producción, nuestra obsesión con el consumo excesivo de partes y secreciones de animales (que no solo requiere enormes tierras para criarlos sino otras más enormes para cultivar la soya con la que se los alimenta), nuestra preferencia por comestibles ultraprocesados y ultraempacados que se mantienen por meses en las estanterías, nuestro deseo de comer de todo, independientemente de si está o no en cosecha o se da o no en la zona en la que vivimos, son los principales motores de una aniquilación biológica que tarde o temprano amenaza con alcanzarnos a nosotros también.

Eso quiere decir que tenemos dos opciones: seguir escudándonos en frases flojas tipo “es una decisión personal” y permitir que nuestros hábitos alimenticios arrasen con la vida en el planeta… o aprender a comer de otra manera.

“Comer de otra manera” es una frase muy abierta, pero aquí van unos objetivos puntuales y de comprobada eficacia para reducir el daño ecológico que causa el sistema productivo de alimentos:

  • Come más plantas y menos —muchas menos— partes y secreciones de animales. Eso no significa necesariamente que tengas que ser vegetariano o vegano, pero sí significa que si tienes el privilegio de elegir lo que quieres comer, entonces tienes la responsabilidad de entender el impacto de esas elecciones.
  • Come más alimentos de verdad y menos productos ultraprocesados creados en fábricas. No es solo un asunto de salud y bienestar personal: cuanto más procesado es un alimento, más recursos, más energía y más agua se requirieron para su existencia. Es decir, mayor huella ambiental, y mayor impacto negativo en tu salud y la salud del planeta.
  • Come más productos locales, de producción responsable y de temporada y menos cosas de monocultivos e importadas. Explora los mercados locales, habla con las personas que cultivan lo que comes, aprende sobre los alimentos que se producen cerca de donde vives, elige productores responsables y no discrimines los vegetales “imperfectos”. No solo por la salud del planeta, sino para evitar un mundo en el que los niños creen que los tomates crecen en el supermercado.
  • No desperdicies alimentos. Compra solo lo que realmente te vas a comer, cocina de manera que aproveches la mayor parte de los productos que compras y almacena las sobras de manera que efectivamente te las comas después. La FAO calcula que se desperdicia alrededor de un tercio de los alimentos que se producen, lo que quiere decir que una tercera parte de la huella ambiental que genera su producción podría ser evitada. Y, considerando que la producción de alimentos es una de las principales causas de básicamente todos los males del planeta, reducir eso en al menos un 30% no es poca cosa.

El transporte

Otro de los aspectos de nuestra vida cotidiana que alimenta de manera clara y contundente la crisis ecológica es la manera en la que elegimos movernos de un lugar a otro (más allá del uso de nuestros pies o nuestras ayudas para caminar y movernos).

Tener acceso a medios de transporte motorizados que van cada vez más rápido y llegan cada vez más lejos tiene sus ventajas, claro, pero considerando que todos esos medios de transporte dependen —de manera directa o indirecta— de combustibles fósiles, y que en su funcionamiento generan gases que empeoran la crisis climática, hace que sea necesario pensar también en su impacto y no solo en nuestra comodidad.

Por otro lado, el hecho de que hayamos desarrollado este alto nivel de dependencia a los vehículos motorizados también afecta directamente nuestra salud, envenenando el aire que respiramos (nosotros y todas las otras especies de seres vivos que también respiran). Y a cambio ni siquiera estamos “ganando tiempo”, pues como dice Juan Manuel Ruiz García en su texto Velocidad: ¿ir más rápido o llegar antes?: “La mayor eficiencia en el transporte no se ha traducido en reducir los tiempos de acceso a nuestros destinos sino en recorrer, más velozmente, las distancias, mucho mayores, que nos separan de ellos”.

Entonces:

Prefiere los desplazamientos sin motores. Si puedes caminar, patinar o moverte en bici, hazlo. No hace falta (ni tiene sentido) poner a andar una máquina de una tonelada, con todo lo que eso implica, para transportar una persona que puede moverse por sí misma a una distancia que podría alcanzar caminando o pedaleando.

Usa el transporte público. Puede que a veces no sea tan cómodo ni tan conveniente como un carro particular, pero es mucho más eficiente en el uso de combustibles y lleva a mucha más gente ocupando mucho menos espacio. No solo es una manera más responsable de moverte por la ciudad sino que también es una forma más solidaria de usar el espacio público.

Si vas a usar carro, que sea compartido. Si cuatro personas van en la misma dirección, entonces que vayan en el mismo carro. Ponte de acuerdo con amigos / familiares / compañeros de trabajo, para reducir no solo la huella ambiental sino la congestión en las calles y carreteras.

Vuela menos. Con las aerolíneas low-cost se vuelve muy tentador estar comprando pasajes para ir a reuniones que podrían haber sido una teleconferencia, o para escapadas de fin de semana a cualquier parte. Pero como pasa con todas las cosas baratas, su bajo precio solo es posible porque no refleja los costos ambientales que implica. Evita los aviones. Y si vas a volar, que sea para viajes que realmente se justifiquen, que sea en clase turista y ojalá solo con maleta de mano; así haces un uso más eficiente del espacio y, por lo tanto, de combustible.

La vida digital

Por último, un aspecto de nuestra vida cotidiana que parece inocente pero no lo es: nuestra actividad en internet.

Algunos datos para darle mejor proporción a este asunto: de acuerdo a la “Smart guide to Climate Change” de la BBC, “la huella de carbono de nuestros aparatos, internet y los sistemas que los soportan representan alrededor del 3.7% de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero”. Esa es una cantidad similar a la que genera la industria aeronáutica a nivel mundial, y se calcula que esas emisiones se duplicarán en los próximos cinco años. En otras palabras: nuestros hábitos de navegación en internet pueden ser tan pesados para la salud del planeta como recorrerlo en avión.

Aquí unas ideas básicas para reducir la huella ambiental de nuestra vida digital:

Piensa en los datos almacenados como si fueran objetos. Guardar emails que nunca más leeremos y fotos que nunca más veremos puede parecer inofensivo cuando creemos que están suspendidos en una nube, pero cuando somos conscientes de lo que ese almacenamiento implica no tiene sentido seguir guardando por guardar. Así como no es deseable convertirnos en acumuladores de objetos, tampoco deberíamos acumular información digital. Dedícale un rato cada semana a eliminar archivos antiguos que ya no usas y emails que no te aportan nada. No solo reduces tu huella ambiental sino que, si estás pagando por servicios de almacenamiento en la nube, reduces costos también.

Usa tus ratos de streaming de manera más consciente. Sentir que tenemos acceso a tanto contenido de manera inmediata nos da la sensación de que no hay límites. Pero sí los hay: el planeta es finito, y los límites de su capacidad de regeneración nos están estallando en la cara. Esto no significa que no puedas volver a ver series, escuchar música o ver videos en Youtube, pero sí sería ideal que al menos sirva como motivación para hacer una selección más cuidadosa de lo que queremos ver, y con qué frecuencia lo queremos ver.

Reduce tu tiempo en pantalla. Muchos dependemos de medios y dispositivos digitales para trabajar, y por eso pasamos buena parte del día mirando pantallas. Sin embargo, nuestros hábitos de navegación web (y específicamente la parte asociada a plataformas conocidas como “redes sociales”) nos llevan a pasar mucho más tiempo del necesario —y del saludable— mirando nuestras pantallas. Aprender a romper ese ciclo adictivo no solamente es bueno para el planeta, sino también para nuestro bienestar individual y nuestra salud mental.

Cuida tus aparatos tecnológicos. Para usar internet dependemos de aparatos que también consumen mucha energía, no solo para funcionar y cargar sus baterías, sino también para ser fabricados, transportados y (cuando se puede, que cada vez es menos) reparados. Alargar la vida útil de estos aparatos es otra manera de reducir, desde nuestros hábitos individuales, el impacto ambiental del mundo digital.

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Cada uno de nosotros aporta, de manera más o menos intensa y directa, al desarrollo de la crisis ecológica que amenaza a toda la vida en el planeta. Decir que “todos somos parte del problema” es una sobresimplificación, claro, porque no todos hemos contribuido de la misma manera al desarrollo de esta crisis; pero funciona al menos como punto de partida para traer otra afirmación que resulta mucho más esperanzadora, y que se deriva precisamente de la anterior: todos, de alguna manera, somos parte de la solución.

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Mariana Matija https://ift.tt/3cxrc47

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