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jueves, 10 de septiembre de 2020

¿Qué pasa con quienes quedan tras un suicidio cercano?

No somos islas. Aunque sintamos que somos autónomos y que nuestra vida se construye y se mantiene a partir del barullo de lo que identificamos como un mundo interior, no existimos desvinculados. La manutención de nuestro bienestar como seres vivos depende de una interacción constante e intensa con lo que nos rodea: los espacios, las personas, las cosas, el tiempo. Puede decirse que la construcción y la manutención de nuestro malestar es también colectiva. Sin embargo, creemos que somos autónomos y confiamos excesivamente en el peso de nuestras decisiones.

Quizás uno de los casos en que creemos que la autonomía se presenta en su estado puro sea el suicidio. Decimos que una persona decidió quitarse la vida. En el momento en que una persona auxilie a otra en el propio suicidio, la muerte resultante se caracterizará inmediatamente como homicidio. El requisito básico para un suicidio es que sea autónomo, desvinculado de otros —en fin, isla. El suicidio es un acto eminentemente solitario. Pero, ¿existe tal cosa? ¿es un acto solitario necesariamente individual?

En el mundo se suicidan alrededor de 800.000 personas al año. Para tener un poco de perspectiva, a la fecha han muerto 893.000 personas por COVID-19; no sin razón algunos especialistas llaman al suicidio la pandemia del siglo XXI. Aunque el suicidio sea un fenómeno multifactorial en el que inciden tanto trastornos mentales, como presiones sociales, falta de acceso a recursos necesarios para una vida digna, condiciones fisiológicas de otro orden, etc., tendemos a hablar sobre el suicidio en dos llaves principales: como el efecto del trastorno, o como la elección de una persona. En los dos casos, borramos no sólo los otros factores que participan del fenómeno, sino que nos olvidamos de pensar en su carácter colectivo y en lo que genera. 

¿Quién queda de un suicidio? Si pensamos en la vida menos como un archipiélago de lindas islas con márgenes claras que se comunican circunstancialmente apenas según sus necesidades y la imaginamos más como un tejido sin límites, cada suicidio es una rasgadura en la tela. Allí donde se rasga quedan familiares, amigos, conocidos y testigos, y queda también el hueco.

Un suicidio es un fenómeno disruptivo porque además de la ausencia de la persona que muere, el suicida nos muestra que el pacto de mantenernos vivos es, de alguna manera, frágil. Vinicius Lopes, psicólogo y psicoanalista, explica que “el suicidio se manifiesta como un recordatorio: ‘me muero yo hoy, pero un día también te toca a ti’, y eso es terrorífico. Es como si el suicidio resaltara esa realidad”. Las personas que pierden a alguien por un suicidio, o que lo presencian, se ven delante del quiebre de ese pacto de quedarnos todos vivos hasta que el cuerpo no aguante más.

Vinicius me explica que, además de los efectos psíquicos que ese encuentro súbito con la muerte pueda generar, “las personas próximas a un suicidio suelen quedarse con un enorme interrogante, un sentimiento de culpa o una reconstrucción de memorias que pueda explicar el hecho. A diferencia de casos de homicidios, en los que se tiene la indignación como arma simbólica, en el suicidio las personas se quedan apenas con el interrogante”. Durante su experiencia clínica, Marcela Rodríguez Ospina, psiquiatra y psicoterapeuta de la Universidad Nacional de Colombia, ha visto una reacción similar: “a quienes sobreviven a la situación lo que más los invade es la culpa, el sentimiento que resta es un sentimiento culposo. Las personas se preguntan ‘¿en qué fallé?, ¿por qué no hice tal cosa?, ¿por qué no tal otra?’”. Hablando con ella me doy cuenta de que al rasgarse el tejido quedan también psicólogos, psiquiatras y psicoanalistas que pueden haber trabajado con personas que más tarde se quitaron la vida. A ellos también les resta el interrogante y a algunos, como a Marcela, la culpa. 

Parte del problema con las preguntas que rondan la culpa —¿por qué no me di cuenta?, ¿en qué fallé?, ¿debía haberlo notado?— es que muchas veces quien está pasando por un momento de sufrimiento intenso no quiere preocupar a quienes lo rodean y lo quieren. “A veces las personas no quieren buscar ayuda porque no quieren preocupar a alguien más, pero eso no es sinónimo de que las personas tengan que quedarse solas. Deben buscar un profesional”, me dice Vinicius.

Es una carga muy pesada para cualquier persona responsabilizarse individualmente por el bienestar psíquico y emocional de otra, independientemente de la relación que las una. Y es ingenuo y quizás cruel pensar que una persona o una familia pueda contener el sufrimiento de alguien que decida suicidarse. Además, si es verdad que personas en intenso sufrimiento psíquico evitan preocupar a sus más cercanos, puede que las familias y los amigos sean los menos indicados y los más desinformados a la hora de actuar. La solución, así como las causas, deberían ser colectivas.

Sería deseable —y deberíamos exigir todos— que los profesionales estén al alcance de la mano. Aunque hay líneas de atención psicológica, muchas personas no saben que este tipo de líneas o de profesionales existen y estos no son de fácil acceso ya sea en centros culturales barriales, centros de salud, iglesias, centros deportivos. Un sistema de salud robusto debería incluir terapias de escucha de fácil acceso, especialmente si estamos hablando de una pandemia de salud mental. 

Me pregunto si no podemos usar la indignación también como recurso simbólico para procesar el suicidio. Quizás si entendiéramos colectivamente mejor las condiciones sociales que empujan a las personas a acabar con la propia vida, y les diéramos el peso que merecen, podríamos indignarnos y quizás aliviar un poco la culpa. La indignación puede llevar a un accionar colectivo que movilice un cambio; la culpa es corrosiva y solitaria. 

Según los datos anuales de la Organización Mundial de la Salud, el 79% de los suicidios sucede en países de ingresos bajos y medios. La misma organización ha alertado sobre los efectos de la pandemia del coronavirus en el aumento de los suicidios y sobre la proyección de aumento de casos de enfermedades de salud mental como efecto de la pandemia y de las cuarentenas que han sido adoptadas en diferentes modelos a lo largo del continente. No solo la pérdida de empleos, sino también la evidencia de que los sistemas de salud no dan abasto y de que el ciudadano se siente desatendido, abandonado, pueden ser factores que lleven a una persona a sentir que no tiene salida. “Hay una decisión en el suicidio, pero es una decisión que transborda, que rompe, que sucede por falta de recursos”, me explica Vinicius. 

Marcela habla de la frustración frente al sistema médico que le queda a quien sobrevive a un suicidio cercano. Un aspecto de esta frustración es que, en algunos casos, los familiares de una persona que se suicida no solamente quedan expuestos a la pérdida sino que también son psiquiatrizados ellos mismos. Esto quiere decir que, cuando ocurre un suicidio, más personas de una familia pueden ser diagnosticadas con el mismo trastorno mental de quien murió. Como un hado o una condena, el familiar siente que si el suicida fue llevado a la muerte por su enfermedad, lo único que le resta a él es ese camino. El problema con lo que las personas entienden como la enfermedad mental —que es genética, que es como cualquier otra enfermedad, que es de familia— me dice Marcela, es que no se tiene en cuenta que en el sufrimiento psíquico inciden otros factores como la historia familiar y las violencias que puedan atravesar a un grupo de personas. Se resume la experiencia a apenas una enfermedad y los familiares del suicida se ven conviviendo con ese fantasma doble: la culpa y el miedo.

Tanto Vinicius como Marcela recomiendan que quien haya perdido a alguien por suicidio o haya sido testigo de uno busque ayuda profesional. “Cuando sucede algo inesperado y muy fuerte, la manera en que cada uno responde depende de su estructura psíquica. Lo que sí sabemos es que cada persona va a responder, porque eso que se presenta es del orden de lo imposible, y la respuesta de algunas personas puede llevarlas a un malestar muy grande. ¿Cómo lidiar con eso? Hablando con un profesional para poder darle contornos a esa angustia”, afirma Vinicius. Desde una perspectiva en que el medio social tiene un enorme impacto en este tipo de hechos, Marcela argumenta que “uno podría decir que quien sobrevivió al suicida también está inmerso en ese medio social, y ahora tiene que arrastrar con un lastre adicional de ser la mamá, el papá, el hermano del que se suicidó, porque habitualmente hay una tendencia a culpabilizar a la familia inmediata. En mi experiencia la única forma efectiva que conozco para manejar esto es un proceso de terapia en que la persona pueda comprender y asumir su responsabilidad más que lidiar con sus culpas; que las personas puedan entender qué pasó”.

Al final de nuestra llamada, Vinicius me dijo algo que quedó resonando: “para quien se pregunta qué pudo hacer diferente, piense que todavía puede hacerlo por otras personas y por sí mismo. El verbo no tiene que conjugarse en el pasado, puede conjugarse también en el presente”.

Juliana Ángel Osorno https://ift.tt/eA8V8J

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