Artículo publicado por VICE Colombia.
Si usted vive en Bogotá y respira el aire en cualquier parte de la ciudad (unas zonas están en alerta amarilla, otras, en alerta naranja) puede que la nariz, los pulmones y a veces hasta la sangre se le llenen de partículas.
Cada vez que alguien en Bogotá inhala, junto al aire que le llena los pulmones también entra algo que se conoce como material particulado: una materia sólida, diminuta, que puede estar químicamente compuesta de varias cosas—metales, hollín, cemento, cenizas, virus, gases condensados— y a la que se le empiezan a adherir otras cosas —hasta líquidos— en su viaje por el aire. En resumen: mucha porquería.
Cuando ese material particulado se inhala, algo que hacen en mayores cantidades quienes viven en el suroccidente de Bogotá —donde hay mayores concentraciones de esas partículas—, causa problemas respiratorios y cardiovasculares, como asma, bronquitis, infecciones, Epoc, paros cardiacos, tos, irritaciones, cáncer.
En Bogotá, esas partículas son expulsadas principalmente por dos fuentes: las industrias que usan carbón o leña y los medios de transporte que usan diesel: los camiones, los buses, Transmilenio. Cada bus con diesel y cada empresa que no usa gas natural aporta a la mala calidad del aire en Bogotá y contribuye a la mala salud de los que viven acá.
Mientras usted está leyendo esto, si está en Bogotá, sepa que hay una cantidad alarmante de material particulado alojado en sus pulmones. Sepa que, aunque el problema es crítico, es muy poco, más bien nada, lo que la Alcaldía está haciendo para cuidar de su salud: decretada la alerta, amplío el pico y placa (la medida de restricción de carros según el último número de la placa) durante dos fines de semana.
En noviembre pasado, el Instituto Nacional de Salud publicó un informe sobre las enfermedades ocasionadas por contaminación ambiental en Colombia. La conclusión es que en 2016 hubo un poco más de 17.500 muertes atribuidas a algún tipo de contaminación ambiental —contaminación del agua, del aire y otros—. De esas, 15.681 muertes fueron ocasionadas por la contaminación del aire.
Es decir que, en 2016, hubo más personas que murieron por contaminación del aire que por asesinato. Según Medicina Legal, en ese año se presentaron 11.532 muertes por homicidio en el país.
Mientras tanto, la Alcaldía de Bogotá, una de las ciudades donde el problema es más grave, le pide a la gente que no levante el polvo cuando lo barra para no afectar la salud de las personas.
Pese a esta pasividad en la ordenanza de nuevas medidas que aborden el problema de una forma más comprensiva, a la Alcaldía (a la institución como tal, no solo al mandatario) le han mandado posibles respuestas al problema desde hace 10 años.
Lo ha hecho un grupo de personas dedicado a todo tipo de oficios, que ya alertaban sobre la crisis del aire antes de que llegara a los medios y se volviera noticia. Hoy se agrupan en la Mesa Ciudadana por la Calidad del Aire de Bogotá, Mecab, un grupo compuesto por académicos, técnicos, ciudadanos y algunos funcionarios públicos, reunidos con el único propósito de resolver lo que ellos califican como el problema ambiental más grave de la ciudad.
Ya hace año y medio que vienen trabajando bajo el nombre de la Mesa para hacer presión en el Distrito y otras dependencias involucradas en la mala calidad del aire. Su trabajo ha sido silencioso para la mayoría de nosotros, que no tenemos mucha idea ni contacto con esferas ambientalistas. Aún así, las últimas noticias y escándalos por el aire —la alerta naranja en algunos barrios de la ciudad, la polémica por los recientes buses de diesel comprados por Transmilenio— han llegado a nuestros oídos gracias a ellos, a su trabajo y a su presión.
“La Mesa empezó en un punto en que el tema parecía muerto. Pero uno hablaba con las personas, ciudadanos, y eran super conscientes de que había un problema con el aire. Se preguntaban sobre su salud y los buses. La gente sí estaba preocupada por eso y la Mesa lo que hizo fue darles voz”, me dijo Juan Pablo Orjuela, ingeniero ambiental e integrante de la Mesa. Él fue uno de los cuatro integrantes de la Mesa con los que me senté en días pasados en una cafetería en el centro de la ciudad a hablar sobre el aire. Mientras hablábamos, cerca a la puerta del lugar, el humo de los buses se metía a la cafetería y nos inundaba las narices.
Ahí me contaron que la idea inicial, cuando empezaron a reunirse con cerca de otras 40 personas a principios de 2018, no era hacer una organización, sino organizar unas reuniones en las que se pudieran sentar académicos, técnicos y la ciudadanía, con representantes de la Secretaría de Ambiente, el Ministerio de Transporte y de Transmilenio, entre otros, a pensar en soluciones. La convocatoria para esas reuniones empezaron con tres personas que ya trabajaban en temas ambientales y que pertenecían a La Ciudad Verde, Juan Pablo Orjuela, Silvia Ojeda y Santiago Aldana.
“Éramos literalmente Silvia, Santiago y yo golpeando durante meses en las secretarías y en los ministerios pidiéndoles que fueran. Que al final sucediera fue casi que un milagro”, me dijo Orjuela sobre los seis meses de 2017 en los que los tres estuvieron convocando a las 50 personas que finalmente asistirían a la primera reunión en febrero de 2018.
Después de tres reuniones, la conclusión fue que no necesitaban llegar a soluciones ni a compromisos: ya todos sabían qué había que hacer y los representantes de gobierno no se atrevían a hacer compromisos. La conclusión fue que necesitaban un grupo de gente que estuviera vigilando las acciones que se tomaban en la ciudad e intervinieran a favor del aire en momentos clave.
Así nació la Mesa Ciudadana por la Calidad del Aire de Bogotá, cuya primera acción fue intervenir en la licitación de la nueva flota de buses de Transmilenio que se realizó en 2018.
“La licitación tenía unos criterios para mirar qué empresas podían ofertar. En esos criterios estaba la viabilidad económica, que tenía un puntaje alto, pero el puntaje que se le daba a las energías limpias era muy bajo”, me contó Santiago Aldana, integrante de la Mesa y de La Ciudad Verde. La Mesa intervino, encabezada por quienes también pertenecen a la Clínica Jurídica de Medioambiente y Salud Pública de la Universidad de los Andes. El resultado de su intervención fue que el puntaje para energías limpias aumentó. Sin embargo, el resultado final de la licitación fue el final amargo que llegó a las noticias.
El 40 por ciento de los buses de Transmilenio, comprados en 2018 —y que entrarían en funcionamiento en 2019—, serían de gas natural, pero el 60 por ciento restante seguiría siendo de diesel. Al final, el Distrito aprobó la compra mayoritaria de buses que seguirán soltando material particulado al aire y que contribuirán a que respirar en Bogotá siga siendo insalubre.
Y hay más: la única propuesta de buses eléctricos que aplicó a la licitación ni siquiera fue tenida en cuenta, por lo que ahora el Distrito enfrenta la posibilidad de pagar una multa. “La semana pasada un juez dijo que sacar del juego al único oferente de buses eléctricos fue ilegal, vulneró el debido proceso. Ahora el Distrito tendrá que pagarle a esa empresa, darle una indemnización, sin que entren los buses”, me dijo Camilo Giraldo, otro de los integrantes de la Mesa y de la Clínica Jurídica de Medioambiente de los Andes. “Nos quedamos sin el pan y sin el queso”, le respondió Juan Pablo Orjuela.
Esa es solo una, tal vez la más reciente, de una lista de decepciones y frustraciones que los defensores del aire suman a su historial. Todos sus logros e intervenciones parecen tener el mismo destino: un esfuerzo para que otros escuchen, una propuesta que se entrega cuando finalmente los escuchan, un resultado en el que la propuesta es tenida en cuenta de forma muy mínima o a veces casi nula. Un esfuerzo que termina en muy poco.
“Es una constante frustración porque uno intenta hacer algo y no funciona, porque la gente no lo habla lo suficiente, porque por decisiones políticas no se toman las medidas adecuadas que serían efectivas —me dijo Daniela García, otra de las integrantes que también pertenece a la Clínica Jurídica de Medioambiente—. Pero también hay pequeñas satisfacciones. A mí me parece satisfactorio ver hoy a los medios preocupados por el tema de calidad del aire y a la gente entendiendo un poco más qué está pasando con el aire. Hace cuatro años nadie hablaba de la calidad del aire”.
Para García, mucho de ese desinterés tiene que ver también con una particularidad física del aire: que no lo podemos ver. Es difícil ser consciente del nivel de la contaminación del aire cuando es más o menos imperceptible, lo que no pasa, por ejemplo, con la contaminación del agua. Y esa invisibilidad, dice, se refleja en una invisibilidad social: si nadie se da cuenta del problema, nadie le exige a políticos y al Congreso que tomen acciones.
Pero tal vez la frustración más grande para estos defensores del aire pasó al año de posesión de Enrique Peñalosa, en 2017. A mediados de ese año, esa administración expidió una resolución en la que tumbaba lo poco que quedaba de un plan para descontaminar el aire de Bogotá, la herramienta más importante que tenía la ciudad para resolver el problema. Por ahora una herramienta muerta sin esperanza pronta de revivir.
Así es la historia: el plan, cuyo nombre completo es Plan Decenal de Descontaminación del Aire de Bogotá, fue un documento que realizó el Grupo de Estudios en Sostenibilidad Urbana y Regional de la Universidad de los Andes en 2009. Lo hicieron por encargo de la Secretaría de Ambiente de Bogotá, que tenía la obligación de cumplir un mandato nacional: no podía haber más de 50 microgramos de material particulado por metro cúbico. En ese momento —también en este momento— el promedio en Bogotá supera esa cantidad y ronda más bien los 75 microgramos de material particulado por metro cúbico. Aunque eso varía según el barrio —en el norte se respira un aire menos contaminado que en el suroccidente de Bogotá—.
Solo para tener en cuenta: según Juan Pablo Orjuela, 75 metros de material particulado por metro cúbico es el tope máximo en una ciudad como Londres, por lo que allá es una cantidad que se ubica en los rojos de la escala de alertas; acá, en Bogotá, 75 microgramos es “lo normal” y en el sistema que desde la Alcaldía de Bogotá mide la contaminación (Iboca) es una cantidad que se ubica en los amarillos de la escala.
De vuelta a la historia: en las 200 páginas del Plan de descontaminación que en 2009 la Alcaldía recibió de ese grupo de investigación, al que pertenecía Juan Pablo Orjuela —y, dicho sea de paso, también el actual Secretario de Movilidad, Juan Pablo Bocarejo—, en ese documento quedaba claro que había dos medidas urgentes.
“Hicimos un proceso de priorización sofisticadísimo, con unos algoritmos de optimización que desarrolló el equipo de ingeniería industrial en la universidad, para ver cuáles eran las medidas más importantes. Al final quedó clarísimo que se podía hacer de todo, pero si no se ponían filtros en los vehículos de diesel, y si no se cambiaban las industrias a gas natural, el problema del aire nunca se iba a solucionar”, me dijo Orjuela.
En 2010 el documento, con esas dos medidas subrayadas, salió firmado desde la Secretaría de Ambiente por el alcalde de entonces, Samuel Moreno. Unos meses después, Samuel Moreno terminó en problemas judiciales. Luego llegó Gustavo Petro a la Alcaldía con la prioridad ambiental del cambio climático, según los integrantes de la Mesa. Aún así, dicen, aunque el aire no era la prioridad, durante su mandato se adelantaron algunas de las recomendaciones hechas por el Plan de Descontaminación, medidas que fueron exitosas a pesar de no estar del todo bien ejecutadas.
Una de esas cosas que hicieron a medias fue la prueba de los filtros en buses y transporte público de diesel. El rollo es así: los carros que usan gasolina tienen que tener filtros desde 1997 que eliminan más o menos el 90 por ciento de los contaminantes del aire. Con los vehículos de diesel —camiones, Transmilenio, Sitp— no hay obligación para que esos filtros se instalen. El Plan decía que implementar los filtros era fundamental para mejorar la calidad del aire. Así fue que, durante la administración de Petro, técnicos de la Universidad Nacional hicieron una prueba piloto para probar si la instalación de filtros en buses se podía ejecutar.
“Si uno le pregunta a los académicos de la universidad cuál fue el resultado de esa prueba van a decir que sí, que los filtros funcionan y que claro que se puede. Y si uno le pregunta a la Secretaría de Ambiente hoy, van a decir que no, que la conclusión fue que no funcionó. En general todo el mundo sabe que lo que pasó con ese programa fue que hubo una objeción tan grande por parte del sector privado que terminó saboteando el proceso. Ellos lo que no querían era que la secretaría los pusiera a ellos, los dueños de los buses, a poner los filtros. Lo que querían era que la administración distrital pagara los filtros. La administración dijo que no y ahí quedó la idea de que los resultados de esa prueba era que los filtros no funcionaban”, me dijo Juan Pablo Ortega.
En resumen: se hizo la prueba para poner los filtros pero como nadie quería asumir los costos se “asumió” que los resultados de la prueba era que los filtros no servían, según cuenta Ortega.
La administración de Petro varias veces dijo que implementaría los filtros en 2.000 de los 12.000 buses de Sitp y Transmilenio. Sin embargo, su mandato terminó sin que lo hubiera hecho. Luego llegaría Enrique Peñalosa para darle la última estocada a la implementación de los filtros y al Plan de Descontaminación con el Decreto 335 de 2017. El decreto asegura que la prueba de los filtros había tenido problemas “de carácter financiero, operativo y técnico” y por esa razón descartaban el proyecto de los filtros así como el resto del Plan de Descontaminación, ya que “a pesar de que era un buen ejercicio, tenía mucha academia, y en terreno no se alcanza a cumplir ni el 10 por ciento de lo que ahí está escrito”, según le dijo en 2017 Óscar Ducuara, subdirector de calidad del aire, a La Silla Vacía.
De hecho, fue a raíz de esa noticia y de la expedición de ese decreto que surgió la angustia de hacer algo nuevo: de lograr nuevas soluciones y compromisos. Esa fue la semilla para las reuniones y la conformación de la Mesa Ciudadana por la Calidad del Aire de Bogotá.
En medio de ese panorama desalentador, los integrantes de la Mesa hoy siguen trabajando para que más personas y políticos se preocupen por la calidad del aire y, por extensión, por la salud de los que viven en la ciudad. A pesar de los oídos sordos en los que a menudo caen sus esfuerzos e investigaciones, los abogados, técnicos y activistas de la Mesa siguen trabajando para que tomadores de decisiones y ciudadanos de a pie entendamos que no es normal ver el humo salir de los exhostos de los buses, que es alarmante que el interior de un bus de Transmilenio sea uno de los lugares más tóxicos para estar en la ciudad, o la tos y las irritaciones de garganta y de vías respiratorias no son molestias inevitables sino consecuencias del aire contaminado.
Aún así, no pierden la esperanza, y tienen razones para no hacerlo. Según una encuesta de 2018 realizada por el Departamento Nacional de Planeación, el 51 por ciento de la población urbana del país cree que el problema del aire es el mayor problema ambiental en el país. En Bogotá, así lo cree el 45 por ciento de la población, mientras que en Medellín, donde el problema es aún mayor, el 74 por ciento de los habitantes ven la contaminación del aire como el mayor problema. Todos son números que hace 10 años, o incluso cinco, no se registraban, y que con el paso del tiempo es una preocupación más tangible en la población. Eso, gracias en gran parte a su propio trabajo de visibilización, que ha logrado conectar a los discursos técnicos y académicos con el resto de la ciudadanía.
Por ahora, sus ojos están puestos en las próximas elecciones de alcaldía a Bogotá, en las que esperan el tema del aire sea una de las cosas que puntee en la agenda de discusión de los candidatos.
Tania Tapia Jáuregui https://ift.tt/2SOhSxk
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