Capital Criminal es un viaje por siete ciudades de los siete países más violentos de América Latina: Brasil, Venezuela, Colombia, Honduras, El Salvador, Guatemala y México. Los principales protagonistas de esta investigación son los jóvenes de la región, que son los que más matan y los que más mueren. En la sexta entrega de esta serie viajamos a Choloma, un municipio hondureño, para entender por qué en los últimos años han aumentado los asesinatos de mujeres. La mitad de las víctimas tenían menos de 20 años.
Leila Yasnari Banera conserva los rasgos redondos de una niña, pero la historia que cuenta este mediodía de calor insoportable es la de una mujer sin apenas infancia: a los doce años dejó los estudios para ayudar en casa, fue madre a los catorce y a los 17 mataron a su hermano porque un supuesto amigo le dijo que quería unos tenis como regalo de cumpleaños y él, panadero desde niño, le ofreció un pastel. Cuando cumplió la mayoría de edad, su hermana huyó a Estados Unidos porque querían matar a su marido. A ella le sucedió “el accidente”, como llama al tiroteo.
Después de varias operaciones sin anestesia el dinero que había pedido prestado se acabó y no pudo pagar los últimos 1.200 dólares que, según los médicos, le hubieran salvado la pierna. El día que salió del hospital su pareja migró a México, en teoría para darles una vida mejor a ella y a su hija, pero casi no se comunica ni tampoco envía remesas. Siete años después de que la necesidad la forzase a hacerse mayor, la violencia la obligó a regresar a casa de su madre, que la mantiene a ella y a su niña limpiando casas y lavando ropa.
Cuando Leila Yasnari Banera nació en Choloma, el municipio era conocido como una tierra de oportunidades, la ciudad donde las mujeres podían trabajar en las maquilas de ropa que fabricaban para grandes marcas como Nike o Adidas, hoy es el principal parque textil de una industria que emplea a unas 160.000 personas en Honduras, pero Choloma se ha convertido en uno de los lugares más peligrosos de uno de los países más peligrosos del mundo para ser mujer. La tasa de feminicidios de Honduras es de 5,8 por cada 100.000 habitantes, solo superada en América Latina por El Salvador. Si en Choloma se cumpliera la tasa hondureña serían asesinadas unas 14 mujeres al año; en los primeros días de mayo Melania Reyes, coordinadora del Movimiento de Mujeres de la Colonia López Arellano y Aledaños (MOMUCLAA), un grupo de la colonia más conflictiva del municipio en apoyo a las mujeres, ya contabiliza ese número en un viejo cuaderno con el nombre y las edades de las víctimas: 18, 22, 19, 16, 16, 16, 18... En los últimos seis años fueron asesinadas 115 mujeres, la mitad menores de 20 años, muchas mutiladas o desfiguradas. La “ciudad de las maquilas” tiene hoy otro sobrenombre: “La Ciudad Juárez hondureña”.
Choloma es violenta como lo son otros lugares en Honduras y sus dinámicas criminales, en un primer vistazo, tampoco son diferentes: los hombres jóvenes son los que más matan y más mueren, las colonias están divididas entre las dos grandes pandillas de Centroamérica, la Mara Salvatrucha y el Barrio 18, y grupos del narcotráfico. Hay casas vacías por la migración, familias rotas y pequeños negocios extorsionados en calles polvorientas. Pero hay un fenómeno atípico. En los primeros años de esta década, Honduras era el país más violento del mundo (86,5 homicidios por cada 100.000 habitantes) y San Pedro Sula, su capital financiera, la ciudad con mayor tasa de homicidios del planeta (166,4). Desde entonces los asesinatos se han reducido hasta la mitad en el país y hasta cinco veces en la ciudad. En ese mismo tiempo en Choloma, situada en el área metropolitana de San Pedro, los feminicidios no han hecho otra cosa que aumentar.
El asesinato de Yasuri, la compañera de Leila Yasnuri Banera, continúa impune como el 96% de los casos de feminicidio. Más de un año después a Leila ya no le preocupa encontrar al asesino de su compañera y su atacante: “Lo único que quiero es caminar, la justicia la hará Dios”, dice con voz dulce. Algunas mujeres de la comunidad están haciendo una recolecta para comprarle una prótesis, que en Honduras podría costar 30.000 lempiras unos 1.200 dólares. Hasta entonces su principal pasatiempo es hacerle peinados a su hija.
“TODO EL MUNDO SE QUITÓ LA CARETA”
Melania Reyes, 43 años, es exageración en movimiento. Bambolea su gran cuerpo por las fronteras invisibles de la colonia López Arellano mientras grita: “¡Eso es lo que te gusta! ¡Meteme presa 20 años!”, lo mismo a una amiga que regenta un puesto de pupusas —tortillas de maíz gruesas y rellenas— que a un pandillero. Los sábados por la tarde son sagrados porque juega el equipo de fútbol de la colonia, los viernes por la noche toca baile y los domingos son de la familia. El resto de la semana es la lideresa que denuncia la violencia contra las mujeres en su comunidad. Cada vez que le preguntan si no tiene miedo por alzar la voz, la respuesta práctica es que conoce y respeta los códigos no escritos de la comunidad, la otra: “yo ya pisé, ya chupé, ya fumé, divertí, bailé, gocé, viví, broté y luché. Si me pegan un vergazo, me voy con las patas bien lindas”.
Un martes de 2015, sin embargo, todo ese caudal de emociones se secó por primera vez. “Sentí que las lágrimas no salían porque me las había tragado”, dice en la sede del movimiento en favor de los derechos de las mujeres que su madre fundó en 1990. Estaba en la misma mesa desde la que habla cuando al acabar una reunión vio cinco llamadas perdidas en su celular. Era el número de una madre que el día anterior le había pedido consejo porque su hija había entrado en una “fase rebelde”. Esta vez la llamaba con urgencia para que la apoyara a identificar el cadáver de su hija. Melania Reyes avisó a otras mujeres y llegaron a la escena del crimen. Encontraron un saco. En su interior el cuerpo de Jenny Carolina, 14 años. La habían violado, estrangulado, cortado las extremidades y parte de la vulva.
Desde ese día la sorpresa que provocaba en Melania Reyes enterarse del asesinato de una mujer en su comunidad se convirtió en un frecuente llanto ahogado, sobre todo en los muchos casos en los que las balas no parecen suficiente y se mata a las mujeres con ensañamiento y crueldad. Aunque en Honduras la mayoría de los feminicidios son con arma de fuego, la proporción es menor que en los asesinatos de hombres, y se replican tendencias que se dan en otras partes del mundo: la dominación, el estrangulamiento, ver a las mujeres como objetos a merced de un victimario que muchas veces es alguien cercano a la víctima. “Es duro, duro, durísimo”, dice Reyes.
Yo ya pisé, ya chupé, ya fumé, divertí, bailé, gocé, viví, broté y luché. Si me pegan un vergazo, me voy con las patas bien lindas.
A través de los casos que ha llevado —ha perdido la cuenta de cuántos— explica el aumento de feminicidios en Choloma por el efecto que la devastadora crisis política del país ha tenido en las dinámicas locales de la comunidad. El Observatorio de la Violencia de la Universidad Autónoma de Honduras, dijo Migdonia Ayestas, su directora, no tiene equipo técnico en Cortés, el departamento donde se encuentra Choloma y el más violento para las mujeres en el país. La fiscalía rehusó a dar entrevistas por “cuestiones de seguridad para los fiscales”. Pero la teoría la comparten las habitantes y lideresas sociales entrevistadas, “Lo que pasó aquí es que todo el mundo se quitó la careta. A veces tenías buen concepto de alguien y era el mismo diablo”, dice Reyes.
En la última década Honduras ha sufrido un golpe de estado, elecciones con denuncias de fraude y protestas masivas con decenas de muertos. En 2015, Melania Reyes recuerda que empezó a ver a muchos chicos de la comunidad pegando afiches políticos y que la frontera entre la política local y el crimen se diluyó hasta crear una simbiosis. Según las autoridades, La Rumba, un grupo dedicado al narcotráfico y la extorsión, fue la organización que más creció y sus líderes, dice Reyes, crearon una trata de personas a nivel local para ellos y su círculo de confianza. Los pequeños negocios cerraron, mucha gente se quedó en la calle. La Mara Salvatrucha, que pelea el territorio con la Rumba, empezó a reclutar a más mujeres y las mujeres estuvieron más dispuestas a entrar en esa guerra de indentidad, honor y territorio de las pandillas.
“A los gobiernos les interesa el capital, pero no la gente que produce el capital. Hay desorden abajo y organización arriba porque interesa. La gente empobrecida es más manipulable”, analiza María Luisa Regalado, fundadora y coordinadora de la asociación feminista CODEMUH, que lucha por el derecho de las trabajadoras de Choloma. Regalado denuncia que las autoridades no investigan los asesinatos, sino que lo primero que hacen es criminalizar a las víctimas: cómo iban vestidas, cómo era su vida privada. Hasta su asociación han llegado casos de violaciones y secuestros de mujeres que esperan el bus en la madrugada para ir a trabajar a la maquila, donde por unos 300 dólares al mes trabajan jornadas intensivas en las que apenas tienen tiempo de ir al baño para cumplir las metas de producción. Muchas son mujeres que llegaron buscando trabajo y se encontraron la violencia.
Todos estos factores cabalgaron sobre los dos fenómenos estructurales que ya hacían que ser mujer en Choloma fuera peligroso: la violencia machista en los hogares y la violencia general del territorio.
De esta última ni siquiera se libra Melania Reyes, a la que saludan como doña o jefa. El 22 de marzo 2012 fue el día que más miedo pasó. Estaba en la calle celebrando un carnaval local, El Rey Feo, con Helga, una amiga que trabajó desde los 13 años en la maquila y lo dejó cuando su espalda y sus pulmones se desgastaron. Helga estaba embarazada de cinco meses y medio. Empezaron a escuchar disparos y Helga vio al padre del bebé que esperaba tendido en el suelo, muerto. Una bala la alcanzó a ella en la espalda. Cuando acabó el tiroteo, unos cinco minutos después, el marido de Melania agarró su coche, también baleado, y arrancaron al hospital para atender a Helga. La bala continúa en su cuerpo, pero el bebé se salvó. Nació prematuro, a los siete meses y medio. Fue hombre. Se llama Ángel. Si hubiera sido mujer se llamaría Milagros.
VIOLENCIA FUERA Y DENTRO DE CASA
Las celebraciones por el día de la madre quedaron atrás y la colonia López Arellano ha recobrado su normalidad, que en la calle donde nos encontramos es un joven que vigila y una oscuridad apenas iluminada por el fuego de un puesto de pupusas donde cena un pequeño grupo de clientes. A unos pocos pasos, Suami Castillo se sienta en la banqueta. Es una mujer grande como una montaña y con un hilo de voz quebrado por el sufrimiento. Está esperando a que su hija mayor, de 14 años, acabe de trabajar. Su norma es que cuando anochece sus tres hijos no caminan solos. La impuso después de que hija se intentara suicidar dos veces.
“No aguanto más, no aguanto más. Es mejor morir a ver como cada día sufre usted”, le dijo en octubre, la primera de las veces.
Aquel día la hija había visto como el padre estrangulaba a Suami Castillo, en uno de los repetidos episodios de maltrato que ha sufrido en los últimos tres años, una violencia habitual en el país: más de 20.000 denuncias al año en la última década. En ese tiempo lo denunció, pero él siempre la amenazaba con quitarle a lo niños. Ella, que fue criada por otra familia porque sus padres no se hicieron cargo, teme a la soledad, aunque dice que ha comprendido que con él también está sola.
Ese mismo mes su marido se fue de casa y ella decidió marcharse en la primera caravana migrante. Al llegar a Tecún Umán, en la frontera entre Guatemala y México, decidió regresar porque el camino con tres menores le pareció más atemorizante que regresar a la violencia de Choloma.
Aquí tiene un código de conducta que transmite a sus hijos: sé humilde/ si alguien te saluda, sé siempre amable/ la media noche es para estar en casa/no te fijes en cualquier hombre/ el trato que das es el trato que recibirás. Para ella, que ha sufrido en casa, estas normas la hacen sentirse segura en la calle. “La mayoría de mujeres que mueren son jóvenes, porque creen que el mundo es de ellas y no es así”.
Cuando acaba su relato, Suami emprende el camino por la calle oscura con paso pesado acompañada de sus hijos. Su marido ha regresado y los espera en casa.
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Alejandra Sánchez Inzunza https://ift.tt/31Yh126
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