Cuando era niña y quería jugar en los campeonatos de fulbito de su barrio, Fabiola Herrera dejaba de ser Fabiola y se convertía en Juan Lucho. A mediados de los noventa, los torneos de fútbol con equipos de seis jugadores de José Boterín, en la provincia de Callao, no admitían a mujeres. Entonces la pequeña, que solo quería patear la pelota, cambiaba de identidad. “Se nos ocurrió con mi grupo de amigos”, cuenta entre risas Fabiola. Como tenía el cabello con un “corte coquito” y el cuerpo flaco y plano, pasaba como un niño sin problemas. Nunca nadie se dio cuenta, ni siquiera sospechó. La niña dominaba la pelota igual o mejor que cualquier otro jugador. Tras terminar los partidos, con o sin victoria, Fabiola Herrera sentía que se había salido con la suya.
Más de veinte años después, en mayo de 2019, las selecciones femeninas de fútbol de Colombia y Perú se enfrentaron en dos partidos amistosos en Lima, como preparación para los Juegos Panamericanos Lima 2019. En ambos perdieron las peruanas: el primero quedó 2 a 1 y el segundo, 4 a 0. En el equipo vencido, sin embargo, hubo una jugadora que consiguió “voltear” el marcador: la defensa central, la número 17, Fabiola Herrera. Días después de los encuentros, Fabiola recibió una llamada del club Millonarios FC, desde Colombia. La habían visto jugar en la capital peruana y la querían cuanto antes en Bogotá, para que jugara con el equipo en la Liga Águila Femenina, el torneo profesional del fútbol femenino colombiano. Habían llamado la atención la fuerza de su pierna derecha, sus pases largos, su control sobre la pelota. Tras dudarlo por unos días –¿será cierto? ¿será seguro? ¿me conviene?– Fabiola Herrera, entonces de 31 años y jugadora del club Sporting Cristal, decidió aceptar.
La niña que se hacía pasar por niño para jugar al fútbol, esta vez sin cambiar de nombre, ha marcado un hito en el fútbol femenino de su país.
Con su pase al equipo extranjero, Fabiola se convirtió en la primera futbolista peruana en firmar un contrato profesional con un club internacional. Lo que en el fútbol femenino de otros países del continente, como México (unas 45 futbolistas en el exterior en 2018), Brasil (casi el 80% de sus seleccionadas juegan fuera), Argentina (alrededor de 45 jugadoras en el exterior en 2018), Chile (13 jugadoras fuera en 2018) o Colombia (al menos 5 de sus seleccionadas juegan fuera) ocurre hace ya algún tiempo, en Perú es una completa novedad que aviva un inusual entusiasmo.
Apenas la prensa nacional lo supo, los primeros días de junio, el nombre Fabiola Herrera comenzó a aparecer en distintos diarios web y portadas de periódicos. Decían de ella: “¡histórica!”, “la primera en el extranjero”, “una luz de esperanza”. El contrato de Fabiola Herrera con Millonarios FC es inicialmente por cuatro meses, lo que dure el campeonato de la Liga Águila, pero ella dice que va a luchar por quedarse. La niña que se hacía pasar por niño para jugar al fútbol, esta vez sin cambiar de nombre, ha marcado un hito en el fútbol femenino de su país.
La niña y el fútbol
Fabiola Herrera aprendió a jugar fútbol en las calles bravas de José Boterín, un pequeño asentamiento humano donde, con cierta frecuencia, corren las balas y la sangre. Sus dos hermanos mayores, Jhoel y Manuel, jugaban al fútbol en el barrio, y ella poco a poco empezó a imitarlos: primero recogía la pelota si la tiraban lejos, luego comenzó a patearla y entonces no dejó de hacerlo más. Sus padres, migrantes de Chincha, una de las localidades con mayor población afroperuana al sur de Lima, trabajaban duro para educarlos. Su papá era empleado de un frigorífico. Su mamá vendía picarones –postre peruano tradicional– afuera de un cementerio. No había dinero para pagar una academia. Menos para comprar pelotas. Por eso la niña jugaba con unas desinfladas o tan frágiles como un globo. “Esas pelotas fueron por muchos años mis mejores amigas”, cuenta Fabiola desde el dúplex en el que vive ahora en Bogotá.
Pero Fabiola Herrera no solo resistía las precariedades en su barrio y su familia con tal de jugar al fútbol, sino también la oposición de Edit Zegarra, su madre. Edit no toleraba que su hija gustara de un deporte comúnmente relacionado a los hombres. “Mi mamá odiaba que jugara fútbol, iba hasta las canchas a sacarme y me hacía pasar vergüenzas”, recuerda Fabiola sin resentimientos. Por eso la niña se escapaba, salía a escondidas a jugar con sus amigos. “Había algunos chicos que no la aceptaban, pero nosotros, sus amigos, siempre la tratamos como nuestra igual”, dice Manuel Jiménez, uno de los mejores amigos del barrio de la futbolista, desde la canchita donde jugaban cuando niños. A veces, en las escapadas, ayudaba el papá, Jorge Herrera, quien la acompañaba a los campeonatos de fulbito a espaldas de Edit. “Yo la llevé a su primer entrenamiento con la selección”, cuenta don Jorge sentado en medio de la sala de su casa en José Boterín, “hasta ahora mi esposa no lo sabe”.
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Cuando era una adolescente, Fabiola Herrera le pidió a uno de sus hermanos mayores, el también futbolista y exseleccionado peruano Jhoel Herrera, que la ayudara a entrar a un equipo de fútbol femenino. “Fabiola ya no quería jugar solo en el barrio, sino de verdad”, dice Jhoel desde Cusco, ciudad donde vive y juega como lateral derecho en el Real Atlético Garcilaso. Hasta entonces, nadie en la familia había sospechado que la afición de Fabiola era en verdad su vocación.
Un día, al fin, Jhoel pudo hablar con el entrenador de la selección femenina y conseguir una cita para su hermana. El entrenador la evaluó: la chica lo hacía muy bien, tenía el talento natural de quienes se relacionan instintivamente con el deporte. Con 17 años y a punto de acabar la secundaria, Fabiola Herrera se unió a la Selección Femenina de Fútbol de Perú. “Nunca voy a olvidar mi primer partido, fue en Chile, contra la selección de Uruguay. Ganamos 1 a 0”, recuerda sin esfuerzo la futbolista. Con la selección, por primera vez en su vida, jugó a la pelota con mujeres.
Sobrevivir de futbolista
Fabiola Herrera lleva jugando fútbol profesional casi 15 años. Después de la selección nacional, vinieron los clubes: J Sport Girls y Sporting Cristal. Apenas hace tres años, desde 2016, cobra un sueldo como futbolista. Por eso debió conseguir otros trabajos con los que sí ganaba dinero para subsistir: entrenadora, jugadora de futsal, jugadora de fútbol siete, montar su propia academia de fútbol. “Uy, en qué no habré trabajado, en mil cosas, así lo aprendí desde niña”, dice la defensa reconocida por su juego tenaz y experimentado. El caso de Fabiola ilustra bien la todavía incipiente industria del fútbol femenino en Perú y en otros tantos lugares del mundo.
“No es profesional” es una de las frases que más se repite al hablar del fútbol femenino en Perú y otros países latinoamericanos. En Perú, la gran mayoría de futbolistas no vive del fútbol. Los clubes, salvo un par, pagan menos del sueldo mínimo mensual –unos 250 dólares– o solo dan dinero para los traslados a los entrenamientos. En la selección, la situación no es muy distinta: las jugadoras reciben unos 25 soles –alrededor de 5 dólares– por entrenamiento, dinero que en el mejor de los casos alcanza para un par de viajes en taxi. Las futbolistas deben conseguir otros trabajos para pagar sus cuentas. Pero entonces tienen mayor desgaste físico, peligro de lesiones y poco tiempo para entrenar de forma ordenada.
“No es profesional” es una de las frases que más se repite al hablar del fútbol femenino en Perú y otros países latinoamericanos.
Algo muy similar ocurre, en cuestión de sueldos, en otros países de la región. En Colombia, algunas futbolistas ganan alrededor de 900 dólares, pero muchas otras apenas llegan a los 300. En Argentina las futbolistas de primera división ganan más o menos 360 dólares, tanto como un jugador argentino hombre de cuarta división. En Chile la capitana de la selección femenina, Christiane Endler, que es la jugadora mejor pagada de su país, gana mil veces menos que el jugador chileno mejor pagado, Alexis Sánchez. Según un estudio publicado en 2017 por el Sindicato Mundial de Futbolistas, aproximadamente la mitad de las futbolistas mujeres de todo el mundo no recibe salario por jugar.
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La organización de los campeonatos es otro asunto complejo. El más grande e importante de Perú es el Campeonato Nacional Femenino, cuyo ganador va a la Copa Libertadores Femenina. En este campeonato juegan equipos experimentados y equipos principiantes y amateurs en un mismo grupo, pues no existen las divisiones. “Compiten de igual a igual, aunque no lo son”, dice Jesús Valdez, Jefe de la División de Fútbol Femenino del Club Sporting Cristal, el exclub de Fabiola Herrera. Los enfrentamientos, continúa Valdez, son disparejos y poco emocionantes: los experimentados golean muy fácil y los principiantes son duramente goleados. “Recuerdo que en un partido ganamos veinte a cero”, dice Fabiola, que siempre estuvo del lado de las experimentadas.
En Latinoamérica los problemas del fútbol femenino son generalmente los mismos, con algunas variaciones según el país: los campeonatos nacionales son nóveles y sus normas cambian año a año, los encuentros ocurren en canchas en mal estado (con huecos o de césped artificial), los uniformes de las jugadoras son antiguos o para hombres, la prensa deportiva no hace gran difusión, el público no asiste a los encuentros por desinterés o desconocimiento, las marcas no quieren auspiciar un deporte que “no vende”, abundan los estereotipos y los prejuicios de género del estilo: “las futbolistas son lesbianas”. “Desde la tribuna no falta quien nos grite ‘machonas’”, cuenta la defensa peruana, “pero a mí también me han insultado racistas, una vez me dijeron ‘negra cochina’”.
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En 2018 la Conmebol exigió que los equipos de hombres tuvieran su división femenina para participar en la Copa Libertadores y la Copa Sudamericana. Una buena medida que los clubes recién están asimilando e implementando entre tropiezos y obstáculos. El Mundial Femenino de Fútbol de Francia ha pintado un nuevo panorama, uno más alentador: competencia de alta calidad, récord en audiencias, Megan Rapione. Sin embargo, la balanza, en este caso la cancha, sigue claramente inclinada hacia el lado de los hombres.
Durante estos quince años de carrera, cada cierto tiempo, Fabiola Herrera pensó en que ahora sí, de una buena vez, dejaría el fútbol. Hacía una lista con los beneficios y las pérdidas para tomar una decisión justa. Siempre ganaban las desventajas. “Necesitaba dinero para solventar muchas cosas, necesitaba un trabajo en el que me pagaran”, cuenta Fabiola. Con un grupo de amigas, cada año se prometían “este será nuestro último año jugando”. Por supuesto, ninguna de ellas ha cumplido la promesa.
“Yo creo que no podría dejar el fútbol nunca”, dice Fabiola Herrera, quien ahora tiene 32 años y se siente en su mejor momento como futbolista. Es que está viviendo lo que nunca antes: un mejor sueldo, entrenamientos fuertes y constantes, competencia exigente. “Por primera vez estoy jugando en estadios llenos, con mucha gente alentándome”, cuenta emocionada, “esa es una sensación alucinante”.
En el equipo la tratan bien, se siente cómoda con sus compañeras e incluso el entrenador le dio permiso para ir a Lima durante los Juegos Panamericanos. Así Fabiola podría jugar con su selección en ese gran evento deportivo donde su país era anfitrión. “Pero no se pudo, fue una decisión del técnico peruano”, dice tomando aliento. A la futbolista peruana del momento no le quedó más remedio que ver los tres partidos que jugaron sus amigas –dos derrotas, un empate– en la pantalla de su celular.
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