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lunes, 19 de agosto de 2019

¿Cómo arrancar un corazón?: crónica sobre donación de órganos

Hace 4 años, alguien decidió ser donante de órganos y gracias a esa persona –y todo un sistema de salud que lo hizo posible– mi mamá hoy sigue viva. En aquel momento (2015) cuando Ana entró en lista de urgencia de un día para otro debido a una fibrosis endomiocárdica, si querías donar tenías que registrarte dentro de una lista de donantes del Instituto Nacional Central Único Coordinador de Ablación e Implante (INCUCAI) –organismo que impulsa, regula, coordina y fiscaliza las actividades de donación y trasplante de órganos, tejidos y células en Argentina–. Por esto, las posibilidades de recibir un órgano eran un 45,45% más bajas según el índice de donante por millón (PMH). Hoy las circunstancias cambiaron para bien. Actualmente en Argentina existe una ley que establece que a partir de los 18 años todos somos donantes a menos que expresemos la voluntad de no serlo. La Ley Justina o Ley de trasplante de órganos, tejidos y células (N° 27.447) sancionada el 4 de julio de 2018, cambió la vida de muchos, no solo la de personas en lista de espera en el INCUCAI, sino también las de todo un país. Ser donantes por default es el principio de un cambio de paradigma que, consecuentemente, implica un cambio político, social y cultural.

Mi mamá fue trasplantada de corazón en mayo de 2015. Ese mismo año se realizaron 1.773 trasplantes en Argentina de un total de 593 donantes y entre ellos 106 fueron de corazón. Las estadísticas parecen una suma de números cristalizados, externos al día a día, hasta que nos toca formar parte de una. Hace cuatro años había 13,44 donantes por millón de habitantes (PMH), hoy el índice llegó a 20 PMH cumpliendo un récord en el país. Esta estadística, que refleja un cambio de conciencia, iguala a países como Uruguay y Brasil en Latinoamérica e incluso a la de países que sancionaron leyes similares hace varios años, como Alemania, Australia y la Unión Europea que hoy tiene 22 PMH.

Ser donantes por default es el principio de un cambio de paradigma que, consecuentemente, implica un cambio político, social y cultural.

Ahora bien, con todas estas alzas y cambios en la vida (y en la muerte) de los argentinos, ¿qué falta para llegar al número de países como Portugal, Croacia o España, que registran 40 PHM? Alberto Maceira, especialista en terapia intensiva y trasplante y actual Presidente del INCUCAI es determinante: “Lo que hace falta es trabajar con compromiso del sistema sanitario del país. Hay que romper con el paradigma, en el que el acto médico termina con la muerte, para entender que el acto médico hoy termina con el trasplante. La muerte, que antes era el final del proceso hoy ya no lo es porque puede generar siete trasplantes, número que corresponde a todos los órganos y tejidos que puede donar una persona”. Esta nueva lógica cambia de raíz la concepción de la muerte, no solo para los médicos, sino también para los familiares del fallecido y del receptor. Dar nuevas posibilidades de vida, nos hace pensar en la muerte desde otro lugar; siempre desde una pérdida, pero también desde la posibilidad de dar vida y, mejor aún, calidad de vida. Por más espiritual que esto suene, estamos hablando del impacto social y cultural que impulsa un cambio legal en el sistema de salud.


El trasplante es hoy un tabú porque implica una muerte, antes que una vida. Como todo tabú social, es algo de lo que mucho no se habla.

Me acuerdo del día que nos enteramos. Hacía tres años que a mi mamá le fallaba todo, con mi hermano, Alexis, ya habíamos descubierto que se estaba muriendo, pero nadie tenía un diagnóstico certero de qué era lo que le pasaba. El día que nos enteramos volví a casa por la tarde. Ella ya estaba ahí con mi hermano y mi novio, con quien vivía. Nos sentamos en la mesa del living. “Es grave”, dijo. Nos explicó los detalles, no entendí nada. No podía. No era verdad. Fibrosis endomiocárdica, –una condición que afecta el ápice y las válvulas del corazón causando insuficiencia cardíaca– provocada por un parásito que es endémico de África, ¡mi mamá nunca fue a África! Lejos de explicaciones médicas: su corazón se estaba volviendo piedra y ya no servía, al menos no por mucho más tiempo. Los médicos dejaron que se quede el fin de semana con nosotros, en casa, con la única condición de que el lunes se internase. Era un chiste de mal gusto; mi mamá, Ana Mirtha Daroca, cardióloga, de 54 años, necesitaba un transplante de corazón. El órgano llegó 14 días después de haber entrado a la lista de espera del Incucai, luego de un mes de preparar su cuerpo para poder recibirlo.

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Ana Mirtha Daroca. Foto por Julieta Gutierrez.

Las salas de terapia intensiva son espacios fríos, iluminados con luces blancas y pasillos largos con una fila de habitaciones compartidas donde viven los receptores de órganos sin saber muy bien hasta cuándo. Los días son de espera, de descanso, de preparación y de subsistencia de los cuerpos, que aguantan ansiosos y pacientes. Los horarios de visita son al mediodía y a la tarde, solo una hora por vez. Los familiares de los distintos receptores nos conocimos en los pasillos de la Fundación Favaloro y en las habitaciones que compartíamos.

La muerte, que antes era el final del proceso hoy ya no lo es porque puede generar siete trasplantes, número que corresponde a todos los órganos y tejidos que puede donar una persona

Stefanía, la vecina de habitación de mi mamá, llevaba 101 días esperando un corazón cuando la conocí. Toda su vida había convivido con asfixia por la mala circulación y finalmente su condición podía cambiar. Era una chica alegre, había autorizado que su ablación, en caso de hacerse, sea filmada y difundida en la tele para concientizar sobre la importancia de ser donante. Ella y su mamá estaban en campaña no solo para que aparezca un corazón, sino para que aparezcan todos; los de todas las habitaciones, los de todo el país.

Los pasillos de la Fundación Favaloro nos albergaron. Ya conocíamos el procedimiento: como familiares, nos podían llamar en cualquier momento, a cualquier hora del día. Tenía miedo de no tener batería en el celular, por la noche me lo ponía cerca para escucharlo aunque estuviese dormida. Había aprendido que cuando aparece un órgano no pueden pasar tantas horas entre cuerpo y cuerpo y por eso el procedimiento desde la muerte hasta el trasplante es súper veloz. Son cuatro equipos los que intervienen en el procedimiento, la sincronización es clave. El primer equipo es el de terapia intensiva, que declara el fallecimiento de la persona donante y da aviso a los procuradores del Incucai, el segundo equipo. Los procuradores se encargan de analizar cuáles son los potenciales órganos a donar y sus compatibilidades. Ellos pasan la posta al tercer grupo, los equipos de trasplante de cada centro, que comienzan la preparación del receptor mientras, los cirujanos -el cuarto equipo- se preparan para la intervención. Tiempo, determinación y sincronización.

El corazón de Stefanía llegó dos días antes que el de mi mamá. Nos abrazamos con la suya en el pasillo de la terapia y brindamos con la mía cuando nos enteramos que había salido todo bien, 48 horas después llegó nuestro turno. Despedimos a mi mamá con mi hermano, la abrazamos fuerte, la olimos para impregnarnos con su olor por si no volvíamos a verla viva. Abrazamos a todos; a Margarita Peradejordi, la Coordinadora de Trasplante Cardíaco de la Fundación Favaloro en ese momento, a quien tengo profunda admiración por ser la mujer que llevó adelante esa tarea por tantos años y también profundo cariño por haber sido ella quien nos comunicó que había aparecido un posible donante; a Daniel Absi, actual Subjefe de la división de insuficiencia cardíaca y trasplante de la Fundación, su cirujano, a Stefanía, a mis amigas y a los amigos de mi hermano, a mi novio. Éramos cinco en el equipo de espera, fueron nueve horas de 10 P.m. a 7A.m. No dormíamos, jugábamos, hablábamos y sobre todo no llorábamos, no era el momento. Finalmente, Absi nos llamó a una sala. Era su cumpleaños y nos dijo que a partir de ese día mi mamá y él iban a cumplir años juntos porque ella había vuelto a nacer.


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En retrospectiva, pienso la historia de Stefanía como una precuela de la historia de Justina, la nena de 12 años que dio nombre a la ley. Ella no tuvo la misma suerte (¿se puede hablar de suerte?) que Stefanía y mi mamá, porque murió en 2017, tres meses después de entrar en lista de espera. Su corazón nunca llegó. Cuando me reuní con Ezequiel Lo Cane, su papá, entendí cuál fue la misión que asumió a partir de que Justina ingresó a la lista del INCUCAI: hacer que esta historia se sepa y que las posibilidades de recibir órganos sean cada vez mayores; que la gente empatice con su historia porque también puede ser su historia como potencial donante y como potencial receptor; abolir los tabúes que hacen que aún haya personas que desconfíen de un sistema de salud que quiere salvarlos.

Justina y una ley que la hizo famosa

“Empecé a analizar por qué el corazón de Justina en vez de tardar tres meses no llegaba en una semana y ahí me di cuenta que el caso de Justina podía extenderse a todos los demás”. Ella misma, una nena de 12 años, llevó la campaña hasta último momento”, explica Ezequiel. La campaña se llama MultiplícateX7 y la historia de Justina terminó de preparar el terreno legal y social para recibir una ley de donante presunto -que establece que todos somos donantes a menos que registremos la intención de no serlo- con tanta positividad en Argentina. “Queríamos que esta ley fuera una iniciativa de la sociedad, no es solo cambiar una ley, es también preparar a una sociedad a que entienda de qué se trata el trasplante y la donación porque no es cambiar un reglamento y ya está”, explica .

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Foto de archivo personal de Ezequiel lo Cane.

El papá de Justina sonríe y repite “22 de noviembre”, fue el día que se sancionó la Ley. Me cuenta que juntos jugaban a buscar patentes capicúa, causalidades. Sigue buscando paralelismos; su habitación fue la 121, la cantidad de diputados que aprobaron la ley por unanimidad, 202. Concluye, “El día que salió la ley sentí una alegría tal como cuando nacieron todos mis hijos”.

“Justina, cuando era chica, decía que quería ser famosa y cuando le pregunté por qué, me dijo que era porque quería que la gente la quiera”, me dijo en la charla que tuvimos. La vida tiene extrañas maneras de conceder los deseos, no sé si Justina sabía que iba a ser famosa por esta ley, lo que todos sabemos es que logró trascender a niveles inesperados incluso para los impulsores. “Sabía que iba a cambiar la vida de muchas personas, lo que no tenía idea era que iba a generar tantos récords y que incluso iba a tener repercusión a nivel internacional”. Ezequiel ya tiene un nuevo objetivo: la creación de las Casa Justina como centros de apoyo a donantes y receptores que se estarán inaugurando en Santa Fe, Tucumán, Salta, San Juan, Buenos Aires, Córdoba y Mendoza, ciudades donde hay mayor cantidad de donantes, mayor cantidad de trasplantes y mayor cantidad de centros de trasplante en Argentina.


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Las leyes de consentimiento presunto del donante sin la decisión de familiares luego del fallecimiento, como la Ley Justina, son relativamente nuevas en Latinoamérica y se dieron a modo de sanción dominó siendo Uruguay (2013) el país pionero, sucedido por Venezuela (2016), Colombia (2016), México (abril 2018), Argentina (julio 2018) y Paraguay (septiembre 2018). No obstante, estas leyes no siempre son acompañadas por una positiva de la sociedad. El caso de Chile es un claro ejemplo; una ley parecida a la Ley Justina fue legislada en 2010 y, contrariamente al caso argentino, la cantidad de donantes registrados por la negativa crecieron abruptamente y por ende la cantidad de donantes por millón de habitantes se redujo de forma drástica. Como medida consecuente, en 2013 se sancionó el principio de reciprocidad que establece que solo por ser donante una persona puede ser receptora. A esto se refiere Ezequiel cuando explica que esto no solo deja entrever la importancia de una buena comunicación sino también del trabajo y el diálogo conjunto de todos los organismos sociales que encaran un proyecto tan inmenso como el de convertir una muerte en posibles trasplantes. Maceira está seguro que la respuesta de la sociedad argentina tiene que ver también con la imagen del INCUCAI en el país, “son 40 años de trayectoria, nadie descree de este organismo, nadie descree del INCUCAI”.

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Retrato de Ana Mirtha Daroca. Foto por Julieta Gutierrez.

Por otro lado, resulta casi anecdótico que frente a la posibilidad de salvar una vida existan límites fronterizos y ese es justamente uno de los próximos objetivos en la lista de espera del INCUCAI como Centro Colaborador de la Organización Panamericana de la Salud y Organización Mundial de la Salud junto con Italia y España en materia de trasplante y donación. “La regionalidad es fundamental, se está trabajando en un proceso de unificación de toda esta lógica con el MERCOSUR”, explica Maceira. También toma como objetivo poder desembarcar en el Caribe, donde aún las leyes en relación a trasplante y donación no están tan actualizadas como en el continente.

Las leyes de consentimiento presunto del donante sin la decisión de familiares luego del fallecimiento, como la Ley Justina, son relativamente nuevas en Latinoamérica y se dieron a modo de sanción dominó siendo Uruguay (2013) el país pionero, sucedido por Venezuela (2016), Colombia (2016), México (abril 2018), Argentina (julio 2018) y Paraguay (septiembre 2018)

Es increíble y movilizante pensar que, gracias a un convenio actual, Uruguay puede procurar pulmones a Paraguay y hacer que el trasplante se realice en la Fundación Favaloro. La regionalidad de una donación es un hecho y va camino a ser una posibilidad de vida más allá de las fronteras nacionales. Aún hay países en nuestra región que pueden llegar a aplicar leyes similares, pero esto depende de que sean habladas por sus sociedades y del compromiso de los gobernantes. Además, como toda nueva ley, necesita de presupuesto para la concientización y de un diálogo social para un impacto efectivo. Esto es algo que los hechos dejan más que explícito.

El papá de Justina, cuando nos reunimos, dijo algo que no muchos que pasaron por esto se animan a decir, “Todos nosotros nos vamos a morir, no sabemos cuándo ni cómo, pero las personas que están esperando un trasplante saben cuando posiblemente mueran y cómo podrían llegar a morir”. Con mi familia estuvimos 14 días esperando el corazón. Así como Ezequiel y Justina tuvieron el ritual de los capicúas, nosotros tuvimos el nuestro. Por cada día le llevamos un corazón ilustrado a mi mamá y lo pegamos en la ventana de la habitación. Para el quinto día, ya era todo un atractivo de la sala de terapia. No solo lo esperaba mi mamá, sino todos sus compañeros de piso. Creo que era nuestra manera de entender que los días pasaban y no eran uno igual al otro. Hay personas a las que la espera se les hizo insoportable, hay personas que no aguantaron y se fueron sin importar las consecuencias, hay otras que nunca recibieron una buena noticia a tiempo. Esta realidad está cambiando, no por la acción de uno sino por la de todos. Somos una sociedad que se animó a hablar de sus muertes y convertirlas en donación. Rompimos un poco esos miedos, esos tabúes y cada vez hay más donantes y trasplantes.

“Todos nosotros nos vamos a morir, no sabemos cuándo ni cómo, pero las personas que están esperando un trasplante saben cuando posiblemente mueran y cómo podrían llegar a morir”

Hablar de donación implica hablar de enfermedad y muerte y a todos nos cuesta pensar en esta posibilidad, pero nos animamos. Por eso creí y creo indispensable contar esta historia, para ayudar a abrir puertas, para que más personas se animen a contar las suyas, para que las vidas triunfen sobre la muerte.

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