Los motivos de la saturación del sistema judicial y del incremento exponencial de presos en las últimas décadas, tanto en cárceles provinciales como federales, no son del todo claros, pero lo cierto es que Argentina pasó de tener una población carcelaria de cerca de 25 mil presos en 1996, a casi 73 mil para cuando Macri asumió la presidencia con un discurso punitivista en 2015. La cifra oficial más reciente data del 2017 y representaba un aumento del 21% en solo dos años, siendo de 92 mil personas la población carcelaria declarada en el último informe disponible del Servicio Nacional de Estadísticas sobre Ejecución de la Pena.
Entre las posibles causas de este aumento se encuentran la crisis socioeconómica y el discurso punitivista fogoneado desde algunos sectores políticos y mediáticos que exigen mano dura. Para el que chorea, para el que parece que va a chorear, para el que consume, para el que vende, para el que cultiva, para los que protestan porque cada vez la situación se hace más difícil.
El criterio es el mismo: usar el sistema judicial penal como único instrumento de coerción social.
¿Políticas de prevención, de inclusión social, de reinserción de liberados? Bien gracias, pero no, no hay, o si hay son escasas para las dimensiones del monstruo creado. Lo único que hay es un sistema judicial avasallado de procesamientos y un abuso sistemático de la figura de prisión preventiva. Además de un montón de gente, sobre todo jóvenes de clases populares, en medio de todo esto.
El criterio es el mismo: usar el sistema judicial penal como único instrumento de coerción social.
El problema no es nuevo, aunque de la mano de una política nacional gendarme y del creciente conflicto social debido a los desastres económicos del actual Gobierno, el problema se ha incrementado. Córdoba, en conjunto con la Provincia de Buenos Aires tiene el promedio más alto de presos por habitante del país –unas 9.500 personas de acuerdo a lo indicado por el Ministro de Derechos Humanos provincial a la prensa a comienzos del año– más que duplicando la cifra de la población carcelaria de Santa Fe, provincia con similar cantidad de habitantes. Varios de sus principales centros de detención han sido denunciados recientemente por violaciones de derechos humanos entre las cuales se encuentran las condiciones de habitabilidad de los penales y el maltrato, abuso y denuncias de torturas, como se indican en un reporte de Naciones Unidas, que también denunciaba situaciones similares en todos los centros que visitaron en el país.
Los caminos para entrar en este sistema procesador de humanos son tan variados como las personas que los recorren: hay personas que entran de adolescentes y hacen de su relación con el sistema una carrera; hay quienes corren riesgos y/o sobrepasan límites y pagan el precio; hay personas que nunca se esperaban entrar.
El precio de protestar.
Carla Salusso tiene treinta y dos años y estudia, o estudiaba, Artes en la Universidad Nacional de Córdoba. Oriunda de Bengolea, un pueblito rural del sur cordobés de “siete cuadras por siete cuadras donde no hay diferencia de clases sociales”, tal como lo describe Carla mientras que prepara unos mates en el departamento que alquila junto a una amiga en el B° San Martín de la ciudad de Córdoba.
En el 2014 Carla tuvo su primer encuentro con el sistema judicial, no como acusada, sino como víctima. Había salido a festejar que había rendido con diez un final y cuando esperaba el colectivo para volver a su casa fue atacada por un hombre que la arrastró debajo de un puente para luego intentar asesinarla, golpeándola con un ladrillo en la cabeza.
-“Yo nunca me enoje con ese tipo, porque entendí que era un enfermo. Me enoje con el sistema”, dice Carla mientras me relata el episodio donde de milagro logró pelear a su atacante, trepar hasta el nivel de la calle y correr hasta un móvil policial que se encontraba a metros de distancia.
- “Los policías no están preparados para este tipo de situaciones, tampoco el sistema... Mi vida fue puesta en cuestionamiento, donde por no tener plata para tomarme un taxi para volver, de alguna manera me había convertido en culpable de lo que me había sucedido. A mi Mamá le preguntaron si me drogaba, si salía mucho, si tomaba mucho. Al final lo único que quería es que la dejaran en paz”, relata Carla, quien después del episodio regresó a vivir con sus padres.
En 2017 la mamá de Carla falleció. A pesar de la crisis emocional y económica y con dos trabajos a cuestas, Carla logró armarse para volver a estudiar a Córdoba el año pasado.
El 14 de agosto del 2018 y en medio de un paro nacional docente por reclamos salariales, los estudiantes de la Facultad de Artes decidieron en asamblea que la situación, no solo del cuerpo docente, sino de los estudiantes y de la Universidad misma no daba para más y tomaron el edificio como medida de protesta. Fue la primera de más de 50 unidades académicas universitarias a lo largo y ancho del país que les siguieron los pasos y replicaron la medida en las horas y días siguientes. Al ser ignorados, los estudiantes de varias facultades cordobesas en asamblea decidieron ir más allá y el 28 de agosto tomaron el Pabellón Argentina, el edificio con más poder simbólico de la Universidad.
Mantuvieron la medida durante un mes sin poder sentar, con éxito, a las autoridades en una mesa de diálogo serio. Finalmente levantaron la toma ante la amenaza certera de que el Gobierno Nacional iba a enviar a Gendarmería para desalojarlos, como ya había sucedido unos días antes en la provincia de Río Negro con otros estudiantes.
“Los policías no están preparados para este tipo de situaciones, tampoco el sistema... Mi vida fue puesta en cuestionamiento, donde por no tener plata para tomarme un taxi para volver, de alguna manera me había convertido en culpable de lo que me había sucedido".
Carla estuvo presente durante todo el proceso, ya que había sido elegida por sus pares, como una de las voceras de su claustro. Ella y 25 estudiantes más, casi todos con responsabilidades similares a las de Carla dentro de la asamblea estudiantil (un órgano democrático al punto de la exasperación, como toda asamblea) fueron denunciados y procesados post-toma por un juzgado federal por el delito de “usurpación por despojo”, cuestionando el juez, públicamente, la naturaleza legítima de la medida estudiantil. Acusándolos de tomar y mantener la medida a base de violencia; esto mientras que las autoridades universitarias, provinciales y nacionales celebraban la Reforma Universitaria de 1918, reforma lograda mediante una toma universitaria estudiantil, y cuyos mismos principios, actualizados cien años, defienden estudiantes como Carla.
Entre los principales reclamos no satisfechos de los estudiantes estaban los pedidos de mayor transparencia en el millonario, pero crónicamente deficitario, presupuesto universitario y conocer los términos -ocultos para el público- del convenio entre la Universidad- que es una entidad autónoma - y la provincia de Córdoba, por el cual la vigilancia de la Universidad quedó en manos de la Policía, que en un principio se debía limitar solo a eso, vigilancia, pero que de un tiempo a esta parte, de acuerdo a relatos de estudiantes, ha tomado cada vez más soberanía sobre el campus universitario, incluso entrando a los claustros a solicitar documentaciones a algunos alumnos.
Estas denuncias de por sí ya serían graves, pero el contexto las hace menores. En el último año y medio y dentro del campus la Policía protagonizó un episodio de supuesto gatillo fácil donde un joven terminó muerto, y otro policía se encuentra detenido y acusado de violar a una joven que se encontraba con su pareja estacionada en su auto de madrugada.
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A Carla, el procesamiento y la elevación a juicio la afectó de gran manera, siendo un golpe que no esperaba, que no estaba lista para tener que soportar - “¿Cuántos derechos más me querés sacar? Estoy acusada de ser una delincuente...siento que esta mal lo que pienso, lo que soy”, me dice angustiada Carla.
De ser encontrada culpable, Carla quedaría con antecedentes penales, y aunque el crimen de la que se la acusa no es de prisión efectiva, sí podría tener una multa económica que de no poder afrontar (Carla mantiene dos trabajos part time entre los cuales no llega a juntar un salario mínimo de 12 mil pesos - algo menos de 200 dólares al cambio actual) podría potencialmente ponerla tras las rejas a cumplir su sentencia.
De menor preso, de adulto, delincuente de profesión.
La historia de Yayo bien podría ser parte de un especial de qué es lo ‘que les pasa a las jóvenes promesas del fútbol cuando los planes salen mal’. Central áspero y capitán de su equipo en las inferiores de Talleres, Yayo fue, hace una década, una joven promesa.
- “Yo iba a ser jugador de fútbol, esa era mi apuesta, me corté los meniscos, y me costó volver, y ahí, si no estás a pleno te limpian, hay tres esperando más atrás en cada puesto”, me cuenta Yayo, sentados en una plaza del barrio Liceo 3° sección de la periferia cordobesa. Para entonces su papá, el principal sostén de la familia había caído preso por robo, período en el cual un hermanito menor de Yayo había tenido un accidente y la casa donde vivían terminó reducida a cenizas junto con todas las pertenencias familiares. Una familia de ocho hermanos, de los cuales Yayo es el tercero, que en ese momento quedaron con una mamá sola y sin sostén económico, viviendo con sus hijos en la casa de la abuela, al lado. Y un adolescente que pasó de joven promesa del fútbol a ayudante de panadero y parte sostén de su familia en un abrir y cerrar de ojos.
En ese contexto fue que robó por primera vez - “Un Nokia 615, pantallita azul…. Todo el mundo andaba con celular, yo tenía que tener el mío”, recuerda Yayo. Ese se lo quedó, el siguiente lo vendió por cien pesos. Eran cuatro días de trabajo en la panadería o algunos minutos de adrenalina, la paga era la misma.
A los 16 años cayó preso por primera vez. Ya por entonces había dejado de jugar, de trabajar y de estudiar y el raterismo había escalado en robo a mano armada. Entró por veinte días al Instituto de Menores. La primera noche le trataron de robar las zapatillas, pero se la bancó - “El orgullo no lo podés perder”, reflexiona Yayo.
Cuando salió, la mamá lo anotó nuevamente en la escuela y por un tiempo Yayo se mantuvo alejado de ilícitos y propiedades ajenas. La última semana de clases Yayo estaba tomando una gaseosa con unas papas fritas y una profesora le indicó que estaba prohibido, se las retiró y las tiró en la basura. Yayo levantó la botella de la basura, la agitó y se la vació a la profesora. Lo llenaron de amonestaciones y le permitieron la vuelta solo con la condición de que lo acompañara su madre. - “Mi mamá nunca fue”, me comenta Yayo, quien ya fuera de la escuela, se dedicó tiempo completo a trabajar con la calibre 38.
Eran cuatro días de trabajo en la panadería o algunos minutos de adrenalina, la paga era la misma.
- “Le pegue dos tiros, uno en cada pierna”, me cuenta Yayo; el destinatario de los balazos era un ex socio de la banda que había tenido problemas con su hermano y con quien Yayo intercambiaba golpes cada vez que se cruzaban. Un día, a plena luz del día y con testigos, a Yayo le pareció que el otro había cruzado un límite y decidió tomar represalia. Nadie siquiera lo denunció.
La venganza le vino a los meses, a la salida de un baile, en forma de siete puñaladas que lo dejaron dos semanas en coma. De nuevo, sin presos.
Yayo se recuperó de su estado, tomó la 38 y lo esperó al otro a la salida de un baile y le disparó a matar en el pecho. Un mes en el reformatorio. Para entonces tenía 17 años.
De ahí comenzó una carrera delictiva que no se detuvo ni siquiera con el nacimiento de su hijo, a los 21, sino que al contrario, sentía la necesidad de ganar más para darle lo mejor al nene. A los 23 cayó preso de nuevo, esta vez en Bouwer, el mayor penal de la provincia.
A los siete meses de encierro y por teléfono le dieron la noticia de que su hijo había fallecido por una complicación respiratoria; el niño tenía casi dos años.
- “Vino mi papá, y me dijo: vos no podes mostrar debilidad.... esto es bosta o dulce de leche, cuando ganas vas a comer dulce de leche, pero cuando pierdas, comes bosta. Ahora te toca comer bosta. Espero que no te cuelgues; me dio la mano y se fue”, recuerda Yayo sobre la muerte de su hijo y el consejo de su padre en su momento.
A la semana Yayo intentó ahorcarse en su celda. Un compañero que lo venía siguiendo de cerca porque lo veía mal lo detectó a tiempo y avisó a los guardias de la cárcel para que abrieran las rejas y poder rescatarlo. Luego de eso no lo intentó de nuevo, sino que se endureció; creció corteza. Yayo recuperó la libertad cinco meses más tarde por falta de evidencias.
A la reunión con Yayo llega uno de sus socios, Samir, un pibe de veinte años que maneja una nave francesa que tranquilamente podría transportar al Gobernador.
Samir también arrancó de joven, aunque en su familia nadie se dedicaba al rubro. Como Yayo, la primera vez preso fue de adolescente, una estadía de un par de meses en el Complejo Esperanza.
Le pregunto acerca de esa experiencia: - “Fue difícil, pero ahí es donde me decidí por esta vida. Que si era lo que quería me tenía que volver bueno...cuando salí me echaron de mi casa. No entendían que esta era mi vida, mi decisión. Mi papá es seguridad privada, un trabajador...después de un tiempo me aceptaron de vuelta... Este es mi trabajo”.
Los jóvenes me cuentan de un par de golpes que dieron y de sus cuantiosos botines. Dinero que podría haberlos puestos en una playa brasileña, o con un negocio legítimo montado.
- “Con esa plata me compré un auto, una moto y termine la casa de mi mamá que se nos había quemado”, me dice Yayo quien completa: “Además siempre hay que guardar, para la fianza, para el abogado...esa la tenés que tener”.
Actualmente, tanto Yayo como Samir se encuentran en un régimen de libertad bajo fianza y procesados por distintos episodios de robo calificado. El motivo por el cual Yayo y Samir hoy están en la calle es porque pueden pagar buenos abogados.
Víctimas de gatillo fácil y presos por el sistema.
CORREPI, una ONG que se dedica a brindar asistencia legal gratuita en casos de abuso institucional y policial (y que entre otros casos asumió la defensa de Carla y varios de sus compañeros) me pasa el dato de una protesta por un caso de gatillo fácil en el cual las víctimas, Marcelo Herrera de 26 años y Daniel Pérez, de 32, terminaron detenidos. La detención fue luego legitimada desde el noticiero prime time de la provincia. A Marcelo y Daniel los acusan de robo a mano armada, episodio en el cual un policía fuera de servicio habría intercambiado disparos con los jóvenes y herido a ambos, uno en el brazo, y con la misma bala, al otro en el tórax.
La protesta es un corte de calle en un acceso importante cercano al barrio Granja de Funes II, donde el episodio ocurrió. Hay veinte familiares y al menos treinta policías en las inmediaciones que le indican a los familiares que solo pueden cortar media calzada. Las provocaciones entre ambos son constantes. El odio palpable.
Hablo con Cristian, el hermano de Marcelo, que me cuenta una versión distinta y más realista de acuerdo a los hechos de lo sucedido: “Mi hermano y Daniel, que son amigos y compañeros de trabajos -ambos son albañiles - habían salido a comprar sedas al kiosco para fumarse un porro. En el kiosco estaba el policía comprando cerveza con su hijo y discuten. La cosa se calma y el policía le pide a mi hermano que se disculpe con su hijo, que lo había asustado, a lo cual mi hermano accede, pero terminan discutiendo de nuevo. Los chicos se van, y el policía se va a su casa al lado y sale con un arma y les dispara”.
Hay veinte familiares y al menos treinta policías en las inmediaciones que le indican a los familiares que solo pueden cortar media calzada. Las provocaciones entre ambos son constantes. El odio palpable.
Tras el episodio Daniel y Marcelo fueron al dispensario acompañados de sus familias donde les indicaron que los iban a trasladar a la comisaría a radicar la denuncia. Nunca les permitieron denunciar, apenas llegaron fueron detenidos. Al cierre de esta nota la Justicia todavía no les tomó declaración y se encuentran detenidos en la UCA - Unidad de contención del aprehendido - una cárcel de primera instancia.
Luego de rechazar dos veces las denuncias de los familiares, y ante la intervención de un abogado, la justicia admitió la denuncia de Cristian con su versión de los hechos y denunciaron al policía por tentativa de homicidio. Aunque Daniel y Marcelo no tienen antecedentes recientes, ambos tienen antecedentes por robos menores, pero de hechos sucedidos hace ocho y diez años atrás, como me detalla Luís Díaz, un abogado y profesor de Ética en la Facultad de Derecho de la UNC, que asiste de forma gratuita a ambos.
Esos antecedentes constituyeron el punto de partida de credibilidad del relato oficial hecho verdad por los medios. Observando la protesta de los familiares de Daniel y Marcelo puedo darme cuenta de que la visibilidad que buscan no es tanto con los automovilistas, sino con las cámaras del noticiero presente. Saben que para poder limpiar el nombre de los suyos la batalla también tiene que ser mediática.
“Ahora la decisión de los chicos es ir hasta el final, que recuperen su libertad, que obtengan el sobreseimiento y que el policía que los atacó termine preso. Pero hay que ver qué pasa. La mayoría de estos casos de gatillo fácil que no terminan con muertes, cuando recuperan la libertad se termina todo, porque la presión es muy grande, y hay que seguir viviendo en el barrio con los policías. Son corporativos en su accionar. Incluso dentro del penal. Hoy los chicos corren peligro”, me dice Díaz que reflexiona: “Las fuerzas de seguridad accionan con una lógica de amigo/enemigo, y eso se convierte en mutuo. La formación que tienen no está pensada para entender que los ciudadanos son sujetos de derecho...Este caso es un claro ejemplo, el sistema no está preparado para casos anómalos, no tienen cómo detectarlos. Una vez que arranca la maquinaria ya está, arrancó”.
De ser encontrado culpable, algo que solo sucedería si los damnificados continúan hasta el final del proceso judicial, el oficial acusado, Ángel Pintos, perdería su libertad recién dentro de más o menos ocho años; lo que puede durar un proceso penal de este tipo, de acuerdo a lo que estima Díaz, quien ejerce desde 1996.
El gran narco.
“¿Sabés cuándo me cayó la ficha de todo?, cuando estábamos en la comisaría y lo que había pasado ese día estaba en el noticiero, y la comisario nos señaló y dijo: “Esos son los chicos de la tele”, me cuenta G mientras anochece, sentados en una plaza del coqueto barrio de General Paz, en Córdoba.
G tiene veintidós años y lleva el clásico look andrógino que caracteriza a su generación. De padres separados, él y su hermano mayor vivían con su papá hasta que este falleció cuando G tenía 16 años y quedaron ambos a cargo de una madrina.
Hace tres años en una visita a su dealer donde compraba marihuana, éste le ofrece dos planchas de cartón -que nueve de cada diez veces es la sustancia anfetamínica conocida como NBome o alguna similar, pero que se comercializa como LSD, tal como lo describe G - a un precio que le permitía a G fácilmente multiplicar por diez su inversión de colocar los cincuenta cartones en cuestión. G compró las dos planchas y le avisó a algunos conocidos para ofrecerles. En cuestión de horas una lluvia de mensajes lo dejó sin cartones y con los bolsillos llenos de plata. No los había ni siquiera tenido que ofrecer, solo acordar los repartos. Al fin de semana siguiente le volvieron a llover mensajes con pedidos. Al cabo de un tiempo G ya tenía varios proveedores y se había hecho conocido en el ambiente por su calidad y precio. “Yo nunca probaba nada, ni siquiera sabía bien qué era lo que estaba vendiendo, solo sabía que gustaba y me pedían más”, me cuenta al respecto.
La vida iba de maravillas para G hasta que unos días antes de la fiesta de la primavera del año 2017 le entró a uno de sus teléfonos un mensaje de alguien que no conocía con un pedido grande que debía llevar a Villa Carlos Paz el 21 de septiembre, cuando miles de jóvenes se concentran en la ciudad turística a celebrar como es costumbre hace años.
A G le pareció sospechoso desde un principio, pero unas semanas atrás había tenido un pedido similar y todo había salido bien, y eso, y el hecho de que era bastante dinero, lo terminó decidiendo.
En cuanto se bajaron del auto e hicieron la llamada acordada un mega-operativo de la Fuerza Policial Antinarcóticos, FPA, un pseudoequipo SWAT armado hasta los dientes, les cayó encima desde todos los ángulos.
El operativo salió en cada uno de los portales, noticieros y medios provinciales y en varios nacionales también, y las 30 planchas que G llevaba encima fueron presentadas a la sociedad como si la FPA hubiera desarticulado al cártel de Sinaloa.
El valor total puesto en mercado de los cartones de G era el equivalente a tres mil dólares; mucho dinero para un adolescente. Ni migajas para el negocio narco.
“Yo nunca probaba nada, ni siquiera sabía bien qué era lo que estaba vendiendo, solo sabía que gustaba y me pedían más”
“Estuve once días en la comisaría de Carlos Paz, de ahí me trasladaron a Bower donde me ingresaron a las 11 de la noche. Me dieron un colchón, abrieron las puertas del ingreso y sin decirme nada cerraron por detrás. El ingreso está lleno de gente que entra y sale y es tierra de nadie. En el mismo momento que me ingresaban a mi había otros que estaban a los gritos pidiendo más colchones, y ahí entré yo, con colchón en la mano. Pero todo bien. En esa mugre, porque el ingreso es una mugre, estuve siete días, y ahí es la ley de nadie, todos contra todos. Eso fue muy fulero, vi como le partieron la cabeza a un chico adelante mío. Situaciones así vi tres o cuatro veces en el ingreso. A los guardiacárceles ni les importaba... Después cuando te trasladan a tu pabellón ya es más tranquilo, tranquilo entre comillas...en Bouwer no podés estar más preso”.
Unos días antes de cumplir el año preso G fue liberado luego de un juicio abreviado donde reconoció la autoría y responsabilidad de los cargos por los que se lo acusaba. El Estado le concedió la libertad condicional, junto con una multa y un aviso de parte del Secretario de Justicia: “Mira que si no pagás, volvés”. El monto de la multa era de 150.000 pesos, unos $3.750 dólares, el equivalente a dieciocho salarios mínimos de un empleado registrado.
Por pericias de su abogado, y no por posibilidades del sistema, G logró que le redujeran la multa a la mitad, a lo que debió sumarle trabajo comunitario para compensar.
No me imagino muchas formas de juntar ese dinero si se me impusiera una multa semejante con un plazo corto a cambio de mi libertad; y eso que no tengo antecedentes, tengo estudios terminados, una profesión y le llevo algo más de una década de edad a G.
Claro, siempre puedo caer en la red de contención familiar y de amigos que suele existir (aunque cada vez más debilitada) en las clases medias. Probablemente podría juntar el dinero. Endeudándome. Tal vez. No lo sé.
¿Cómo imagina la justicia que personas como G, o Yayo y Samir, o Marcelo y Daniel, o Carla, puedan pagar ese tipo de multas?, tampoco lo sé. Pero la respuesta se me hace obvia.
Aunque el crecimiento de presos y procesados haya sido exponencial, Argentina todavía se encuentra lejos de los números de encarcelados de otros países de Sur América como Chile y Brasil, solo por nombrar un par, que tienen una población carcelaria más alta.
Desde el retorno democrático, el país (a pesar de las continuas crisis) ha podido igualar la gran mayoría de los poderes, y volverlos, al menos en sus procesos y controles, instituciones democráticas. El poder judicial y las fuerzas de seguridad internas componen todavía el bastión más duro de autoritarismo y falta de transparencia remanentes, y, en ese sentido, el panorama jurídico y carcelario podría ser visto como un síntoma de un problema mayor: lograr una verdadera y sostenida democracia con igualdad de derechos, obligaciones y consecuencias para todos.
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