Últimamente, mientras registro cómo mi país se cae a pedazos, he pensado en lo que significa soñar. Mis sueños suelen estar basados en fantasías del pasado, y me ayudan a pasar la noche jugando con momias amistosas en bosques tropicales, bañándome en cascadas de agua de coco mientras engullo bombones de fresa y cacao. Pero hay una pesadilla recurrente que me hace abrir los ojos y no me deja dormir más: me observo a lo lejos, en una jaula caliente con una pantera de dientes de oro, afuera me espera un hombre que no me cree cuando le digo que tengo miedo, disfruta escuchando mi voz mientras le describo cómo se sienten los colmillos abriéndome el cuello. La última vez que mencioné la pesadilla en terapia, mi psicóloga/ bruja me preguntó, sin yo haberle hablado acerca de ninguna de mis profesiones: “¿Crees que el sueño está relacionado a tu trabajo como periodista, o a tu trabajo como operadora de sexo telefónico?”
Efectivamente, mi mente suele estar ligada al trabajo aun mientras duermo, probablemente porque trabajar en una época de comunismo se ha convertido en una batalla contra el propio aire que respiras. En Venezuela, la vida está compuesta por una secuencia alargada de violencia, hiperinflación y propaganda política. Militares en el poder, resistencia en la calle y apagones. Represión, desaparecidos, guacamayas, repeat. Es un ambiente espeso en dificultades, y aunque el Caribe suele bailar durante los huracanes, la violencia y el empobrecimiento de lo que alguna vez fue una economía próspera ha mermado en el día a día de los venezolanos.
En mi caso, pensar en ofrecer un servicio sexual para poder pagarme la vida en la peor economía del mundo, no era algo incómodo sino sensato.
En cierta forma, es así como, a pesar de ser escritora, periodista, productora, fotógrafa, rescatista y actriz; de trabajar desde que tengo 15 años y dedicarle todo mi tiempo a la cobertura de pobreza y represión estatal, terminé en mi trabajo favorito hasta ahora: operadora de sexo telefónico. Usualmente, el trabajo sexual está profundamente relacionado con la precariedad, pero no quisiera decir que la pobreza, inherente a la vida de cualquier venezolano, me llevó al trabajo sexual. La curiosidad también existe en momentos de necesidad, y fue ella la que me llevó a mi primera línea caliente, con apenas 18 años, en un apartamento húmedo en La Urbina, Caracas, justo frente a uno de los barrios más imponentes de la ciudad.
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Siempre he estado interesada en el sexo. Me gusta la historia de la sexualidad y las dinámicas sociales en las que se presenta el placer. De adolescente, me gustaba saber qué buscaba la gente cuando te hacía el amor. Además, pienso que el cuerpo se siente distinto en el Caribe, más sensible y más abierto que en cualquier otra parte del mundo. En mi caso, pensar en ofrecer un servicio sexual para poder pagarme la vida en la peor economía del mundo, no era algo incómodo sino sensato. También confieso que siempre me han fascinado las trabajadoras sexuales, y de niña podía pasar largas tardes escuchando música e imaginando prostitutas del siglo XVIII, libres, independientes, solteras, fuertes, dueñas de sí mismas y el cruel mundo que las rodeaba. Nada que ver con ese apartamento en la Urbina, que en las madrugadas se llenaba de mujeres jóvenes, cansadas, desesperadas y sin opciones para alcanzar una vida que les garantizara un mínimo de paz.
El país en el que vivo
No pretendo poder explicar Venezuela, pero intentemos: hoy, el sueldo mínimo de mi país es U$4, un hecho que ha resemantizado todo concepto de clase social. La clase media se evaporó, la pobreza se convirtió en precariedad. José Graziano da Silva, director de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), indicó que el país cuenta con 21,2 millones de personas en situación de hambre. Encovi, estima que el año 2018 cerró con un 48% de la población, 7,3 millones de venezolanos, que dependen de las cajas CLAP, subsidiadas por el Gobierno, para comer una vez al día. Las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES), descritas consistentemente por testigos como “escuadrones de la muerte” debido a la violencia y arbitrariedad de sus operativos, asesinaron a 6.856 personas en el 2018 y lo que va de este año. En este momento, según el informe de Bachelet, hay 720 presos políticos tras las rejas, y se cuentan 4 millones de migrantes y desplazados.
Apenas el mes pasado, la alta comisionada de los Derechos Humanos Michelle Bachelet, realizó un informe donde pone de relieve varios aspectos de la emergencia humanitaria y las violaciones a los derechos humanos que afronta el país. Dedicó un capítulo a las vejaciones que sufren las mujeres, utilizando como ejemplos las decenas de testimonios de prisioneras que sobreviven las instituciones penales intercambiando sexo por comida con la guardia nacional. Los directivos de la ONG Cáritas Venezuela, también afirman que tanto en zonas rurales como urbanas del territorio nacional se registran cada vez más casos de mujeres en situación de pobreza extrema que recurren al intercambio de sexo por dinero o alimentos. El cuerpo es un cajero, más en tiempos de hiperinflación y tortura.
El cuerpo es un cajero, más en tiempos de hiperinflación y tortura .
¿Entienden por qué les digo que trabajar, en este contexto, es una batalla contra la vida misma?
Anita, 23, por ejemplo, es una hermana del alma. Es fichera y prostituta, cajera en un supermercado y esposa de un exconvicto. “Tenía ganas de cumplir 18 años e irme a trabajar inmediatamente a un club. Quería mi dinero, mi libertad. Quería proveer a mi familia sin depender de nadie. Es difícil sobrevivir ahora”, confiesa el día que la conocí. No terminó el colegio, y tiene tres hijas. Sufre de depresión crónica producto de su adicción a las drogas. Estuvo en un calabozo una vez y odia usar ropa interior cuando sale a la calle. También es una de las personas más generosas, divertidas y solas que he conocido en mi vida, y ha robado por lo menos a 12 clientes. “Anita, deja de robar a tus clientes. Te van a matar.” le digo mientras tomamos café en la plaza, “A mí ningún hombre me puede hacer daño”. dice Anita justo antes de contestarle el teléfono a su marido y ofrecerle una puñalada, “Y si me hacen daño, ¿importa? En esta vida lo único certero es que la gente te va a hacer daño”.
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Otra amiga, Roberta, 27, es cercana desde hace dos años. Es madre de dos, alcohólica, bisexual, mentirosa, grosera, comedora de chocolates, roba clientes, pero se considera “dócil y sumisa, como te enseñan que tienes que ser”. Un día, Roberta me menciona a una conocida en común que había logrado cruzar a Colombia. Menos de tres semanas después supimos la noticia de que unas prostitutas la habían asesinado y desmembrado. “Emigrar siendo puta es una condena”, dice Roberta, y sin embargo, ONGs estiman que alrededor del 80% de las trabajadoras sexuales que trabajan en Cúcuta son venezolanas. Ese mismo día, llama Roberta a contarme de su nueva propuesta de trabajo en Colombia. Taquicardia. Menos mal que Roberta tiene anzuelo, y tuvo que rechazar su “oferta de trabajo” por su inminente y pasional matrimonio con un diputado de la Asamblea Nacional Constituyente.
Se cuentan cientos de testimonios de mujeres venezolanas que han tenido que ofrecer servicios sexuales fuera y dentro del país. Irina Ceballos, secretaria de la Junta Directiva de la Organización Mujeres con Dignidad y Derecho de Panamá, indicó que las venezolanas que llegan al país en situaciones precarias, buscan la prostitución para sobrevivir el proceso migratorio: “Muchas de ellas son abogados o doctoras, y no pueden ejercer la profesión que tienen y optan por el trabajo sexual”.
“La vida misma te vende miedo y te enseña que el temor es un aliado”, me dijo Roberta una vez, mientras intentaba convencerme de ir al barrio de Santa Cruz, Caracas a buscar clientes. “Pero a mí no me dan miedo los hombres. Me da miedo vivir en la miseria como ellos quieren que vivamos”.
Lo bueno, es que una de las cosas de la juventud es que otorga el superpoder del coraje.
Muerte al miedo
Quería contarles acerca del país, porque lo vivo como un contexto abyecto, en el que las mujeres sobreviven a costa de enormes sacrificios. Acá, la industria del sexo se vive con violencia y crueldad, y queda oculta bajo la capa de la miseria, en la sombra, donde las cosas bonitas no suelen crecer. Mencioné anteriormente que lo que me llevó a ser operadora estaba más ligado a la curiosidad, pero no expliqué lo mucho que también estaba ligado a la política: yo tenía un trabajo de servicio sexual porque quería, porque me gustaba, porque era buena, porque me otorgaba independencia y me hacía crecer como escritora, como profesional, como persona. Sin embargo, he sido extorsionada, insultada y rechazada por mi trabajo en innumerables ocasiones. Entonces, ¿cómo se relaciona mi trabajo con la pobreza? ¿Cómo se relaciona con el mismo concepto de juventud, la búsqueda de la libertad en todo su espectro? Creo que la juventud, en Venezuela, se convence a sí misma, todos los días, que efectivamente el miedo muere, y con él la violencia, el estigma y la dictadura. Para mí, el trabajo sexual era una forma de hacer frente al estigma, una forma de encarar el lado oculto y las crueldades de la vida.
Fingí ser madre católica, hombre castrado, hermana bachiller, novia celosa, novia preocupada, novia infiel, gigante, virgen, abeja, damisela en problemas, transgénero y agente secreto.
Nunca dejé de hacer periodismo mientras atendía a clientes y les narraba fragmentos de los mundos de placer que había creado para ellos. Escribí acerca de las víctimas de los escuadrones de muerte del Gobierno mientras tranquilizaba a un cliente al que le daban ataques de ansiedad después de eyacular; me reuní con presos políticos mientras tomábamos cerveza y hablábamos de tortura mientras le vendía fotos a un usuario que tenía fantasías sexuales con una mujer que se convierte en gigante mientras se excita; viaje a cubrir protestas en los estados más oscuros mientras cobraba U$150 de propina que me deba un cliente por humillarlo cinco minutos por el tamaño de su pene y después dejarlo hablando solo. Un cliente me pedía que describiera cómo se sentía mi piel cuando me rasgaba la ropa, otro recreaba la escena de su violación, otro me buscaba para que lo ayudara a imaginarse a su esposa con otro hombre. A uno lo tuve que rechazar varias veces porque quería me convirtiera en conejito y le hiciera cariñitos con las patas traseras (los conejos me aterran).Un recurrente me pedía que recitara canciones que le había dedicado su esposa -que dormía a su lado- y que después le describiera cómo se sentía su leche en mi nariz. Fingí ser madre católica, hombre castrado, hermana bachiller, novia celosa, novia preocupada, novia infiel, gigante, virgen, abeja, damisela en problemas, transgénero y agente secreto.
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Cada una de esas historias -las sexuales y las periodísticas- me ayudaron a entenderme en relación con el otro, con el amplísimo espectro de la experiencia humana. La empatía es el músculo que más entreno cuando estoy con un cliente, y es el mejor aprendizaje de mi tiempo como operadora y como periodista.
“No creo que la pantera abriéndome el cuerpo tenga nada que ver con mis trabajos”, le respondo a María Fernanda, mi psicóloga/ bruja, durante nuestra sesión, “Creo que tiene que ver con que me estoy despidiendo de algo, de la pantera, de mi cuello abierto y de la persona que disfruta mi dolor. Creo que mi cerebro me quiere hacer recordar”. Maria Fernanda se inclina, y me regala una moneda de chocolate y me dice: “La próxima vez que sueñes con la pantera tienes que levantar la cabeza y decir “muerte al miedo”.
Greta Colmenares https://ift.tt/eA8V8J
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