Cedrizuela es un apodo que se ha generalizado entre los bogotanos para referirse a Cedritos, un barrio al norte de la ciudad que empezó a recibir venezolanos en los años noventa y que hoy en día se ha convertido en una colonia por el voz a voz y las redes de apoyo que ellos construyen para acoger a sus panas en las casas y establecimientos. Sin embargo, por el acelerado aumento de migrantes al país, los venezolanos están por toda la capital. En restaurantes, asaderos, en el rebusque. En el transmi, el semáforo, la esquina. En la calle.
En Colombia hay 1.408.055 venezolanos y Bogotá es la ciudad a la que más migran (313.528), según cifras de Migración Colombia con corte a 30 de junio. Las localidades a las que más llegan son Kennedy, Bosa y Suba. En esta última, los venezolanos encuentran refugio en barrios como La Gaitana, Lisboa, Bilbao, Berlín y, especialmente, El Rincón.
El Rincón de Suba es un barrio tradicional. Tiene iglesia, colegio, plaza y hasta su propia olla –acopio de droga y maleantes–, a pocos metros del CAI de policía. En las chazas venden dulces, frutas, hierbas, pescado y electrodomésticos. Las aceras están inundadas de peluquerías; una cuadra puede tener hasta ocho. Hay salones de belleza que ocupan todo el piso de una casa, barberías con dos o tres sillas y locales de 2 x 2 metros. Allí, en medio de los pelos en el piso, las luces de neón y los postes giratorios de rayas blancas, rojas y azules, reconocí el acento característico del país vecino. Entré casi a veinte peluquerías y en todas trabajaban venezolanos, al menos uno.
Los venezolanos buscan trabajo en las peluquerías colombianas porque en las principales ciudades de su país los salones de belleza han quebrado o permanecen vacíos. Los rubros son muy costosos para dueños, trabajadores y clientes. Los dueños no pueden pagar el agua y electricidad de los locales y tienen que escoger entre comprar comida o productos de estética. Los proveedores están en quiebra. Los clientes no pueden pagar el alto costo de los servicios: un tratamiento capilar cuesta hasta 30.000.000 bolívares (3.059 dólares), un corte en un salón cuesta entre 1.000.000 y 1.900.000 bolívares (102 y 193 dólares). Y los peluqueros, con años de experiencia, no pueden pagar el alquiler de una silla, mucho menos el de un salón. Algunos improvisan puestos de trabajo en las calles, mercados, debajo de los puentes y veredas. Los novatos se entrenan y aprenden el oficio para salir a buscar trabajo en otro país, como lo hicieron Jesús, Evilmar y Yeison.
Ellos son solamente tres de los 489.619 venezolanos que han estado en situación irregular en Colombia; es decir, que ingresaron sin autorización y/o superaron el tiempo de permanencia permitido por ley. No tener visa, cédula o el permiso especial de permanencia (PEP) les ha impedido trabajar legalmente. Me contaron cómo es trabajar como estilistas y barberos en el sector de Suba, la localidad más poblada de Bogotá.
Jesús, 19 años
Salió de La Victoria, estado de Aragua, en agosto de 2018. Quería estudiar gastronomía, pero la crisis lo obligó a buscar trabajo. Su mamá, quien vivía hace meses en Bogotá, le envió de regalo de cumpleaños una patillera azul: su primera máquina de afeitar.
Hizo un curso básico y trabajó como barbero en su ciudad, pero sus ingresos al mes no eran más de 1.600 bolívares (0,16 dólares), lo que alcanzaba para una libra de queso: “ni siquiera de carne, allá nadie se podía dar ese lujo, la gente anda flaquita por el hambre”, me contó. Él y su hermana de trece años decidieron viajar a Colombia. “Yo tenía mi tarjeta de movilidad fronteriza y pasé el puente de Cúcuta, pero mi hermana tuvo que pasar por la trocha. Nos subimos a un bus lleno de venezolanos ilegales, algunos hacen lazos pero al final cada quien coge su rumbo. Nosotros terminamos donde mi mami, acá en El Rincón”, me dijo mientras lijaba la madera de unas repisas que piensa instalar en el local.
Jesús trabajó en varias peluquerías de Suba. De la primera, en el sector de la loma de El Rincón, se fue porque descubrió que lo estaban “tumbando” con el precio del arriendo. Se pasó al frente, donde le alquilaban por 13.000 pesos diarios una silla para trabajar. Llegó a tener casi cincuenta clientes y en diciembre sus ganancias le alcanzaron para pagar 250.000 pesos de arriendo (76 dólares), hacer un mercado de 150.000 (45 dólares), comprar ropa y zapatos con 100.000 (30 dólares) y pagar un tiquete de bus de 350.000 (107 dólares) para que su novia venezolana viajara a Bogotá. Pero le subieron el precio de la silla y quiso buscar otro lugar.
En La Gaitana salía de trabajar casi a la medianoche: “A esa hora no pasa bus. Me devolvía a casa caminando, hasta que una noche me intentaron robar con cuchillo. Yo no me iba a calar eso”, me confesó. Tampoco pudo soportar las humillaciones en una peluquería de la Avenida Ciudad de Cali. En su primer día, un señor le gritó: “Me dijo que lo había trasquilado, que yo era un ‘hijo de puta venezolano’. La dueña prefería a la peluquera colombiana; un día me quitó a un niño de la silla en pleno corte y se lo pasó a ella. Me hacía sentir como un inútil, como si yo no fuera capaz ni siquiera de aprender”.
Hasta que llegó a la barbería Mileto hace cinco meses. Hace barbas, cejas, líneas y desvanecidos con cuchilla o con la cero. Recibe el 60% de sus trabajos y en un mes gana alrededor de 700.000 pesos (210 dólares). “El fin de semana tengo el sillón full. Al venezolano se le va el tiempo trabajando, uno tiene que ser esclavo. Si no trabajo un día o dejo de hacer uno o dos cortes, pierdo 6.000 pesos, plata que me sirve para asegurar el arriendo. Acá por fin me tratan y me pagan bien”.
Marco Antonio y Jesús (derecha) se divierten en el local. Marco y su hija Valentina son los colombianos que acogieron al joven venezolano en su barbería, que queda en la misma casa donde viven todos. En el primer piso hay dos cuartos donde duermen Jesús, su mamá, su hermana, su novia y ahora su tía, el esposo y su primo, un pequeño de cinco años. Donde viven dos, viven diez.
Valentina es la colombiana a cargo del local, donde ya han recibido a cuatro barberos venezolanos. Según ella en el barrio los colombianos se aprovechan de la necesidad y no les pagan lo justo: les pagan la mitad del turno, les cobran por la silla así no atiendan clientes o les dan solo el 30% o 40% de las ganancias. “Les damos la oportunidad a los venezolanos porque acá los colombianos son desordenados, impuntuales y egoístas, se guardan los trucos y secretos. En cambio, los venezolanos son pulidos, pacientes, madrugan, están dispuestos a todo y no les gusta competir. Te enseñan sus técnicas y trucos. El primero que llegó no sabía mucho de cortes, pero se esforzaba y pudimos conseguirle la cama, la estufa… Yo les doy bonificaciones o a veces algo de comida. Con cada persona es distinto. Jesús se ganó nuestra confianza, tú no puedes dejar tu negocio a cargo de un extraño”, me dijo.
Varios de los venezolanos que conoce Jesús son peluqueros o barberos; recientemente han empezado a llegar los tatuadores. Según él, “el resto vende salchipapas, arepas, perros o chorizos en la calle. O se meten en Rappi como mi mamá, que ya se compró el bolsito, le prestaron una bici y empezó a pedalear”.
Evilmar, 37 años
Es estilista y costurera desde los quince años. Nunca hizo cursos, aprendió observando a una joven peluquera que trabajaba en casa de su abuela en la ciudad de Acarigua, estado de Portuguesa. Siete años después y en la misma ciudad Evilmar abrió su propio negocio, que funcionó por quince años pero debido a la crisis tuvo que cerrar en 2016. Viajó a la ciudad de Cartagena y trabajó un año y ocho meses en una peluquería. “Hasta que la colombiana, dueña del local, cerró. Cartagena se llenó de venezolanos que montaron peluquerías y cobran mucho menos. Ella no iba a hacer su trabajo tan barato”, me contó, mientras miraba hacia afuera del local revisando por si llegaba algún cliente.
Un venezolano la convenció de que viajara a su casa en el barrio San Cristóbal, al sur de Bogotá: “Me dijo: ‘Ven acá que yo te ayudo’. El apartamento es de dos cuartos, pero en uno dormían unos muchachos. Me sorprendió tener que dormir con él, así que me acomodé en la sala. La segunda noche, yo dormida, y este tipo me mete la mano y me agarra un seno. Le dije ‘cónchale, ¿qué te pasa?, ¿me vas a cobrar porque yo me quede aquí?’ y solo me dijo que yo era una balurda (grosera). Llamé a una amiga cartagenera y terminé en Suba en la casa de su hermana. No me cobraba arriendo y me daba comida. Pero a veces prefería pasar el día sin comer que sentirme mantenida, ya me daba mucha pena con ella”.
La recibieron en marzo de 2019 en una peluquería que abrieron en El Rincón frente a la iglesia de los Mormones. Pero para entonces no tenía clientela y en sus primeros quince días Evilmar ganó solamente 9.000 pesos (2,70 dólares). “Es difícil porque mis chamos no tienen comida. Tienen doce y diecinueve años, viven en Venezuela solos. Yo soy viuda y mi mamá era quien los cuidaba, pero se murió en diciembre. ¿Cómo me los traigo? Ni siquiera sé cómo están, hoy de mala suerte se me quemó el teléfono también”, contó mientras lloraba.
Sus implementos de trabajo viajan con ella todo el tiempo. Secador, tijeras, plancha, máquina de afeitar, cepillos, peines, ganchetas y silicona para el pelo. No le gustan el frío, la lluvia y el granizo de Bogotá. “En Venezuela se usan sandalias por el calor. Uno anda con las uñas de los pies arregladas y depiladas para usar faldas y shorts. Somos vanidosas, nos gusta estar con las uñas montadas, las cejas, las pestañas, el cabello. Todo. Bueno, nos gustaba… porque ahora allá la comida es tan cara que en vez de plancharte el pelo, prefieres comprar una harina y mantequilla. Siempre me pregunto por qué la colombiana, teniendo cómo andar bien arreglada no lo hace. ¿Para qué trabajas?, ¿para nada más guardar plata? No, ¡cómprate, vístete, arréglate!”, me dijo.
Evilmar estuvo sentada en la silla esperando que llegara clientela por más de un mes. Siguió buscando trabajo hasta hace un mes. Una modelo webcam venezolana la recomendó para trabajar como maquilladora en la localidad de Chapinero, en el centro de la ciudad. Maquilla y peina a las modelos y vive con ellas en el estudio. Espera quedarse allí mientras reúne el dinero para traer a sus hijos a Bogotá.
Yeison y el parche de barberos
Yeison, de veinticinco años, salió de Valencia, capital del estado de Maracaibo, en octubre de 2018. Llegó al barrio Lisboa, en Bogotá, donde lo recibió su hermano en un apartamento en el que viven en arriendo diez venezolanos: tres mujeres, su hijo de cinco años y seis hombres. Todos son barberos y trabajan en La Heroica, una barbería que tiene tres sedes en Suba y dos en la ciudad de Cartagena.
“Ser barbero es el trabajo que más rápido conseguimos. Hice un curso de tres días, pasé la prueba y me dieron el trabajo”, contó. Trabaja a diario de siete de la mañana hasta las nueve de la noche, lleva su almuerzo y atiende entre diez y veinte personas al día. No se mueve del local, solo sale a la bodega, a cambiar un billete o por algo de comer. A las mujeres les depila las cejas o despunta el cabello, pero la mayoría de los clientes son hombres que se hacen el look completo: corte, barba y cejas, que cuesta 17.000 pesos (alrededor de cinco dólares).
Los insumos los da la barbería, excepto la máquina, que es suya y trajo desde Venezuela. Se gana el 50% de los trabajos que hace. En el local hay cámaras y usan un sistema de chequeras para llevar el registro de los servicios. En un mes puede ganarse hasta un millón de pesos, que invierte en arriendo, comida, en su hijo y “la Póker”: “El fin de semana voy al bar Las Palmas a escuchar champeta y vallenato. Mientras en Venezuela tú amaneces y sales arrastrándote, acá a las dos de la mañana, cuando el ambiente se pone bueno, es que te están sacando”.
“Aprenderse los nombres de los cortes pega duro cuando recién llegas. Al Platabanda, el corte cuadrado, acá le dicen la plancha o la mesa; al degradado, desvanecido o sombreado y la cresta acá le dicen el siete. Acá dicen “mutilar” (motilar), allá decimos afeitar; acá dicen rapar, nosotros, peloniar”, contó.
Yeison le envía cada quince días 50.000 pesos (15 dólares) a su mamá, quien también es peluquera y atiende clientes en su casa en Venezuela: “Le enseñé a manipular la máquina y la navaja porque ella solo planchaba y secaba pelo. Con eso y lo que le mando tiene apenas para sobrevivir”.
Yeison sabe hacer de todo. Fue albañil, mecánico, vendedor de electrodomésticos y de ropa interior. “Acá, sin documentos no puedes conseguir esos trabajos. Si pudiera sería chofer, es lo que me apasiona. Pero no me quejo, el dueño nos trata bien y pienso quedarme un buen tiempo. Sueño con montar un negocio en Venezuela cuando todo mejore por allá”, me dijo mientras le pasaba la cero al cliente que acababa de llegar.
El Rincón no es el único barrio con venezolanos en las peluquerías. Esta es una actividad en la que logran establecerse, y aunque es un trabajo como otro depende exclusivamente de ellos. De su actitud. Cumplir jornadas largas, tener sus implementos, trabajar por porcentaje, combatir el cansancio los días duros y esperar con paciencia en una silla los días muertos. Conseguir clientes fijos y hacer bien el trabajo. Los que no saben, se capacitan, o mienten para conseguir el trabajo y con la práctica aprenden. Claro, para algunos es más fácil porque aprendieron el oficio en su país. A los venezolanos les gusta lucir bien; el mundo de la belleza en su país era negocio, pero en Colombia es una opción más para subsistir.
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