En unos días se conmemora el Día Mundial de la Lucha contra el SIDA. He visto innumerables campañas, películas, estadísticas. Pero estoy convencido de que nada de lo que se haya dicho ha sido abordado desde la tónica correcta. Amenazar con la muerte no ha funcionado. Alentar a la vida, tampoco. Tal vez, sólo tal vez, leer la historia de alguien que vivió en carne propia el terror del SIDA y vio a la muerte a los ojos debido a la desinformación, logre hacerle entender a la gente porque diagnosticarse y tratarse importa. Y es por eso que hoy, armado de valor, cuento mi propia historia.
Me enteré de que tenía VIH de la peor de las maneras posibles: cuando ya había desarrollado SIDA. Tirado en una cama de hospital muriéndome de neumonía, veía mi vida escapándoseme a pasos agigantados. La misma enfermedad que se llevó a Freddie Mercury me tenía diezmado y con escasísimas posibilidades de sobrevivir. A todos mis conocidos les dieron la versión oficial: “Pável tiene neumonía” y no se hablaba más del asunto. La realidad es que llevaba años con el virus del VIH, nunca me diagnostiqué ni me traté y sólo lo supe cuando estuvo a punto de ser demasiado tarde.
Sólo mis familiares y amigos más cercanos supieron la verdad: presentaba un cuadro de SIDA en etapa terminal y lo más probable es que esa cama en la que me encontraba postrado sería la última que conocería. “No te vamos a mentir. Una persona tiene SIDA cuando presenta menos de 200 células CD4 en la sangre. Tú tienes 18. Por lo tanto, vamos a hacer lo que esté en nuestras manos, pero debido al cuadro agudo de SIDA que presentas, es poco probable que sobrevivas. Si tienes asuntos legales pendientes, lo mejor es que los ordenes ahora”.
Lloré como pocas veces lo he hecho en la vida. Y no por mí: sino por ver a mi madre a mi lado, esa mujer viuda que se partió cuerpo y alma por darme sustento y educación, con un rostro que fluctuaba entre en dolor y la espera desesperada de un milagro. Después de varios días de un agresivísimo tratamiento, caí en coma. Inconsciente como estaba, tenía la vida atada a un respirador artificial. “Le vamos a tener que quitar el tubo. Ya hicimos todo lo que pudimos. Si el tratamiento funcionó, va a respirar por sí solo. Pero si le quitamos el tubo y no respira, entonces ya no hay más qué hacer”.
Y el milagro por el que pidió mi madre ocurrió. Mis pulmones se rebelaron y respiraron, pero la batalla apenas comenzaba. Ese periodo de recuperación fue tal vez lo más horrible que me ha tocado experimentar. Refundido en el pabellón de infectología, compartía habitación con otros que, como yo, vivían en la etapa más letal y peligrosa del SIDA. Cada día al menos una persona moría en ese cuarto por causas asociadas al VIH. Mujeres trans, chicos mucho más jóvenes que yo, amas de casa. Todos contaban sus historias y compartían su miedo. No sé si era más terrible escuchar los gritos desgarradores de los familiares al recibir la noticia de que un ser querido había muerto o vivir en la zozobra de no saber quién sería en el siguiente, como en una ruleta rusa, macabra y retorcida.
Pero viví. Un mes después salí en silla de ruedas del hospital con 18 kilos menos que los que entré y el cuerpo lleno de llagas por haber pasado tanto tiempo sin moverme de la cama. Entonces supe que mientras estuve todavía hospitalizado, mi madre y uno de mis mejores amigos se movieron a una velocidad impresionante para darme de alta en la Clínica Especializada Condesa, para que comenzara lo antes posible mi tratamiento antiretroviral. Recibí mis primeras dosis de medicamento y tuve sueños vívidos horribles en los que me moría en el hospital y nadie lloraba mi muerte. Y así, diariamente durante varias semanas hasta que mi cuerpo se acostumbró al fármaco.
“En unos meses te vas a estar riendo de esto, vas a ver, te lo prometo”, me dijo el mismo doctor que prácticamente me obligó a hacerme la prueba y a quien le tocó darme la noticia de que era VIH positivo. Gracias a él me internaron y me trataron la neumonía. De no haber sido por él, en este momento estaría muerto. Después de varios meses de tomar mi tratamiento religiosamente, al fin recibí la noticia: ya no tenía SIDA. “Felicidades, Pável, tus CD4 se levantaron y ya tienes más de 200. Ahora ya no tienes SIDA, sólo eres una persona que vive con VIH”.
Ignorante como era respecto al tema, no sabía que eso era posible. Creía que una vez declarándose el SIDA, sólo era cuestión de esperar a que mi sistema inmunológico debilitado le diera carta abierta a las enfermedades oportunistas para matarme. No era así. Poco tiempo después llegó la segunda gran noticia: no sólo mis células CD4 iban a la alza, sino que el virus había dejado de replicarse y comenzaba a bajar. Después de haber tenido 180,000 copias del virus —un número altísimo— ahora mi sangre mostraba menos de 50 copias. “Eso significa que el virus se encuentra a nivel indetectable. ¡En verdad, después de haber estado casi muerto, ahora tu salud es la de una persona cualquiera!”
Quise llorar. De inmediato le marqué a mi mamá para contarle. Le conté también a mis mejores amigos, pero les rogué mantener el secreto. Seguía teniendo miedo. Ahora mi temor ya no era la muerte, sino la exclusión y la discriminación. Y me di cuenta de que no era el único. Cada que visitaba la Clínica Condesa, las miradas teñidas de temor eran la regla. Pude ver cómo muchas de las personas que como yo iban a revisión médica o por medicamento, lo hacían con un pesar indescriptible. Nadie se veía a los ojos. Todos jugaban a no estar ahí, seguramente rogando por dentro no encontrarse a ningún conocido que delatara su secreto.
Asumí como cruzada hablar sobre el VIH. En mi labor como periodista toqué el tema cuantas veces pude. Fui portavoz de campañas de concientización, a nivel gubernamental y también para ONGs, pero siempre “desde el clóset”. Cuando me preguntaban cómo es que sabía tanto sobre el virus, respondía de manera esquiva que era por interés periodístico. Me daba muchísimo miedo de que la gente se enterara y que eso impactara en mi vida personal, laboral, sentimental y sexual.
Tardé casi un año para volver a tener sexo y lo hice lleno de culpa. No sabía si confesarle a mis ligues de ocasión mi estatus de VIH. Por un lado estaba mi conciencia diciéndome que “ellos tenían derecho a saber”, pero por el otro estaba el temor de que ellos me rechazaran y que además difundieran una información que en ese momento consideraba muy privada. Finalmente decidí que no les diría. Usaría condón siempre (a pesar de que las personas indetectables no transmitimos el virus) pero no les diría a mis parejas a menos que se trataran de personas con las que pretendiera entablar una relación seria.
Y así fue. Tuve tres parejas sentimentales después de haber conocido mi estatus como seropositivo. Sorpresivamente, para ninguno de los tres fue tema. Palabras más, palabras menos, lo que cada uno de ellos me dijo fue: “yo te quiero a ti y el virus no es algo que te defina”. Respiré. Les expliqué que las personas indetectables no transmitimos el virus. Lo charlamos, negociamos temas importantes como el uso del condón o no. Con cada uno fue distinto, pero jamás fue una discusión grave ni con aires apocalípticos. Las relaciones terminaron por asuntos totalmente ajenos al virus. Tal como ellos lo dijeron: no fue el VIH lo que definió la relación.
Y entonces llegó “el indicado”. Cuando lo conocí tuve muchísimo miedo de decirle. A pesar de tener tres experiencias previas positivas, los nervios no se esfumaron. Le di muchísimas vueltas antes de comentarle. No habíamos tenido sexo aún, seguíamos saliendo. Pensé muy bien cómo se lo diría, seleccionando cuidadosamente la situación y las palabras. Pero se me adelantaron. Un usuario anónimo le mandó un mensaje por Facebook Messenger: “¿No te das asco salir con ese wey? No sé si sepas, pero tiene el bicho”.
Y me lo dijo. Me mandó el screenshot del mensaje. De inmediato le marqué por teléfono. “Ni modo, lo que tenga que ser, será”, pensé. Le dije que sí, que era cierto, pero que no se lo había dicho porque no sabía cómo ni cuándo comentarlo y porque además ya no era un tema que me quitara el sueño. Casi cuatro años después de haber pasado por una de las experiencias más traumáticas de mi vida, ahora estaba completamente saludable, indetectable, haciendo mi vida normal. “Si no quieres seguir saliendo conmigo, si te enoja haberte enterado por otra persona y no por mí, te entenderé”. Pero no fue así. Al igual que mis parejas anteriores, mostró un comportamiento ejemplar. “Tengo varios amigos que también lo tienen, estoy más informado de lo que crees”, me contestó.
Seguimos saliendo y tiempo después formalizamos la relación. Tuvimos sexo y el virus no lo impidió. Se hizo la prueba y resultó negativo. Desde entonces somos una pareja serodiscordante y feliz. Muy feliz, de hecho. Tanto que hace varios meses nos comprometimos y nos casaremos el año entrante. Cada que hablamos de VIH me dice cosas como “no me importa que lo tengas. Sé que tomas tu tratamiento y sé que gracias a eso vamos a hacernos viejitos juntos”.
Y justo así es. Cada día, antes de dormir, me tomo mi pastilla de Atripla. Cada seis meses voy a hacerme pruebas de rutina, para comprobar que el virus sigue indetectable y que mi sistema inmunológico sigue fortaleciéndose. Voy al gimnasio, trabajo, bailo hasta quedar exhausto. Hay días en los que ni siquiera me acuerdo de que el virus vive conmigo. Pero hay otros días en los que es inevitable reflexionar en los muchísimos sinsabores y momentos terribles que pude ahorrarme de haberme detectado a tiempo.
Por eso escribo este texto. Primero, para que me sirva como una especie de “salida del clóset pública”. Porque después de varios años me siento listo para decirle a la gente que vivo con el virus y que tenerlo en mi cuerpo no me vuelve mejor ni peor persona. Pero también lo hago por todas esas personas que viven con miedo. Si yo tuve que enterarme de mi condición cuando estaba a punto de morir fue por el maldito miedo: miedo a que me señalaran, miedo a formar parte de los “chistes de sidosos”, miedo a que ninguna persona me quisiera porque seguramente pensaría que estaba saliendo con alguien sucio, promiscuo o condenado a muerte. Miedo a hacerme la prueba y recibir ese horrible dictamen que dice “reactivo”.
A ustedes, desde el fondo de mi corazón les digo: no tengan miedo. Sus amigos, si lo son de verdad, no se alejarán. Y no, no los despedirán del trabajo, y si lo hacen ustedes llevan las de ganar ante cualquier corte. Pero sobre todo, que el amor no se termina. Ni el amor de pareja, ni el más importante de todos: el propio. Con el tiempo uno aprende a mirarse al espejo y a no sentirse sucio, descompuesto ni condenado.
A ustedes, los que no se hacen la prueba por temor, o los que viven con el VIH en silencio les reafirmo: no tengan miedo. El miedo es lo que casi me mata. Pero en cuanto lo destierran den su vida, en cuanto empiezan a hablar de este virus con la misma naturalidad con la que hablaríamos de una gripe (porque así de natural es), las cosas cambian y la existencia se vuelve mucho más luminosa.
El VIH no es un castigo kármico por putear, no es “su merecido” por no cuidarse, no es un instrumento cósmico por haberse atrevido a ejercer su sexualidad. Se los digo yo, que me infecté estando en una relación monógama. Pero eso es el pasado, ya no me flagelo pensando “cómo fui tan pendejo para infectarme”. Prefiero pensar en lo que me espera adelante. Con una boda en puerta, con una red de amigos y familia que me aman y me aceptan, con un trabajo que me encanta, hoy decido poner mi mirada en un futuro promisorio.
Ya no le tengo miedo al VIH, ya no lo vivo con culpa. Y de corazón espero que estas palabras motiven a más de uno a dejar de temerle a ese enemigo silencioso que sólo es peligroso si dejamos de hablar de él, si no lo atendemos a tiempo o si no tomamos nuestro tratamiento. Hablemos de VIH, hablemos, hablemos, hablemos. Porque nadie más en el mundo merece morir de una enfermedad perfectamente tratable. Porque todos merecemos la felicidad, a pesar de que a veces la ruta parezca tan oscura.
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