Artículo publicado por VICE Colombia.
Nueve de los trece países más impunes del mundo están en América Latina. Según el Índice Global de Impunidad del año pasado en México, Perú, Venezuela, Brasil, Colombia, Nicaragua, Paraguay, Honduras y El Salvador, un criminal tiene casi todas las probabilidades de cometer un delito y nunca ser juzgado. Además, según el informe ningún país de la región tiene niveles bajos de impunidad.
Por América Latina han pasado dictadores, paramilitares, pacificadores, generales asesinos, asesinos sin uniforme, violadores de niñas y niños, secuestradores, masacradores, criminales. Todos. Tantos, que la justicia no ha aguantado, que el sistema se ha roto una y otra vez. Sea liberal, militar, restaurativo, transicional, penal acusatorio, inquisitivo. Se ha roto una y otra vez.
Es por eso que muchos de los fallos más resonantes contra estos criminales no han sido dictados en esta tierra. Por ejemplo, a Los grandes jefes de los grupos paramilitares colombianos fueron extraditados en una noche para que las cortes gringas dictaran justicia, y al dictador chileno Augusto Pinochet lo arrestaron en Londres en 1988, por orden de la Audiencia Nacional Española bajo cargos de genocidio, terrorismo internacional, tortura y desaparición forzada. Hasta allá tuvieron que ir sus víctimas, a contarle a esos tribunales y no a los chilenos lo que les había sucedido.
Y así.
En América Latina la justicia sigue siendo un concepto en construcción, y su aplicación un proyecto fallido. El modelo liberal, moderno y europeo parece estar, por lo menos, en crisis.
Pero en medio de esa crisis, y desde antes de ella, existen sistemas de justicia indígena y tradicionales que han resistido a todo: a la conquista, a la imposición, al exterminio, a la política y a las propias constituciones nacionales. Sistemas que han sido invisibilizados “histórica, cultural, política, religiosa, jurídica, antropológica y académicamente”, dice un informe del Consejo Superior de la Judicatura colombiano llamado Justicias indígenas en Colombia: reflexiones para un debate cultural, jurídico y político.
Según la publicación, esta nueva forma de conquista tuvo efectos “paradójicamente” buenos. “Esa invisibilidad contribuyó, de una parte, a la persistencia de concepciones y prácticas ancestrales de justicia y, de otra, a generar procesos de recepción jurídica, resignificación cultural y apropiación estratégica del derecho estatal”, dice el documento. Una versión polémica para autoridades indígenas del continente.
Violeta Hernández, indígena chocolteco-ngigua y coordinadora de incidencia, investigación y diálogo intercultural del Centro Profesional Indígena de Asesoría, defensa y traducción en Oaxaca, México, dice que la interacción entre los dos sistemas de justicia no ha sido tan buena como cree la rama judicial colombiana: “el sistema de justicia occidental tiene nociones muy clásicas de darle a cada quien lo que le corresponde. Esta ideología tan rígida de administrar justicia sobre una persona, hecha por hombres blancos, no es operante en una realidad de diversidad lingüística y cultural como la de nuestro pueblo”.
Según ella, aunque hay reconocimiento constitucional de los sistemas de justicia indígena en casi todos los países de Latinoamérica, la práctica sigue siendo colonial. “Según el pluralismo jurídico, debería haber una convivencia de sistemas entre iguales. Pero por lo menos en Oaxaca hay una criminalización permanente hacia nuestro sistema de justicia y las autoridades indígenas operan a escondidas y subordinadas a la normativa estatal”.
El sistema de justicia estatal crea modelos únicos, códigos de procedimiento, marcos legales, penas establecidas, procesos estandarizados. Nada más lejano de la cosmovisión indígena. “Los sistemas de justicia indígena no son homogéneos. En Ecuador, por ejemplo, tenemos 18 nacionalidades y 14 pueblos ancestrales y cada uno resuelve los conflictos de acuerdo a la realidad, las costumbres, tradiciones y prácticas propias”, dice por su parte Mariana Yumbay, abogada indígena ecuatoriana y miembro del pueblo Cayambi.
Yumbay asegura que las normas de este modelo de justicia no están escritas en ningún lado. “Hacen parte de la tradición oral, que está en la memoria de los pueblos y de sus autoridades. Esas normas están encaminadas a restablecer la armonía de la comunidad, no a condenar a un solo miembro. Es un asunto colectivo”.
Estas diferencias han derivado en conflictos. “La resistencia indígena se ha edificado a través de hacer prevalecer sus formas de organizar la vida pese a la limitación estructural del Estado sobre ellos. Empujando su autonomía y en constante contrapunteo con las normas occidentales”, dice Hernández.
Presentamos algunos ejemplos de justicia indígena en Latinoamérica que han logrado colarse, a las buenas o a las malas, en la visión occidental de organizar el mundo.
El caso de los “gringos”
Autoridades indígenas de los 48 cantones de Totonicapán, un departamento del suroccidente de Guatemala, se montaron a un bus con rumbo al bosque comunal María Tecún. Era abril de 2013 y habían sido alertados de la posible presencia de máquinas retroexcavadoras en ese territorio, que suma unas 15 mil hectáreas y que fue comprado por los indígenas a la corona española hacia 1800. “Ahora, es un territorio colectivo”, dice Andrea Ixchiu, líder ancestral y defensora de derechos humanos en Totonicapán.
“Al descender del bus caminamos por varios minutos sin encontrar rastro de las máquinas reportadas. De pronto alcanzamos a escuchar varios disparos, entramos en alerta y dispusimos organizarnos para ubicar el lugar de donde provenían (...) Entonces lo supimos, había cazadores dentro del bosque comunal”, escribió Ixchiu en un texto publicado en 2017 por la revista Prensa Comunitaria.
La comisión vio una camioneta parqueada dentro del bosque y Andrea, entonces Presidenta de la Junta Directiva de Recursos Naturales de los 48 Cantones, se acercó: eran dos hombres blancos y extranjeros, “asustados”, dice ella. Revisaron el carro mientras le decían a los gringos que no les iban a hacer daño pero que estaban violando la ley porque en Guatemala no estaba permitida la caza. Y que desconocer las normas no era excusa para violarlas.
La ley guatemalteca, la estatal, dice que cazar y transportar animales sin licencia del Consejo Nacional de Áreas Protegidas –Conap, tiene una pena de 5 a 10 años de prisión y el pago de 10 mil a 20 mil quetzales (entre 1.300 y 2.300 dólares). “Uno de los sujetos, el alemán, empezó a llorar, indicó que sabía que eso le costaría el empleo y que tendría luego que abandonar el país”, cuenta Andrea en el texto de 2017.
El Estado guatemalteco reconoce sin embargo la autoridad indígena en lugares como Totonicapán, así que los gringos podían ser juzgados de otra manera. “Queremos que nos juzguen ustedes”, dijeron los cazadores. La asamblea indígena se reunió durante horas mientras ellos esperaban afuera de la oficina. Las sanciones fueron estas:
a) 63 días de trabajo comunitario en el vivero comunal, ya que las manos que alguna vez fueron para asesinar animales, debían devolver vida al bosque. Ayudando a nuestro viverista a cuidar de los más de 300 mil árboles que se siembran al año y que dan agua y vida al país algo habrían de contribuir. El registro de su asistencia sería llevado por el viverista Agustín Par, mediante un cuaderno de notas.
b) La colocación de 4 rótulos grandes en varios puntos de ingreso al bosque comunal que tuvieran la leyenda: “Este es el bosque comunal propiedad de los 48 Cantones de Totonicapán. Está prohibida la tala y la cacería. Área protegida reconocida por el CONAP”, para que cualquier persona que no conoce el área y llegue ahí sepa en qué territorio se encuentra.
y c) El pago de 2,000 quetzales en bonos de combustible para que la junta de recursos naturales pudiera seguir realizando monitoreos al bosque comunal.
Los gringos aceptaron las sanciones pero pidieron hacer el trabajo social solo en fines de semana, para no afectar sus trabajos. La comunidad aceptó. A las dos semanas llegaron con los rótulos y los marcos, y 7 meses después estaban terminando el trabajo comunitario.
Los centros de armonización
Así tituló el periódico El Universo de Ecuador un artículo del 23 de junio de 2013. Se refería a una polémica decisión de la justicia indígena frente al caso de Nelson Fabián León Quillupangui, indígena Cayambi acusado de violar a una menor de edad de la comunidad de San José Chico, al norte de la provincia de Pichincha.
“Los dirigentes indígenas, familiares del acusado y de la adolescente ultrajada, acudieron el último sábado desde las 14:00 a la casa comunal de San José Chico, en el cantón Pedro Moncayo, en Pichincha, para detallar que el pasado 24 de junio del 2012, León acudió a la vivienda de la madre de su hija ubicada en la comunidad Santa Anita de Anchola y bajo los efectos de drogas y licor abusó de la menor”, se pudo leer en otro texto de El Universo.
Luego de un extenso juicio, en el que la víctima tuvo que ver al agresor sentado frente a ella durante horas, León Quillupangui afrontó 12 condenas, pero ninguna de ellas contemplaba la cárcel pues esa figura no existe en la comunidad Cayambi. “Tuvo que pagar 12 mil dólares, acudir a un baño de purificación con agua y plantas sagradas, realizar trabajos comunitarios que todavía está llevando a cabo, no puede salir del país y si no cumple su pena, su casa pasará a ser de la comunidad”, señaló la abogada indígena Mariana Yumbay.
Por supuesto, la decisión causó polémica en la comunidad y fue una alerta para el estado ecuatoriano. “El delito de violación es muy grave y ni pagando con cárcel va a resarcir los daños causados a la menor”, dijo en ese entonces la funcionaria Zoila Cabascango, fiscal de asuntos indígenas de Pichincha.
La familia apeló la decisión de la autoridad indígena y pidió a la Fiscalía de ese país iniciar una investigación. Tras años de litigio, el caso se encuentra estancado en la Corte Constitucional ecuatoriana, como muchos otros por este mismo delito.
Según el artículo 171 de la Constitución, “las autoridades (indígenas) aplicarán normas y procedimientos propios para la solución de sus conflictos internos”. Según Yumbay, esta legislación no determina qué conflictos van o no a la justicia ordinaria. “Ese castigo lo que quiere es reparar la armonía de la comunidad, no consideramos a este indígena como un delincuente”, afirma.
Sin embargo, otras autoridades indígenas como Rocío Cachimuel, de la Federación de Indígenas y Campesinos de Imbabura, señalan que por falta de experiencia de las autoridades puede haber “errores en la aplicación de la justicia indígena”, así le dijo a El Universo en 2013.
Las autoridades de la Confederación Cayambi, máxima instancia de justicia en el cabildo, han reivindicado su decisión desde entonces. Dicen que el victimario fue afectado por malos espíritus y por eso los rituales de sanación con agua, los azotes y la presencia de ortiga y humo. Tras la purificación vino la sanción económica y el trabajo comunitario.
Sin embargo, “el sancionado debe entender que su comunidad jamás lo abandonará”, dijo en 2013 a El Universo Juan Anrango, presidente del pueblo Kichwa Karanki, en Imbabura. Por eso, no fue a la cárcel.
Mario Zamudio https://ift.tt/2r0qghN
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