Artículo publicado por VICE Colombia.
Cuál es el tiempo justo para quedarse en una historia que no termina de cuajar. Cuánto tiempo hay que sobrellevar la frustración de que las cosas no avancen, de que la intimidad no surja, de que el cuerpo no termine de proferirle al otro esa punzada profunda que le pinche el corazón. ¿Cuando es cobardía y cuando es estupidez? Voy a responder sin titubear: dos meses, ese es el límite justo para darle la oportunidad al otro y no perderse uno mismo en ese intento.
Mi práctica resolución la apliqué recientemente.
Cada vez que nos veíamos terminábamos teniendo un sexo magnífico. Luego, aunque no había arrunche, ni caricias, ni miradas prolongadas, sí había una conversación interesante. Finamente, se hacía tarde y yo empezaba a sentir que tenía que irme. Sí, él nunca me pidió que me quedara, de hecho tirábamos en su sofá —vaya mecanismo para evitar que una mujer se le enrede a uno en las sábanas—. ¡Vaya señal de no disponibilidad!
Lo conocí por Tinder. En sus fotos ni siquiera me gustó tanto, me pareció muy sabrosón, todo un papi para mi gusto; yo, que siempre estoy más del lado de los lánguidos alternativos. Pero lo vi pararse de manos en una de sus fotos y como soy una yogui empedernida pensé, pues qué más da, por ahí y este termina enseñándome por fin a hacer esa pirueta imposible.
Iba pues con bajas expectativas, es decir, con el viento a mi favor. Luego resulta que empezamos a salir e inesperadamente mi barco se sacudió por su viento, por sus brazos torneados que, sin duda, sabían mucho más que sostener su peso parado de cabeza, por su cuerpo alto y abrazador, su boca bella, su especie de dulzura arrebatada y temerosa. Y entonces mientras yo empecé a abrirme, a ceder espacio, él pareció cada vez más acomodarse en una especie de indefinición en donde no había reglas en la constancia de la conversación, no había obligaciones, ni demandas, en donde nos veíamos dos veces seguidas pero luego desaparecíamos todo el fin de semana, en donde solo había unos silencios frustrantes y prologados entre un mensaje de WhatsApp y otro porque yo no estaba en el lugar de decirle “oye y tú qué onda”.
Ante la evidencia de que los dos parecíamos estar en aguas muy diferentes —yo, en una absoluta disponibilidad y él, en una difusa comodidad—, tuve que confrontarme: ¿puedo pasar simplemente un tiempo divertido con este chico? ¿soy capaz de tener sexo desprevenido, desapegado y gozar y ya? Hubiera querido decir que sí, pero no, no podía. Aunque me la pasaba bomba con él, sabía que en mi interior quería que, de alguna manera, él se abriera a mi, se enamorara.
Vislumbrar esa diferencia del lugar en el que se encontraba cada uno de los dos fue, sin duda, un primer paso para no perderme en un sufrimiento sin sentido y prolongado en el que, efectivamente, se pierden muchos amantes crédulos de que la espera y la persistencia llevará a que el otro cambie. Yo, por el contrario, decidí que lo mejor era irme rapidito de ahí.
Sin embargo, cuando intenté aplicar todos mis mecanismos para erradicarlo de mi vida, inesperadamente, él me confrontó y no me dejó ir, lo que me hizo pensar que quizás sí estaba interesado, porque si no, ¿para qué me retenía en su vida?
Pasó el primer mes. Pasó una semana y otra semana y nada cambió. De hecho, extrañamente empezamos a tener menos sexo y a hacer más cosas que, si bien, requerían más intimidad, tenían también el aterrador tono de la amistad. Esa sí que era la estrategia más ideal para herirme, el castigo mayor. Que me convirtiera en su amiga era una cosa que mi corazón disponible, pero, sobre todo, mi ego recalcitrante, no iban a soportar.
Entonces di un segundo paso importante. Lo confronté. Le dije abiertamente que lo dejaba, que me iba porque lo que él me ofrecía no hacía sino generarme frustración, que yo estaba lista para emprender algo más serio y que su nivel de seriedad, definitivamente, no se parecía al mío.
Entonces oí lo que yo ya sabía: “Estoy ahora concentrado en mí”, sentenció, “yo no quiero meterme en nada serio”. Muy bien, por fin estábamos claros. Él me había hecho una confesión que, aunque alentaba algo dentro de mi a querer demostrarle que se equivocaba, era una verdad. Los hombres no son como las mujeres que dicen que no tienen hambre solo para que el chico vuelva a insistir en querer llevarlas a cenar. Si él decía que no estaba disponible era porque no lo estaba. No lo estaba para mí, por lo menos.
Le dije pues que no me volviera a buscar, que nos diéramos un abrazo de despedida y dejáramos las cosas así, decisión que de nuevo le cayó muy mal, casi me peleó como un novio herido, me recriminó mis métodos y dijo no entender nada conmigo. Entonces, su molestia volvió a sembrarme una esperanza. Será que este tipo en el fondo sí quiere algo conmigo y solo tiene miedo.
Las siguientes dos semanas, con las que completé mi tiempo límite de dos meses, me ratificaron que no. Los signos eran ya suficientes y por fin entendí. Su pulsión de no dejarme ir era simplemente una extensión de su comodidad, de mantener las cosas como le estaban funcionando hasta ahora a él, de mantener un goce divertido e interesante a cambio de ningún coste emocional. En ese punto límite yo tenía que decidir: me conformaba con su comodidad y su costumbre y me resignaba a que eso era todo lo iba a recibir o me elegía a mí misma, era fiel a lo que de verdad quería y me concentraba en buscar el amorcito real.
Así, cuando en el calendario llegó el día final, cuando se cumplieron los 60 días, despacito, sin alharacas, ni amenazas, sin advertencias, ni dramas, empecé a alejar mi corazón. A devolver sus mensajes con respuestas cortas que no le daban juego para conversar. A no sucumbir a sus invitaciones de domingo en la tarde para vernos, empecé a irme sin que se diera cuenta y sobre todo empecé a rechazarlo, y a los amantes indecisos el rechazo no les gusta, les da pereza.
Me siento orgullosa de haber respetado, cual general, mis límites. Ya sé, me preguntarán, quizás como se preguntan con sus propias historias, si este podría haber terminado con un final feliz si hubiéramos mantenido ese tire y afloje. Yo vuelvo a responder contundentemente: lo que no se cocina en dos meses no se va a cocinar. La duda que no se disipa en dos meses de sexo, camaradería y complicidad no se va a disipar.
De hecho, esos dos meses de oportunidad los he vuelto un mandato que me cuidad de malgastar mi restante juventud con cómodos amantes que no saben amarme.
Chica Polvo https://ift.tt/eA8V8J
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