Artículo publicado originalmente por VICE Canadá.
Esta es mi confesión: tengo la Saga de Crepúsculo en Blu-ray. He leído todos los libros, y hoy por hoy, soy 'Team Jacob'. Admito esto de todo corazón, mientras también considero que esta afirmación es un sacrificio de primer nivel… uno que, podría atormentarme por el resto de mi vida.
Pero creo que existen más de nosotros ahí afuera, que actuamos como si estuviésemos por encima de esta plaga de la sociedad —que desvergonzadamente sentimentaliza a Crepúsculo, que es basada en los libros de Stephenie Meyer y trata un romance vampiresco—pero esconde el hecho de que disfruta esta mierda. Hombres jóvenes como yo pretendíamos que estábamos siendo arrastrados a esta franquicia por nuestras novias; que nunca tuvimos cariño por ella, con el completo entendimiento de que estaban arremetiendo en su contra por la escritura pobre y sensiblera. Y no podíamos admitir esto; yo no podía admitir esto. Estaba a punto de convertirme en un futuro cineasta, y estaba ahí confundido por mi amor a estas paparruchas de niñas.
Lo extraño es que, no podía decir que era fanático de las novelas para adolescentes antes de Crepúsculo porque primero: no era parte del público objetivo (chicas adolescentes), y segundo: el género no era el gigante en el que se convertiría para la época en que la serie de cuatro volúmenes de Crepúsculo terminó. No teníamos a To All The Boys I Loved Before, Vampire Diaries, Los Juegos del Hambre, o Divergente con las cuales hacer comparaciones virales. Pero los fans de 13 años de Crepúsculo estaban creando una manía literaria con un entusiasmo del que uno no se podía escapar. Yo veía a chicas con las copias de un libro con la portada de dos manos sujetando una manzana. Escuchaba cómo los centros comerciales colapsaban a causa de firmas de autógrafos de los actores. Y mis amigas entonces repetían el alboroto en mi espacio, sabiendo de mi debilidad de niño por los vampiros, hombres lobo, y toda esa mierda paranormal. Días después, estaría encorvado en una habitación —con una copia pirata en mano— leyendo este diario adolescente sobre la aburrida Bella Swan, y conociendo al también aburrido vampiro, Edward Cullen. Lo siguiente que supe es que estaba pasando las páginas como si estuvieran envenenadas con heroína.
Simplemente uno tenía que estar ahí en 2008: había algo rebelde en bajar mi guardia machista para hacer parte silenciosa de esta manía de chicas cotidianas. Los libros estaban llenos de frases cursis como:
"Estaba totalmente segura de tres cosas. Primera, Edward era un vampiro. Segunda, una parte de él —y no sabía lo potente que podía ser esa parte— tenía sed de mi sangre. Y tercera, estaba incondicional e irrevocablemente enamorada de él".
Y mitologías cursis de criaturas creadas para el sistema digestivo adolescente; vampiros brillando como diamantes a causa de la exposición solar. Y por supuesto, con el sello PG-13 de un viejo vampiro que no podía amar por completo a una joven humana, porque ya sabes, él quería ese jugo de su cuello—dos supermodelos hermosamente trágicos. Todos en esta maldita serie se daban aires de supermodelos retocados, con el cabello perfecto y las mejillas cinceladas; inyectando hormonas extras en la experiencia de lo que se siente torpe, joven, y sentimental al punto de la desorientación.
Nunca experimenté eso con las películas adolescentes de los 90 —muchas de las cuales venían en forma de presentaciones exageradas de terror como I Know What You Did Last Summer, Idle Hands, The Craft, y Scream. Ocultaban temas adolescentes en el vientre de un erotismo/sexismo muy aterrador, y que siempre se sintieron altamente aceptables para mi género masculino. En Crepúsculo, había una honestidad cursi —si bien no muy progresiva— que seguía película tras película. Fueron introducidas nuevas rivalidades románticas y dinámicas familiares, ritmo tras ritmo, se acumuló en un sentimiento que una vez Quentin Tarantino resumió en History of Horror series by Eli Roth, de lo que sería para un hombre adulto ser fanático como una niña de 13 años.
Yo todavía recuerdo estar en un teatro, con un ceño fruncido falso junto a mi mejor amiga quien promovía su fandom orgullosamente. Nunca supo de mi amor a la saga, pero mientras me sentaba ahí en silencio, apreciando las ideas que me arrastraron a las novelas, sentía esa misma novedad refrescante—algo que amo como crítico—que era tan similar a los primeros momentos que vi de 90210, con sus nociones sobre los tipos blancos. En contraste, Crepúsculo era un camino a un tipo de "realidad" diferente, que era más inocente, distanciada, incómoda, y real para la demografía que yo no me había tomado el tiempo de comprender.
Crepúsculo no tenía ningún interés en dejarse llevar por la apariencia de la demografía creada a mano de Hollywood que eran los hombres jóvenes. Y a causa de esto, junto con la manía, y la reacción crítica que le mereció un puntaje en Rotten Tomatos, estaba más que calificada para atraer la burla que llegó a su camino.
Se promocionó a sí misma para las chicas adolescentes y por ello fue adorada. Audaz, considerando que ninguna demografía como la de las chicas adolescentes ha sido tan cagada y menospreciada; empezando por los productos que les son vendidos. Crepúsculo naturalmente se convirtió en presa fácil para todos los críticos que buscaban apilar más mierda—cosa que la serie eligió ignorar al mantener su sello de chica adolescente a lo largo de cuatro entregas.
Incluso dejando a un lado la trama tonta, siempre había algo que yo podía rescatar de Crepúsculo como un hombre heterosexual: las franquicias renuentes a doblegarse a una idea masculina de entretenimiento. (La directora Catherine Hardwick luchó con ejecutivos que querían hacer la primera película más atractiva para los chicos). Antes de esta franquicia, mis ideas sobre el consumo mediático estaban mediadas de forma masculina. La elección de evitar una película para adolescentes, o de escuchar una canción de Britney Spears era un reflejo creado por la ultra-masculinidad. Al hacer frente a mi obsesión por Crepúsculo, fui capaz de separar la definición societaria de la masculinidad; era un momento en el que mi chico interior podría jugar con una muñeca. Ser capaz admitir que me gustaba una película para adolescentes no era contrario a mi ADN como alguna vez creí, era tan natural como el amor entre un vampiro y una joven.
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