Artículo publicado por VICE Argentina
Nahuel Carpintero, de 28 años, junto a Marco Ferraro, de 29, conforman un equipo de investigadores paranormales que busca, a través de exploraciones en determinados lugares, una explicación científica de sus fenómenos esotéricos. Se conocieron en 2009 trabajando para la misma empresa de sistemas en Capital Federal luego de que, en un almuerzo de oficina, ambos confesaran un interés particular por las ciencias ocultas. “Los dos habíamos pasado antes por situaciones sobrenaturales que no podíamos explicar. Había cierta fascinación cuando lo hablábamos, que era seguido. Y no era un tono socarrón, ni tampoco como una locura, sino más bien algo muy real, tangible y con muchas ansías de explicar. La curiosidad genuina por saber qué ocurría en esas situaciones fue lo que nos unió y motivó a crear el equipo”, explican Nahuel y Marco, en un café de Boedo. Pero no fue sino hasta el 2015 que crearon (y patentaron) la DPA y, así, realizaron la primera exploración en busca de lo paranormal: “Habíamos vuelto de unas vacaciones en la provincia de Córdoba con nuestras parejas. Fuimos para descansar, pero, todavía no entendemos bien por qué, volvimos con una energía particular. Córdoba es una fuente energética muy importante. Tiene muchos avistamientos de ovnis en su historia y sus cerros encierran cierto misticismo. Fue ahí que decidimos idear algo que nos permitiera hacer lo que queríamos tanto: investigar de manera científica lo que estaba fuera de razonamiento”.
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Luego de su viaje, la DPA decidió volver a Córdoba a los pocos meses para su primera misión: ingresar al hotel “Edén”, en la localidad de La Falda. “Queríamos utilizar un método empírico de registro para mostrar evidencia paranormal. Para eso, nuestras primeras compras fueron una cámara infrarroja de visión nocturna y un grabador ultrasensible de sonido”.
Caminamos lento y en fila. Adelante, Nahuel guía con la cámara; atrás Marco ilumina con una pequeña linterna. Y yo, en el medio, estorbo y tengo ganas de irme. La sensación es de vacío. Pero debo admitir que es miedo. El lugar es enorme, con espacios amplios; también ambientes pequeños sin puertas, como celdas a medio construir. De repente, Marco pregunta si escucharon eso. Nahuel y yo contestamos al mismo tiempo: no. Dice que sintió como si alguien ─una persona, un animal─ caminara a un costado nuestro. Les digo que yo me quiero ir, que mejor los espero afuera. Nahuel no me contesta y apunta a aquel lugar: hay una zanja en el medio del piso. Es larga y ancha. Nos acercamos y lo vemos: un redondel perfecto, amplio, a un costado y en el fondo. La DPA no lo duda y baja con cuidado. Me extienden la mano, mientras pienso en salir corriendo. Bajo casi sin mirar. El túnel no es cómodo, pero entramos erguidos y pisando agua. Se repite todo: la cámara guía, la linterna atrás, mis ganas de irme. Nos adentramos de a poco, como ciegos tanteando el camino. El encierro es abrumante. A los costados hay dibujos de calaveras, frases extrañas y en el piso, cartuchos de balas. Cuando llegamos al final, salimos a una especie de camino amplio y subterráneo como si fuera el subte. Hay otros túneles con la cinta de “Prohibido Pasar”. El equipo no detecta nada: los medidores electromagnéticos no se mueven, tampoco hace frío; lo que significa que no hay nada extraño alrededor. Marco decide pararse frene a la cámara de Nahuel y comienza a relatar para el programa de DPA dónde nos encontramos. Pero su compañero lo interrumpe: “La batería de la cámara se bajó a reservar. Sino nos vamos, quedamos totalmente a ciegas”.
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