En Córdoba en el año 1999 José Manuel de la Sota asumió el poder provincial y comenzó la implementación de un plan de seguridad basado en un feroz aumento de la cantidad de efectivos policiales (la provincia cuenta actualmente con más del doble de la cantidad máxima de efectivos por habitante recomendada por la ONU, unos 625 policías cada 100.000 habitantes, mientras que la recomendación es un máximo de 300 efectivos cada 100.000 habitantes) y a su vez un control de territorio, digno de un escenario de conflicto.
Se instalaron controles policiales en la mayor cantidad de los accesos a los barrios y al centro de la ciudad, con la excusa de seguridad, pero con la verdadera función de mantener a sus habitantes adentro. Para mantener el control, se implementó al pie de la letra el Código de Faltas sancionado previamente en 1994 (reemplazado en el 2015 por el Código de Convivencia, de similar espíritu y aplicación), que contenía figuras propio de épocas de dictadura militar, como “merodeo” - circulación del espacio público con actitud sospechosa - y “aprehensión por averiguación de antecedentes” y usa constantemente la acusación de “desacato” para hacer pasar estadías en los penales que pueden durar desde horas hasta varios días, por el simple motivo de no portar DNI, o por estar tomando una gaseosa en grupo después de un partidito de fútbol; una anécdota clásica entre los jóvenes cordobeses: ser detenido por nada, o lo que es peor, por la pinta; por la piel; por la gorra.
El modelo de seguridad fue variando con los años, pero mantenido, entradas las dos décadas de gobierno del ya fallecido De la Sota y los de su socio político y actual gobernador Juan Schiaretti.
Mientras que las clases medias y altas pagan los costos de este control poblacional con rutas llenas de camineras con sus controles constantes sobre los automovilistas, los cordobeses de las clases populares lo pagan con sangre. Y la sangre que más corre es la de pibes jóvenes.
Guere, asesinado por la policía de un tiro en la espalda
“¿Por qué nos hacen esto, porque somos pobres?... ¿Por qué nos matan, porque somos negros?” me pregunta y se pregunta Ana María Bustos, la mamá de Fernando Pellico, asesinado por dos policías en la puerta de la casa de su abuelo la noche del 26 de agosto del año 2015. Cuando lo mataron, Guere, que se pronuncia güere, como le decían sus amigos y familia , tenía 19 años.
Ana me muestra la garita del Guere, que se encuentra en la canchita de fútbol al lado del dispensario del barrio Los Cortaderos, en la periferia de la ciudad de Córdoba.
El barrio le debe su nombre a la ocupación de la mayor parte de los hombres que viven ahí. En la zona se cortan y cocinan ladrillos y Guere cortaba ladrillos desde los catorce años.
Ana cuenta que no viene más que dos o tres veces al año, porque todavía le hace mal, pero qué pasa seguido y a veces levanta la cabeza y mira de reojo y ve que hay alguna vela prendida o alguien rezando. - “Una vez había un señor grande, que es vecino, y le pregunté por qué le rezaba a mi hijo: me dijo que le habían hecho falta medicamentos, que le pidió al Guere, y el se los consiguió”.
¿Por qué nos hacen esto, porque somos pobres?... ¿Por qué nos matan, porque somos negros?
Ana dice que cuando Guere arrancó a trabajar, la familia le hizo un cuarto en el fondo y ella le regaló la cama. Con ahorros su hijo se compró la tele y después le avisó a su mamá que ahora que tenía cama y tele iba a ir por la moto. Una Tornado. Fue el primero de su grupo de amigos en tener una moto de esa calidad, para la cual había juntado casi cinco mil pesos (unos mil dólares en su momento) que guardaba escondidos en el caño de la cama y alcanzaban para el depósito inicial y pagar el resto en cuotas.
Una anécdota que lo pinta de cuerpo entero fue cuando, una noche, unos veinte chicos del barrio estaban regresando del baile caminando; Guere, quien estaba con su moto, cargó a dos y se fue. Maximiliano Peralta, su primo, amigo íntimo, compañero de trabajo y único testigo de su asesinato, estaba entre los que siguieron caminando. Maxi cuenta que al rato lo vieron llegar de nuevo solo. Había regresado para cargar dos más. Así fue y volvió diez veces hasta que todos regresaron al barrio.
La semana antes de ser asesinado Guere había mandado a imprimir unos currículums para poder dejar los ladrillos y si tenía suerte conseguir un trabajo de panadero. También le había pedido a su mamá que lo acompañara a inscribirse en la escuela nocturna. Quería aprender a leer bien y estaba entusiasmado porque en el colectivo donde militaba, iban a arrancar una radio abierta y él iba a debutar como locutor.
-“Cuatro a cero contra ñuls, como me voy a olvidar”, dice Maxi, primero con una sonrisa, que casi inmediatamente se transformó en una mueca de angustia y dolor. -“Valía oro ese negro. No es porque sea mi primo, vos pregunta, cualquiera te va a decir lo mismo”.
Esa noche la dupla vio el primer tiempo del partido de Talleres vs Newells por la Copa Argentina en la casa de Maxi y luego enfilado para el campo, donde el abuelo les prestaba un galpón para que se pasaran los fines de semana de joda tranquilos y seguros con sus amigos y donde vieron el segundo tiempo de la goleada. Después del partido salieron en la moto de Guere a comprar más Coca Cola para el fernet. Era una noche helada y no había nadie en la calle, así que cuando se cruzaron en el camino con la camioneta de la policía supieron de inmediato que les iba a tocar el control.
Los oficiales Leiva y Chávez iban en la camioneta que Maxi y Guere habían visto. Pero esta vez los policías no detuvieron a Maxi y Guere, en cambio los siguieron con las luces apagadas hasta el acceso al campo del abuelo de los primos, donde ambos policías comenzaron a disparar. A Maxi le dieron primero en la pierna y se cayó de la moto. - “Guere siguió y me gritó: ¡Maxi corre! y me levanté y corrí, sin darme cuenta todavía de que me habían disparado. Cuando estábamos llegando a la casa se sintió una ráfaga de como diez disparos más. Guere se bajó de la moto, le colocó el pie, se acercó caminando y llegó a decir “me dispararon, me estoy muriendo” y cayó al suelo. Después de eso perdí la conciencia. Cuando me desperté, ya estaba en el urgencias” recuerda y relata Maxi.
Guere, quien no venía de una familia activista, participaba de la minga barrial y había ido a la Marcha de la Gorra, una manifestación que por entonces llevaba su segunda edición y que organizada por el Colectivo de Jóvenes por Nuestros Derechos reclama por la violencia institucional y policial que sufren los jóvenes de barrios populares cordobeses. Cuando su mamá le preguntó porqué había ido, él le habló del caso de Facundo Rivera Alegre, un pibe de barrio Juniors que había desaparecido a la salida de un baile dos años antes.
¿Dónde está El Rubio del pasaje?
Alto, grandote, con el pelo casi siempre teñido de rubio, o de azul; jugaba de nueve y le pegaba bien con las dos piernas; cantaba cuarteto en una banda. Facundo no era del tipo de pibe que pasaba desapercibido, sino más bien un personaje. Amiguero; si caía un chico nuevo a la escuela, él era el primero en acercarse, en invitarlo a merendar a la casa. Lo conocía todo el mundo. Como vivían en una casa al fondo de un pasaje en el barrio Juniors, Facu le agrego el “del Pasaje” a su sobrenombre de “El Rubio” e inventó una seña, del estilo de las que hace todavía La Mona Jimenez, un cantante de cuarteto que era su ídolo, pero que lo identificaba solo a él: un pasaje formado por sus dos manos y antebrazos contrapuestos de forma horizontal.
Un tanto cabrón; el grandote tenía poca tolerancia para el “verdugueo” policial. Había tenido problemas con varios policías de la comisaría 6, donde algunos se la tenían jurada. Sin antecedentes judiciales, sí se había comido varias estadías en el calabozo por infracciones “al código”.Laburaba pintando para un arquitecto, donde le había picado el bicho de retomar los estudios para poder estudiar arquitectura y se había inscrito en la carrera bajo un amparo para alumnos sin el secundario completo.
Era el papá de Rocío, una nena que hoy tiene siete años y que compartió solo nueve meses de vida junto a su papá Facundo, a quien dibuja de su mismo tamaño, sonrientes los tres junto a su abuela. Una nena que trata de entender, como puede, qué es lo que significa desaparecido.
Viviana Alegre, la mamá de Facundo, entiende desde los once años esa situación tan compleja, tan indigerible, y tan argentina que es la de tener un familiar desaparecido. Su hermano, un maestro rural y su cuñada, una estudiante de psicología quien tenía un embarazo de ocho meses, desaparecieron en la ciudad de La Plata durante la última dictadura militar.
-“Facu era un chico sensible, como mi hermano, el desaparecido, él también era así. Pero si te veía mal a vos te decía: “¡Hey mamá, sonreí! mírame a mí, vos que sabes que problemas tengo y no me ves triste por ahí”. Y yo pensaba, que problema va a tener, si tiene 19 años. Pero no sabes si es grave, o no, esa es la verdad. Igual algo siempre te largaba si estaba pasándola mal”, relata Viviana, mientras me ceba unos mates en el barrio de Juniors, donde todavía vive, aunque en una casa distinta a la del pasaje.
La plaza Aguilera del barrio de Juniors fue el lugar elegido por Viviana en el 2015 para erigir un monolito que recuerda la desaparición de su hijo. Era donde Facu se juntaba desde siempre con sus amigos; donde después llevaba a su hija de pocos meses. Al monolito lo cuidan vecinos que no llegaron a conocerlo al Rubio. Vecinos que no solo cuidan el recordatorio de un pibe desaparecido, sino que reconocen en él la lucha incansable y dolorosa de una mamá, y cuidan eso con cariño también.
- “No quería que le pongan rejas. Ya hay demasiadas rejas”, dice Viviana mientras observa la estructura metálica que pregunta por su hijo.
El rostro de Facundo hecho pintura se convirtió en un recordatorio silencioso que habita las calles de distintos rincones de Córdoba. Enrostrándole a una población subyugada por el prejuicio que algo no está bien. Que algo no cierra. Que la morfina de un azul en cada cuadra la pagan los pibes cuyas vidas está sociedad se niega a reconocer, salvo que sea para pedir más bala.
Cerca de las seis de la mañana del 19 de febrero del 2012 el Rubio fue visto por última vez por un testigo que relató cómo se subió en un colectivo en una parada cercana al recital de Damián Córdoba, donde había estado previamente. Al Rubio, se lo ubica preguntándole al chófer si el colectivo iba para General Paz, el barrio aledaño al suyo, Juniors. A la negativa del chófer, Facundo se bajó.
La antropóloga Natalia Bermúdez es quien señaló este fenómeno en Córdoba de la simbología en torno a los pibes muertos luego de pasar un extenso tiempo al lado de familiares de víctimas. Murales y grafitis, tatuajes y santuarios. Monolitos y cruces, todos sirven para traer la ausencia de vuelta, pero también para limpiar la memoria de personas que fueron estigmatizadas en vida, y en muerte por igual. Bermúdez señala que a diferencia de otras tradiciones, no se trata de muertos milagrosos, sino de muertos que permanecen integrados a la cotidianidad familiar.
- “Cuando salen los hermanos, miro la foto de mi hijo y le pido que los cuide...hace poco mi sobrina salió ilesa de un accidente de moto y mi hermana piensa que fue obra del Guere que no le pasara nada, porque no quiere que suframos más. Yo creo que es así”, me cuenta Ana cuando le pregunto sobre la santidad de su hijo. Viviana siente lo mismo de Facu, a quien muchas veces le dedica mensajes dirigidos directamente a él en redes sociales. Mensajes simples de una mamá, de una abuela. Desgarradores de leer. - “Rocío lo siente a su papá en las mariposas”, me cuenta Viviana sobre su nieta. Ella lo ve en los pequeños milagros cotidianos de una planta que se resiste a morir, de un abrazo de un desconocido, en el rostro conmovido de una maestra desconocida frente al monolito de su hijo.
Los espacios que recuerdan a los pibes como Guere y El Rubio y tantos otros más se convierten en lugares de recuerdo y peregrinación, para familiares, para vecinos, para desconocidos. Demandas de justicia, recuerdos y misticismo entrelazados por partes iguales.
“Cuando salen los hermanos, miro la foto de mi hijo y le pido que los cuide...hace poco mi sobrina salió ilesa de un accidente de moto y mi hermana piensa que fue obra del Guere que no le pasara nada"
Los casos de Guere y El Rubio son paradigmáticos porque representan, en similitud y diferencias, los extremos de una realidad que se escribe en general con impunidad y sangre. En el caso del Guere, la familia y el barrio se movilizaron desde un principio para asegurar que la maquinaria, que desde un primer momento operó para señalar la muerte del joven como un enfrentamiento, fracasara. Eso no evitó que ríos de tinta, y horas de televisión y radio lo intentaran de todos modos.
Al final se llegó a un juicio oral y público por jurado popular donde se probó el relato de Maxi y a los policías acusados se los condenó a cadena perpetua, siendo el primer caso en la provincia donde se obtiene esa condena por crímenes provenientes de las fuerzas de seguridad.
Con el Rubio fue muy distinto; a él lo mancharon y lo continúan manchando. Después de ignorar los reclamos de Viviana durante más de veinte días, se puso en marcha un operativo de investigación que pareció dedicarse más a encubrir cada pista real que fue llegando, que a tratar de dar con el paradero de Facundo.
En el 2015 la Justicia Provincial realizó un juicio express (se dejaron más de cien testimonios sin tomar, de acuerdo a la familia de Facundo) donde se condenaron a dos hijos de una supuesta narco y expuntera política de De la Sota, por la responsabilidad del asesinato y posterior cremación de Facundo, por el cual también se condenó, pero posteriormente absolvió por falta de mérito, a un empleado municipal del cementerio, quien habría habilitado la supuesta cremación.
La familia apeló el fallo y pidió la exoneración de todos los acusados, recurso que fue rechazado por la fiscalía y la corte provincial. A la familia del Facundo, la teoría oficial no les cierra por ningún lado. Actualmente están esperando que el caso llegue a la Corte Suprema de la Nación.
-“La desaparición de Facu no se explica sin cuatro patas: narcos, policía, política y justicia” me dice Viviana antes de despedirnos.
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