Artículo publicado por VICE Colombia.
Un día, un recluso recién llegado a la cárcel La Picota de Bogotá, que hasta ahora estaba comenzando su tratamiento psiquiátrico, entró en crisis y apuñaló a su compañero de celda seis veces. Una escena que dejó atónita a la psiquiatra de turno, que no se explicaba cómo un paciente no frecuente en su tratamiento recurría a acciones tan extremas. Aunque así lo hubiera querido, el recluso no podía acceder de inmediato a los medicamentos psiquiátricos de inmediato que le recetaba su doctora. Se trata de una cuestión burocrática que deja a los nuevos prisioneros a la deriva mientras esperan integrarse al modelo de salud carcelario. Ahora es un paciente frecuente.
En 2015, la Defensoría del Pueblo se refirió a los centros de reclusión como los “caldos de cultivo” por excelencia para las enfermedades mentales. La naturaleza del encierro trae consigo factores de riesgo y consecuencias invasivas y devastadoras para la salud mental de los reclusos. Factores, que según la OMS, incluyen: la pérdida de la privacidad y autonomía, la distorsión en los conceptos de tiempo y espacio, la sensación de soledad, el rompimiento de las relaciones sociales, el abuso de sustancias. el impacto del arresto, y el estrés de la vida en prisión.
No es un secreto que existe una crisis carcelaria en Colombia que para 2016, según la Revista Semana, albergaba a 120.000 personas condenadas en 137 establecimientos carcelarios. Establecimientos dentro de los cuales solo existe capacidad para 78.000, lo que deja al 80 por ciento de las instituciones carcelarias no solo en hacinamiento, sino carentes de áreas de sanidad y bienestar adecuadas.
Tampoco es un secreto que existe un estigma hacia la población que padece enfermedades mentales y que ese estigma es aún peor cuando se trata de alguien que ha cometido un crimen, trayendo consigo prejuicios para nada beneficiosos. Según Óscar Dueñas, médico especialista en administración de salud y director general de la Clínica Nuestra Señora de la Paz, existe un imaginario que muchas veces es injustificado: “es parte del estigma de la enfermedad, que cree que el preso enfermo mental que sale de la cárcel es un peligro, pero esto no es así”.
Los criminales diagnosticados con enfermedades mentales, deben lidiar con los prejuicios durante su tiempo en prisión y también cuando buscan reintegrarse a la vida social: “El estigma es ineludible sin cometer un delito, ahora, cometiendo un delito es un desastre” le dijo a Semana en 2016 Iván Jiménez, el presidente de la Asociación Colombiana de Psiquiatría. Ese miedo de estar con un enfermo mental que se comporta de forma diferente, se basa en la incertidumbre de no saber si en algún momento se volverá agresivo.
¿Entonces qué pasa con las personas diagnosticadas con enfermedades mentales que, por cometer algún crimen, deben permanecer en prisión? ¿Cómo es someterse al doble yugo de una condena criminal y al de una psicológica? ¿De qué forma la naturaleza de la cárcel y la precariedad del mundo criminal propicia la deficiencia en la salud mental? Hablé con expertos en tratamientos psiquiátricos a reclusos para comprender eso que podríamos llamar ‘doble condena’.
Los riesgos de violencia aumentan cuando las enfermedades son utilizadas como excusas para obtener medicamentos y otros beneficios. “Hay presos que se autolesionan, se cortan para que los aíslen o los hospitalicen, o para obtener medicamentos; para salir un ratico de la cárcel”, añade Dueñas. Aquellos que logran obtener medicamentos en la cárcel sin necesitarlos es una especie de tiquete dorado para hacer parte de redes de microtráfico de sustancias. Un fenómeno común en el que el preso simula síntomas para obtenerlos.
En las redes de tráfico de las prisiones, una pastilla antidepresiva puede costar dos mil pesos, una cifra que juega con la desesperación de los que realmente necesitan los tratamientos, y con la adicción de otros. “Hay incluso quienes tienen formulación psiquiátrica y piden por medio de una tutela un aumento de la dosis para cubrir una deuda”, dice Iregui.
Dentro de las cárceles de Colombia no existen pabellones especiales para las personas con trastornos mentales, sino que cuentan apenas con un área de salud y sanidad básica, que es prácticamente un consultorio médico. Solo existen dos establecimientos que cuentan con este tipo de anexos: la cárcel La Modelo en Bogotá, y la Villahermosa en Cali, cada una con una capacidad en sus anexos para 42 y 47 pacientes respectivamente.
Es decir, que, si dividiéramos los casi cuatro mil pacientes diagnosticados en 80 partes, ni siquiera una de esas partes alcanzaría a cubrir la cantidad de cupos disponibles en uno de los pabellones. Se ha reportado que cerca del 96 por ciento de los enfermos mentales en las cárceles deben convivir en patios comunes, con otros presos que podrían violentarlos o a los que podrían violentar, un ambiente que ignora la naturaleza de las enfermedades mentales.
Según Escala, “los pabellones son un área cerrada de uso diurno, fuera de los patios normales donde los pacientes que ingresan tienen una característica que requiere un cuidado mayor porque están muy vulnerables”, afirma. “Es como un hospital que funciona de día y de forma transitoria, ya que al finalizar el día, deben regresar con sus compañeros y a los patios comunes”
Los pabellones cuentan con celdas individuales, sistemas de seguridad, salones para las actividades de grupo, comedor individual, cancha al aire libre, baños, consultorios, y área de enfermería. Cada uno cuenta con un psiquiatra, un psicólogo, un terapeuta ocupacional, un trabajador social, y un grupo de enfermería. Dentro de ellos se realizan terapias que van desde la socialización y charla grupal, hasta la costura, la creación en madera, y la elaboración de manillas.
Sin embargo, existe una categoría de enfermos mentales en prisión que no pertenecen ni siquiera a los pabellones: los llamados inimputables. Ellos suelen cometer crímenes en un estado de inconsciencia y como resultado de su enfermedad mental, incluso muchos no recuerdan haber cometido el crimen y alegan inocencia.
Pese a que por ley los inimputables no deberían estar en la cárcel, según reportes de SEMANA hay quienes todavía son tratados dentro de los pabellones de salud mental, cuando deberían ser trasladados a instituciones como la Clínica Nuestra Señora de la Paz, un establecimiento de reclusión destinado al tratamiento y recuperación en un período de 6 meses hasta 20 años.
“Los pacientes que permanecen en la cárcel se vuelven vulnerables porque están con otros presos que no entienden su enfermedad, y que cuando los ven con algunos síntomas los rechazan o los maltratan, los tratan de locos”, afirma Correa.. Es entonces que se dice que, pese a estar en un ambiente estereotípicamente violento, rudo y demandante, los presos sufren de una doble condena o un doble estigma: ser juzgados por ser criminales, y ser estigmatizados por tener un diagnóstico de enfermedad mental.
“Generalmente el mayor miedo que tiene un preso con enfermedad mental es a ser violentado, a ser apartados de su familia, a que se les niegue el tratamiento. Muchas veces requieren aumento de los medicamentos o uso de otros para disminuir la ansiedad o el insomnio”, dice Correa.
Al ingresar a la cárcel se viven unas etapas de duelo que pueden empeorar las enfermedades mentales, y que basan en la pérdida de la libertad, la interrupción económica y productiva, y la ruptura de relaciones interpersonales. “Si es una persona con una enfermedad mental previa, está incrementado el riesgo de reactivación de sus síntomas. Efectivamente hay un riesgo de empeoramiento. Hay personas que se pueden adaptar a las condiciones, y otras pueden sufrir de depresión”, agrega Correa.
A diferencia de las personas que cuentan con su libertad, los presos no pueden acceder a terapias como la activación conductual. “Uno puede decirle a alguien en libertad que retome las actividades que lo hacían feliz, pero la mayoría de personas en prisión siempre piensan en actividades como jugar fútbol, ir a cine, o salir de paseo, y pues están confinados. Yo no les puedo decir que se vayan a cine esta noche”, añade Escala.
Además, muchos de los presos no se someten a tratamientos ideales durante el encierro y no están preparados para salir de él. “Nosotros respondemos con el paciente mientras esté en la cárcel, una vez el paciente sale, no hay una línea de seguimiento afuera. Ya son parte de la población normal y depende de ellos”, dice Correa.
Es ahí donde, para Iregui, se encuentra una de las fallas más grandes de la prestación de salud mental para los presos además de la falta de infraestructura. “El manejo de estos pacientes debería ser inter-institucional. Estas personas en algún momento van a salir, y uno no puede controlar qué pasa en su entorno familiar o social, ni cómo va a ser el manejo de la EPS. El abordaje a estos pacientes no puede limitarse a la cárcel, debería ser más integral”, dice.
En todo caso, existe una invisibilización generalizada de las enfermedades mentales en las prisiones colombianas. No es una situación fácil de afrontar ni siquiera para los psiquiatras: “no todos los profesionales de la salud están cómodos en ese ambiente, no es fácil conseguir una persona que quiera ir a un establecimiento carcelario. Hay un desgaste que va desde todas las medidas de seguridad para el ingreso y la tensión que eso genera. Tenemos profesionales que han durado dos días porque en el primero conocieron a los pacientes y en el segundo los amenazaron y les mostraron las fotos de su familia en Facebook, es algo impactante”, dice Escala.
Según él, los presos ya saben quién es el profesional antes de que llegue, ya los han investigado, ya saben dónde viven, qué carro tienen, cuándo van a ir a la cárcel, de dónde llegan, y hasta por qué van. Situaciones que “no le enseñan a uno en la universidad. No hay el curso de atención a personas privadas de la libertad” agrega.
“Obviamente hay que atenderlos con personal de guardia por cuestiones de seguridad. Yo no necesitaría personal de guardia si no me pasaran cosas como que si al paciente no le llegó el medicamento en el momento en que quería, me está esperando afuera con una cuchilla”, dice la doctora Correa. “Ganarse su confianza al principio es muy difícil, pero a medida que uno muestra autoridad y respeto por ellos y su enfermedad, se van sintiendo cómodos y ya luego no lo amenazan a uno con cuchillas”.
Cuando le pregunté las razones por las que había decidido sumergirse en esa línea de trabajo, me dijo: “No es algo que uno escoge porque sí. A mí me habían dicho que me quedara todo el tiempo en cárceles, pero no es algo que aguanto. Uno debe enfrentarse a separar el criminal del enfermo. Porque uno piensa, ‘Estás enfermo, pero eres un criminal’. No es fácil que un paciente le diga a uno que se dedicaba a matar personas, eso le moviliza a uno sentimientos. Pues pa’ eso uno estudió psiquiatría, mija”.
Paola Llinás https://ift.tt/2FLkmuS
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