Artículo publicado por VICE Argentina
La hoja es nueva, de paquete. Marconi, el barbero, extrae el filo del papel encerado y lo monta en la navaja con la minuciosidad que le permiten sus dedos gordos como morcillas. “¿Seguro que no quieres también las cejas? las hago con hilo, una belleza”, dice entre risas, y luego salpica agua sobre la brocha y comienza a untarla sobre la pastilla mediante suaves movimientos circulares hasta que la espuma rebalsa el cuenco de latón. “Vas a sentir frío, pero no demasiado”, dice Marconi, mientras arrastra la hoja por la superficie de mi cara enjabonada y el resto del elenco de la barbería, un grupo de chicos jóvenes con tatuajes y cejas delineadas, le celebra la ocurrencia. Son sus atentos aprendices en el arte de la navaja y el Negro Marconi no los defrauda: ejecuta los cortes con precisión y entre lances se da el tiempo para contar chistes y desentonar una que otra cumbia. “Al rato, con la banda completa, van a ver cómo suena, ya van a ver”, nos advierte, al tiempo que sacude los sobrantes de pelo con una franela. Además de cortar el pelo, Marconi es el cantante de una banda de música tropical que todas las tardes ensaya en la Usina Cultural. Si no fuera por pequeños detalles como quien manipula la navaja es un convicto acusado de robo con violencia y que estamos dentro de un recinto penitenciario, esta sería una escena costumbrista típica de peluquería de pueblo.
Eduardo Galeano dijo que todos los niños uruguayos llegan al mundo gritando gol y Parodi no fue la excepción. Hijo de un sinidicalista ferroviario, desde pequeño no sólo tuvo a mano la pelota sino también la ideología de izquierda. Durante la dictadura militar fue tupamaro y eso lo llevó a abandonar Uruguay: pasó casi década y media en Francia, exiliado. Fue allí donde se acercó a la pedagogía. Tras su vuelta, se incorporó a proyectos de educación, primero en el INAU (Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay) y más tarde, en 2010, en el incipiente modelo penitenciario de Punta de Rieles, en aquel entonces dirigido por Rolando Arbesún.
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Pero esta cárcel no siempre fue así. El complejo funcionó, entre 1973 y 1985, como una cárcel militar para mujeres. Eran tiempos oscuros en Uruguay. Según números oficiales, más de 600 mujeres estuvieron presas allí durante la dictadura cívico-militar que azotó al país. Se trataba del más grande centro de inteligencia y detención de la época, donde se cometieron cantidad de atrocidades. Ahora, la postal es muy distinta: los internos trabajan, emprenden y aprenden. Muchos de ellos están terminando el secundario y otros más cursan la carrera. Algunos se dedican al teatro, a la música, o pasan las horas trabajando en el proyecto de radio por internet que han levantado con mucho esfuerzo desde el encierro. El yoga les ha transformado la vida. Entre todos los internos están juntando la plata necesaria para construir un centro de meditación, junto a la plaza principal, allí donde Parodi organiza las asambleas, una especie de ágora donde las decisiones se discuten entre todos. “Acá lo que damos no es una ‘rehabilitación’. No son enfermos. Lo que funciona es darles la capacidad de discernir, de dialogar. De escucharnos entre todos”, dice Parodi. Con claroscuros en su gestión y siempre polémico, su método parece, al menos desde la frialdad de los números, mucho más efectivo que el punitivo. ¿Por qué si el porcentaje de reincidencia (menos de 2 por ciento contra un 50 en el resto de las cárceles en el país) es tan menor, no se ha implementado este modelo en otras cárceles de Uruguay? “La gente se escandaliza cuando un preso tiene televisión, cuando un preso tiene un pequeño privilegio. Dicen ‘¿cómo va a tener un asaltante o un rapiñero, cómo va a tener un pichi lo mismo que yo, que me parto el lomo?’. Pues ellos también se lo parten, lo mismo. La gente no quiere enfrentar sus problemas, prefiere el castigo”, remata Luis. A lo lejos aparece la sombra alargada de Marconi, que con la ayuda de sus pupilos lleva unos tambores hasta la sala de ensayo. Nos saluda con la mano y se lleva el índice a la muñeca, como haciéndonos saber que ha llegado la hora de la cumbia. El sol comienza a desaparecer y el claro cielo uruguayo pinta en rosas y morados. “Con todo, che, esto es un balcón en un sótano. No lo olvides”, me dice, mientras que en el galpón suenan las primeras notas, desafinadas, de una trompeta.
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