Artículo publicado por VICE Argentina
Se acercaba fin de año y con algunos compañeros de trabajo decidimos ir cortar la semana a un lugar especializado en shawarmas por el barrio de Palermo. Terminamos de cenar y nos quedamos un buen rato conversando sobre temas tan variopintos como carentes de sentido. Debatimos —un poco en chiste, un poco en serio— qué superpoder tenía cada uno que no servía para nada.
Aquella capacidad distintiva a la que nunca le habían podido sacar ningún provecho. Cuando tocó mi turno conté que siempre me había costado reconocer la sensación de saciedad, algo que me hacía capaz de comer de manera casi ilimitada. Incluso, recordé que eso me había traído algunos problemas años atrás, como la vez que llegué a aumentar 11 kilos en unas vacaciones de 20 días.
Los gestos de mis colegas fueron de sorpresa, pero también de escepticismo. La estábamos pasando tan bien que fuimos a pedir una ronda más de pintas. Al llegar a la barra, nos quedamos atónitos frente a un cartel que anunciaba una inminente competencia de comer shawarma. Sin pensarlo dos veces, me inscribí y comencé a prepararme física y psicológicamente para el desafío. Por supuesto VICE sería mi voz para contarlo.
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Finalmente había llegado la tan esperada noche. Apenas 20 minutos habían pasado de las 9 pm y decidí mitigar la calurosa espera con una cerveza bien fría. No había tomado muchos recaudos para llegar en óptimas condiciones al torneo. De hecho, al mediodía había almorzado una suculenta milanesa de pollo con puré de papas y había merendado unas tostadas con manteca acompañadas de café con leche. Las brasas que cocinaban la carne de manera vertical daban a la calle, mientras los asadores afilaban los cuchillos que deslizarían una y otra vez sobre el lomo, el pollo y el cerdo a lo largo de la velada.
En una de las mesas ubicadas frente al local, se encontraban los otros cinco competidores chicaneándose de forma cómplice. Ahí caí en la cuenta de que era el villano de la historia. En caso de ganar cualquiera de ellos, se repartirían de manera equitativa los mil pesos de premio en consumiciones. En conclusión, lo único que los separaba de una jornada memorable entre amigos era una hipotética victoria mía. Las estadísticas no estaban a mi favor.
Abrí bien la boca para estacionar el último tramo de alimento. Inmediatamente, mi competidor soltó el bocado que le quedaba en sus manos y levantó los brazos como señal de rendición. El público estalló en aplausos. Todo había terminado. A pesar de eso, le pregunté a la chica del cronómetro cuánto tiempo restaba. “Todavía quedan dos minutos para los 20”, me contestó. No era mi intención mofarme de los rivales, pero quería que la victoria fuera contundente así que dediqué cada uno de esos segundos para degustar el sexto y último shawarma de la jornada.
Luego de las felicitaciones, las declaraciones para las redes sociales del lugar, y el saludo con el resto del público, comenzaron los festejos. Claro, la velada todavía era joven y el premio sólo se podía canjear esa misma noche. Así fue que, mientras el DJ hacía sonar “We are the champions” de Queen en loop, me dediqué a disfrutar de la vez que fui el campeón indiscutido de la ingesta de shawarmas.
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