A Cantante lo conocí en Tijuana, sin planificarlo: pasó que ese día yo todavía acarreaba resabios de un viaje sicodélico y, como sentía estar curado de todos mis males, lo que menos buscaba era perturbar esa belleza. Ir al barrio más violento de TJ, la Sánchez Taboada, para recorrer algunas conectas [casas en donde se vende el foco], ya no era mi plan, así que fue un alivio cuando Pedro, un joven traficante que fue mi guía y a quien bauticé como mi Narco Polo, me avisó que el recorrido se posponía porque la zona estaba muy caliente, pero a cambio me invitaba a una carne asada en casa de su camarada. Ese camarada era Cantante.
Cantante apareció detrás de la puerta, arrogante, con una cerveza y un porro en la mano. Estaba metido en unos pants deportivos que, para su desgracia, le remarcaban el sobrepeso. Güerito de rancho, mal hablado, de risa estridente y cara del tipo que se las sabe todas; Ambicioso, valemadrista y, sobre todo, enfermo de mafia, o sea que idolatra al narco y por eso no hicimos química.
Me contó exaltado de Capo, el que le da feria para el perico y las putas, el que le regaló las guitarras, el acordeón, la batería, la consola de sonido, la camioneta en la que se transporta a los toquines y hasta la ropa con la que canta. También me presumió que su primer disco se lo financió Capo y que por 20 mil dólares le graba discos exclusivos. Me platicó que unos narcos le pidieron a él y a su amigo que compusieran un corrido en contra del Cártel de Jalisco Nueva Generación, pero el que se aventó el tiro sólo fue el amigo: Lo cantó en un pary y saliendo lo trozaron. “Yo salí de mi cantón durante tres meses”, me dijo entre risas, como si estuviera contando un chiste. Luego me juró y perjuró que el asesino de cantantes en TJ es un tal Griego y que anda de fanfarrón en los bares, jactándose de sus crímenes como si fueran una hazaña.
Me dijo que en las fiestas de Capo éste lo ha obligado a tocar hasta 12 horas seguidas. “Los pinchis dedos te sangran machín”. Y me confesó que Capo y dos de sus achichincles le piden que en los corridos remarque lo sanguinarios que son, que asesinan incluso con un clip, que vencieron la pobreza a balazos, que gastan dinero como si ellos lo fabricaran o que de tanta mujer que embarazan parecen registro civil. “Pura pinchi exageradera”, oí quejarse a Cantante.
Me contó que no puede ir a tocar a cualquier lugar porque Capo sigue la guerra contra los otros dos grupos de la ciudad, el Nueva Generación y el de los Arellano Félix —en 2018 mataron a siete por día, o sea, dos mil 500 muertos—, y que los grupos están tan menguados que quien controla el negocio de la metanfeta y la chiva son los Pepos, o sea, los de la policía estatal. “Esos cabrones se la pasan en la robadera de cargamentos”, intervino mi Narco Polo y añadió un dato: “En un decomiso que hubo en la Rumorosa, los Pepos se clavaron 100 kilos de cristal [crystal meth]. Dicen que lo vendieron en las calles a mitad de precio pero también se cree que lo cruzaron con ayuda de la Border Patrol”.
Mientras Cantante contaba que los de la Nueva Generación se encabronaron porque era su cristal, pero en vez de tomar represalias e ir a balear a los Pepos, les mandaron un mensaje Whasapp. “¿Whatsapp?”, lo interrumpí, incrédulo. “Sí, por ahí se amenazan”, me respondió tan seguro que seguí sin creerle la historia. Continuó: “Lo sé bien porque soy asesor de Capo y, además de aconsejarlo, además de conseguirle morras y de cantarle una o dos veces al mes, también me pide que le ayude a contestar los mensajes que sus enemigos le envían por el Guats, porque el bato escribe de la verga”. Mientras me contaba que el mensaje a los Pepos llegó hasta Facebook y en él se escucha muy enojado al Caimán, un ser básico que era graffitero y ahora es jefe de plaza. Mientras me decía que el tal Gallero y el tal JP, también de la Nueva Generación, echan mucho desmadre en el Whatsapp pero también ordenan secuestrar, matar niños y descuartizar mujeres; mientras me hablaba del tal Aquiles, que traicionó a Benjamín Arellano y le entregó la plaza al Mayo Zambada, o mientras me platicaba que el Quieto, el Chencho y el Flaco son gente de los Arellano y, además de dedicarse al asesinato, también roban carros, bancos y tienen el negocio de las micas [visas falsas].
Mientras Cantante empezó a quejarse de la corrupción del gobernador y su plática se fue llenando de lugares comunes; mientras todo eso me contó Cantante, con cierto orgullo, yo sólo buscaba que me respondiera de dónde carajos venía su fascinación por los asesinos. Cantante retrocedió como si hubiera visto algo malo en mi pregunta y enseguida me dijo que yo no sabía del negocio del narcocorrido; que si uno quería salir adelante en ese mundo tenía que venderle el alma al diablo y él ya se la había vendido dos veces, que si no fuera por Capo quién sabe qué sería de su vida, y que por qué le hacía esas preguntas si yo escribía narcoseries y hacíamos lo mismo.
Confieso que durante algún tiempo le compré su sentencia y más porque días después de hablar con Cantante, éste me presentó a Luis, un niño de 14 años con toda la actitud de contarme sus crímenes, como si su trabajo dentro del cártel fuera publicitar la catástrofe. Le dije que yo quería platicar con él no de la muerte, sino de la vida. Es decir: preguntarle qué le habían enseñado sus padres, cuántas veces al día le recordaban cuánto lo querían, cuándo fue la última vez que jugó futbol con sus vecinos, si no echaba de menos la escuela o si conocía la historia de Simba. Entonces me respondió que no tenía papá, que su mamá trabajaba todo el día en la maquila, que sus vecinos le temían, que él sí quería estudiar la secundaria y que no sabe a qué me refiero con Simba, pero conoce la historia del Tyson, un sicario al que descuartizaron. Luis me preguntó después si era cierto que algo tuve qué ver con su narcoserie favorita. “Me gusta porque el Chapo siempre encuentra la salida”. Me partió el corazón escucharlo. Mi idea de que en la serie dejábamos claro que el Chapo fue, además de traidor y un sociópata, un operador del gobierno mexicano y de la DEA, Luis no la comprendió. Los niños son aspiradoras que no saben separar el bien del mal, pensé en ese entonces y sentí culpa.
Hace poco, sin embargo, hablando con Ingrid Urgelles, una profesora chilena que se ha especializado en la literatura del narco, me ayudó a entender dos cosas. La primera es que el problema es la interpretación: Un niño mexicano tiene un sistema valórico diferente, regido por la riqueza y ese sistema ha sido trastocado no por las series ni por las novelas, ni siquiera por los corridos, sino por el Estado mexicano con su política criminal. La segunda es que en la apología de la violencia siempre hay una intención directa y consciente del autor. “La apología se combate criticando al narco Estado, haciéndolo mierda”, resumió Ingrid, y eso intento seguir haciendo.
Pero ni Cantante ni Luis lo combatirán.
Apuesto a que a Luis lo va a matar el foco y que un día a Cantante también se le va a acabar el corrido.
Alejandro Almazán https://ift.tt/eA8V8J
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