Artículo publicado por VICE Colombia.
Antes del virus, la rutina era la misma: un té de manzanilla caliente, una última pasada por las redes sociales, un beso de buenas noches para el gato que duerme a los pies de mi cama, 20 minutos de sleep al televisor y listo. Tan fácil.
Un día normal, un día asíntomático, si se quiere, no me doy cuenta de en qué momento se apaga el televisor. Logro dormirme antes de que se cumplan los 20 minutos y paso noches tranquilas que me dejan descansada y llena de energía al momento de despertar. Pero en los últimos años esos días no son seguidos, los 20 minutos a veces se extienden a media hora, o incluso más, y el sueño se me escapa.
El insomnio, según el American College of Phisicians, es la la dificultad para conciliar o mantener el sueño, acompañada de una sensación de sueño no reparador, a pesar de que las condiciones para el sueño sean adecuadas. No es un trastorno poco común: diferentes fuentes estiman que entre el 30 y el 40% de la población mundial sufren de esta enfermedad.
En mi caso, muchos factores influyen en esto. La temperatura, por ejemplo. Hay noches en que el frío me cala los huesos y no hay medias, cobijas ni gatos suficientes para hacerme entrar en calor. El ruido también me afecta, pues tengo un sentido del oído tan agudo que, viviendo en un primer piso, puedo oír cuando el vecino del quinto ensaya con su guitarra, cuando los carros pasar por la avenida, cuando los porteros del edificio vecino tienen conversaciones. Puedo oír también el golpe de cada una de las bolsas de basura que caen al camión los martes y viernes, sin falta, a las 12:16 minutos de la noche. Los polvos de la pareja del 203, que la verdad, suenan demasiado aburridos. Justo por esto, dejo el televisor prendido al dormirme. Lo dejo a un volumen lo suficientemente bajo para que no moleste mi sueño, pero a un punto auditivo que tape el ruido de afuera. A veces funciona.
De un tiempo para acá, la rutina de sueño que he cumplido durante los últimos 10 años está fallando. Antes me acomodaba perfectamente en la cama y cerraba los ojos: no necesitaba contar ovejas para sentir cómo el peso del sueño halaba mis párpados. Pasaban pocos minutos y comenzaba a sentirme infinita. Mi cuerpo se expandía y comprimía al mismo tiempo, las manos y los pies compartían un mismo espacio y mi mente lo rodeaba todo. Esa infinidad es, siempre, mi último recuerdo antes de dormirme.
Me hace falta la infinidad.
Ahora, si tengo suerte, al acostarme siento es una incómoda sensación de cosquilleo en las piernas. Siento como si miles de hormigas recorrieran la parte inferior de mi cuerpo, haciéndola más pesada, más densa. Como me da ansiedad la sensación, sacudo las piernas desesperada, tratando de ahuyentarlas. No sirve: al que espanto es al sueño.
Hay días en los que me siento exhausta desde las cinco de la tarde. Llego a casa y mi cama me llama, me canta como una sirena. Yo me resisto. La ignoro. La miro con la rabia y la impotencia de quien es tentado por algo que no le conviene. Pero si estoy cansada, ¿qué de malo tiene tomar una siesta a esta hora?, me digo.
Entonces, me dejo ganar por las ganas y me acuesto. Los últimos rayos de sol del día entran por la ventana y me arrullan. Me quedo dormida y es fácil. Me despierto cuatro horas después, a las nueve de la noche, arrepentida, porque en tres horas ya es mañana y recibiré el nuevo día despierta y queriendo dormirme, porque tengo compromisos que cumplir y más me vale estar bien descansada. La noche se me hace larga, larguísima. Apago el televisor e ignoro el celular. Cuento hasta 100 diez veces. Treinta veces. Las veces que sean necesarias. Pierdo la cuenta de las centenas y reviso el celular.
Son las 3:00 de la mañana y a las 8:00 tengo que despertarme para ir a una reunión. Vuelvo y cuento hasta donde me alcance. Me quedo dormida cuando un poco de luz ya se cuela por detrás del black-out. Suena la alarma y me duelen los ojos y la cabeza. Me levanto para comenzar el día y me dan ganas de llorar. Mando un mensaje: “Perdón avisarte sobre el tiempo, pero hoy no lo logro”. Vuelvo a la cama y mientras afuera brilla el sol, yo duermo un poco más. Me despierta el hambre pasado el mediodía y me levanto, me baño y salgo de mi habitación. Pongo distancia entre mi cuerpo y mi cama y salgo a existir. Hago cosas, me reúno con gente, salgo a caminar, hago ejercicio. Vuelvo a casa al anochecer y comienza el ciclo una vez más.
Le echo la culpa a mi desorden por la falta de sueño, pero tengo días de 16 horas en los que tampoco logro conciliarlo. Hago ejercicio, como bien en horas muy previas, nunca antes de acostarme. Hace meses no pruebo la cafeína, dejé de comer productos con azúcar y dejé el alcohol, me baño con agua tibia. Nada. NADA.
En la tercera edición de la Clasificación Internacional de los Desórdenes del Sueño, citado en la Guía Europea para el Diagnóstico y Tratamiento del Insomnio, esta enfermedad no incluye solo la dificultad de conciliar y mantener el sueño, sino varios efectos del día después que hacen que la vida de quien la sufre sea inviable. La persona insomne está fatigada, irritable, somnolienta. La Vanessa insomne, además, no come, no habla. Es propensa a migrañas y se queda dormida en buses o Transmilenios. Sufre de mal genio y no quiere ver a nadie, no quiere hacer nada distinto a intentar recuperar el tan valioso sueño, pero todo parece confabular en su contra. Todos los síntomas que también aparecen listados en la clasificación.
Los días después de las noches insomnes son un infierno en el que mi condena eterna es el autosabotaje. Mi piloto automático aún no está bien calibrado y todo me sale mal. Lo peor es el dolor de cabeza, que con nada se me quita. Mi familia me cogió fastidio porque después de las 10:00 p. m. no tolero el ruido ni las luces. Pierdo reuniones y olvido compromisos importantes. No diferencio el norte del sur. Lloro.
Mi novio intenta hacerme sentir mejor, pero siento que no hay nada que pueda hacer. Me abraza, me besa, pedimos mi comida favorita pero nada mejora. Hacemos el amor aunque me fastidia un poco el contacto, pero ni viniéndome concilio bien el sueño. Pasamos la noche juntos, yo viéndolo dormir, él soñando quién sabe con qué. En noches así se me difumina un poco el amor.
Pero hay días en los que sí puedo dormir. Días en los que cuento pocas centenas me concilio el sueño relativamente fácil, pero sueño cosas tan vívidas e intensas que me despiertan. Sueño, por ejemplo, que encuentro a mi papá colgado de la lámpara de la cocina. Sueño que se me cae una muela y del orificio dentro de mi boca salen murciélagos. Sueño que camino por Bogotá con solo un zapato. Sueño que como donas y me despierto porque me mordí los dedos, o sueño con manos que me tocan por todas partes y las siento y me despierto asqueada, llorando.
Hay buenos sueños, también. Creo que mi mente a veces no quiere darme tan duro, y entonces revive situaciones con amigos que alguna vez disfruté, o escenarios fantásticos, utópicos de los que al recordar alivianan el golpe del cansancio.
El doctor Daniel Freeman, profesor de psicología clínica de Oxford, dice en un reporte de Big Health sobre los efectos del insomnio que “los problemas de sueño son comunes en personas con problemas de salud mental, pero durante mucho tiempo el insomnio se ha trivializado como un síntoma, en vez de ser entendido como una causa de dificultades psicológicas”.
Los sueños son las manifestaciones de mi depresión y mi ansiedad, de mis traumas y mis miedos.
Soy consciente de estos traumas y no los niego. Es más, tal vez soy tan consciente de ellos que por eso los tengo a flor de piel. Sé, por ejemplo, que durante el año pasado fui testigo de mucha violencia y que, en vez de digerirla y compartimentalizarla, me la apropié y ahora me consume. Todos estos relatos de violencia que escuché vuelven a mí cuando menos lo espero, y eso incluye los sueños. Por ejemplo, fui parte de un proyecto sobre violencia sexual infantil y después de que terminara, duré meses soñando con violaciones de las que yo nunca he sido protagonista y desde entonces me da miedo dormirme. Estoy casi segura de que ahí comenzó todo.
Tengo otro miedo: la muerte. Soñar que se te caen los dientes dicen algunos que significan malas noticias. Otro sueño recurrente que tengo es el de un matrimonio, y pronostica una muerte. Soñar con mi papá colgado, con mi tía (que murió hace 15 años), me da pánico. Prefiero entonces no dormir.
Me da miedo la violencia, y desde que mi hermano, que recién se estrena en la adultez, decidió hacer drag en fiestas, no puedo dormir hasta que él llegue bien a la casa. Lo mismo con mi novio cuando sale y se le pega la aguja. Lo mismo con mi mamá cuando tiene citas que se alargan. Me da miedo que les pase algo, que les roben, que les lastimen o que sufran algún accidente. Me da miedo despertarme a malas noticias.
¿Será que la falta de sueño me pone ansiosa, o que mi ansiedad me roba el sueño? Lo que sí sé es que no me gusta vivir con miedo, mucho menos soñar con miedo, así que lo estoy tratando.
He ido a terapia y estoy ahondando en mis traumas.
Los he encarado y siento que poco a poco los iré venciendo. Ya no tengo tantas pesadillas, pero aun así sigo soñando cada noche y recordándolo todo. El virus muestra síntomas cada vez más tenues, pero sigo contagiando a la gente, como a mi pareja cuando pasamos la noche juntos, o a quienes viven en mi casa cuando me sienten salir al baño,a la cocina, prender el televisor o hablarle al gato.
La rutina ahora es distinta: un té de pasiflora, manzanilla y manzana de agua con veinte gotas de valeriana natural, una pastilla de Soñax forte, gotas de lavanda en las almohadas y unos 40 minutos de paciencia mientras hacen efecto. Hablando con otros insomnes me doy cuenta de que mi enfermedad no es tan grave: que yo al menos tengo tres noches de buen sueño por semana, y que, por mal que me vaya, sumando siestas, logro aruñar las 6 horas de sueño diarias recomendadas.
Matthew Walker, un neurocientífico que escribió el libro “¿Por qué dormimos?”, advierte que “dormir rutinariamente menos de seis o siete horas demuele su sistema inmune y multiplica su riesgo de sufrir cáncer. El sueño insuficiente es un factor determinante del Alzheimer. Dormir inadecuadamente, aunque sea una semana, altera tanto el nivel de azúcar en la sangre que usted sería clasificado como prediabético. El poco sueño aumenta la probabilidad de que sus arterias se tapen y sufra derrames cerebrales e infartos”. La calidad de nuestra vida depende, sustancialmente, de la calidad de nuestro sueño, y tener al menos tres noches de mierda a lo largo de un mes es un síntoma para el diagnóstico y tratamiento del insomnio: es un síntoma de que se necesita ayuda profesional.
Ya no dejo el televisor prendido y procuro no mirar el celular desde el momento en que me tomo el té. Un beso de buenas noches para el gato, que ha sido mi compañero fiel durante las horas despierta.
Hay noches en las que tengo suerte y al pasar pocos minutos vuelvo a sentirme infinita.
Vanessa Velásquez Mayorga https://ift.tt/eA8V8J
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