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viernes, 25 de enero de 2019

Salí con un hombre más joven que yo y entendí que todas debemos hacerlo

Artículo publicado por VICE Colombia.


Yo tenía 30 años y él 23. Llegó a una fiesta acompañado de tres amigos gays, así que asumí que yo no iba a estar en los planes de ese italiano guapo que había irrumpido en aquella sala llena de gente esa noche.

Con las desprevenciones que genera estar rodeada de hombres que tienen puesto el deseo en el cuerpo de otros hombres y no en el de las mujeres bailé sin pudor. Bailé con la libertad de que ninguno iba a interesarse en mis atributos femeninos bamboleándose. De que ninguno iba a ver mis movimientos cadenciosos como una insinuación.

Al otro día, sin embargo, el italiano me mandó una solicitud de amistad por Facebook. ¿Acaso podría ser que no fuera gay? Pero…Si le había meneado los hombros, estrujado el pelo y pegado de más la cadera contra la suya, convencida de que ahí no había cuerpos sexuados, sino cuerpos bellos, entregados al baile. Llamé a uno de mis amigos, afanada, y efectivamente confirmó mi sospecha: "Obvio que ese italiano no era gay", escuché tras la bocina. No podía más que reírme de mi atrevimiento, uno que sin duda resultaría muy conveniente tener con los hombres bellos que no son gays y que siempre parecen intimidarnos tanto.

Me lo levanté sin querer. Me lo levanté por accidente: lo digo porque, en plena consciencia de la situación, quizás por ser tan atractivo y por ser tan joven, ninguna atención le habría prestado. Mi cabeza, que me mantiene siempre en control, no me habría dejado caminar hacia esos abismos de meterme con un hombre siete años menor que yo y habría primero sopesado todas las inconveniencias de entregarme a semejante aventura, antes de permitirme el primer movimiento atrevido de baile junto a él. Pero así funcionan las cosas en las arenas del romance: mientras menos sabes que caminas hacia ellas, mientras menos piensas, más fácil es verse ahí perdida, enredada disfrutando.

Ese malentendido con el italiano, sin embargo, terminó convirtiéndose en una linda historia y en una experiencia poderosa que despertó en mi desde entonces una, digámosle, "noble vocación": alentar a mis amigas a que, antes de enseriarse y encontrar un amor definitivo, tuvieran un amante joven, que dejaran que un hombre menor las amara. Yo aprendí de él lecciones que ningún otro hombre me había entregado.

El italiano de 23 me veía con una cierta admiración que no quería disimular, parecía dispuesto a entregarme el poder sin sentirse derrotado por esa concesión, era como si deliberadamente quisiera verme brillar para él poder probar (¿robar?) más de eso que yo sabía, de ese divino tesoro que, para la juventud, es la experiencia.

Ese amante joven era un hombre ligero de equipaje, apenas cargaba consigo el recuerdo de algún par de amores y al tener pocas heridas en el alma y ni una cicatriz aún en la piel estaba desprovisto de miedo. Y verle los ojos de cerca a alguien sin miedo me confrontó sobre los pesos y miedos que yo cargaba y me dieron ganas de ser joven y de volver a amar sin miedo.

Como si él aún desconociera las estrategias del querer —que profesan que siempre estamos más enganchados con lo que no tenemos del todo y lo que nos es difícil de conseguir—, siempre me decía todos sus sentimientos de frente, como si su única estrategia sabida fuera la pura honestidad. Y me conmovía. Su sinceridad y apertura me alejaban de mi versión acorazada y siempre en control y me acercaban a su simpleza y cuando se es más simple se goza más.

Por ser tan joven lo había liberado de cualquier peso de ser el amor de mi vida y entonces, al no tener expectativas sobre él, podía disfrutarlo solo por disfrutarlo, sin relatos de futuro, sin apegos: no tenía que correr una carrera por conquistarlo. Podía, más bien, concentrarme en dar lo mejor de mí para terminar con un solo título: el de buena maestra, aunque fuera yo la que realmente estaba aprendiendo a dejarme de tantas artimañas y sentir.

Su belleza no se me hizo amenazante, al fin y al cabo, pudiendo estar con niñitas más guapas que yo, y de su edad, había elegido enredarse conmigo, y eso terminó alentando mi autoestima y regalándome una cierta confianza con mi cuerpo, que hacía que con gracia resonara en mi cabeza la sentencia de una antigua jefa, que, menos en broma de lo que yo creía, me decía: "un pollo al año no hace daño".

Ese hombre italiano un día se devolvió a su tierra. Y se fue feliz porque en su cabeza su sentir era que se había conquistado una mujer que él no veía a su alcance, una mujer que vivía sola, cuando él apenas encontraba un cuartico para ir a la universidad, una que, a pesar de su edad, había encontrado en él la madurez suficiente como para compartir intimidad.

A mí me dejó feliz porque yo había conquistado a un hombre guapo que quizás con más años habría sido difícil de domar, al menos sin salir herida. Me dejó feliz porque me enseñó a no tener miedo, a tener las riendas y disfrutar de mi poder, pero, sobre todo, porque me había enseñado los poderes de los amores ligeros.

Chica Polvo https://ift.tt/eA8V8J

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