Cuando éramos adolescentes y la pregunta por cualquier cosa que fuera sexual nos quemaba las entrañas de curiosidad, tanto a mujeres como a hombres, se daba una conversación recurrente entre los varoncitos de mi colegio. Hablaban, como se habla de trofeos, de sus encuentros sexuales con otras chicas a las que nunca habíamos visto. Mencionaban, entre otros detalles que siempre carecían de verosimilitud, el olor. “Olía a pescado”, decían siempre esos chicos burlones, cuando claramente no habían metido el primer dedo en una concha, mucho menos la nariz.
Sin embargo, la idea de que nuestras conchas olían “a pescado”, que era una frase más sacada de diálogos de comedias románticas que de la comprobación empírica de cada uno, era consistente aún para nosotras. No se nos había dicho —como tantas otras omisiones de nuestra educación sexual, formal e informal— que cada una tenía un olor particular. Así que para la adolescencia, los chicos y las películas decían que olíamos a pescado y nosotras aceptábamos esa idea sin siquiera atrevernos a chequear por nosotras mismas: meternos un dedo en nuestro propio cuerpo, pasárnoslo por la nariz y concluir por nuestros propios medios los adjetivos correctos para describir nuestro humor era un imposible.
Después nos encontramos con toda la publicidad de toallas higiénicas, tampones y “jabones íntimos”, que con una serie de eufemismos, como “aroma fresco”, reforzaron que como olíamos —como olemos— así a priori está mal; que el olor de las vaginas femeninas debe ser ocultado y maquillado. Así nos convencieron de comprar una serie de productos que no son saludables para la flora vaginal y buscan homogeneizar algo que, como nuestros cuerpos, también es extremadamente único y personal: el olor de nuestros sexos.
Durante muchos años, antes de tener sexo, nos lavábamos con miedo de que lo que fuera nuestro olor en su estado natural se abriera paso por entre nuestras piernas. De esa manera ni nosotras teníamos claro era el olor de nuestras vaginas, ni mucho menos el sabor. Sólo teníamos como referencia el ideal de “frescura” de los productos de higiene femenina, que más parecía otra abstracta e inalcanzable imposición sobre el cuerpo. Muchas aún se lavan y se avergüenzan de su olor.
Recuerdo una escena de Sex and the City —que por más de las críticas que podamos hacerle hoy en día al menos buscaba representar de alguna manera las vidas sexuales de las mujeres—, en la que Miranda Hobbes termina un buen vínculo sexual con un varón porque este le chupa la concha y no se lava la boca inmediatamente después para besarla. Lo que a ella le parece aterrador e inadmisible es que ese hombre le pase todos sus fluidos a través de su propia boca. Cuando ella le cuenta a las demás chicas, todas están de acuerdo en que esa práctica es causal de separación; no se trata de un gusto personal de Miranda, sino de un pecado sexual imperdonable: la hizo probarse a sí misma.
¿Y qué pasa si aprendemos a qué sabemos nosotras? ¿Cuál es el gusto de nuestros propios fluidos? ¿Qué pasa si no sólo nos calienta nuestro cuerpo, nuestras formas, sino también nuestros sabores y nuestros olores? ¿Por qué alguien más puede tener acceso a esa información, a ese gusto, y nosotras no?
El sexo huele a todas esas cosas. Huele a los fluidos de cada persona y huele a saliva y a sudor. Huele a ventanas empañadas y al aire pesado de las respiraciones agitadas. Huele a babas, humedad, bocas, conchas, vergas, culos, deseo y gemido. El sexo no huele a pudor, ni a menta, ni a lavanda. Y está bien que así sea. Es muy importante que podamos reconocernos y dejar de tenerle asco a nuestros propios jugos y aromas, que son parte de nuestro cuerpo. Si bien hay condiciones de higiene elementales a las que no escapa la intimidad con alguien, como bañarse una vez al día y estar pendientes de no tener olores que nos parezcan anormales, o llegar en exceso transpiradas (a no ser que eso sea la fantasía), todo lo demás hace parte de quienes somos, de nuestra identidad y también de lo que calienta a los demás de nosotras.
Y después también está el sexo anal. Y el olor del sexo puede cambiar. No es grave. El culo es parte del cuerpo y del culo sale mierda. Cuando se coge no hay que hacer cosas que nos pongan incómodas, pero tampoco hay que pretender que el cuerpo sea una entidad inolora. Si se tiene sexo anal, esa es una posibilidad. También existen los pedos cuando la gente coge y a eso también puede oler la intimidad con alguien más.
Está el sexo con menstruación, que huele a sangre y a cierta crudeza de la carne, y ello se resuelve, si se considera necesario, con una toalla sobre la cama.
Oler una persona es una forma de conocerla y disfrutarla. ¿Por qué no darle un beso a un tipo con los rastros presentes de su verga en la boca y narrarle así parte de su existencia? ¿Por qué no acercar mucho la nariz a la piel de alguien e inhalar y descubrir ahí una humanidad particular? Oler también es conocer, calentarse, coger.
No puedo decirle a nadie con qué tiene que sentir excitación, pero casi puedo afirmar que tener asco de una misma es un obstáculo enorme a la hora de coger como dios manda: con deseo, consentimiento, cuidado y sin prejuicios. Hay que olerse las manos después de una paja, probarse y perderse en ese rasgo tan invisibilizado del erotismo y de la identidad: el sabor y aroma de nuestros fluidos.
Si en la escena que mencioné antes alguna de las chicas de Sex and the City le hubiera dicho a Miranda que en lugar de asquearse irremediablemente y de acusar al muchacho de no tener las “mínimas normas de cortesía a la hora de coger” por no haberse limpiado la boca, podría haberse probado a ver si le gustaba su propio sabor, la historia habría sido otra.
Finalmente, nadie debería perderse de ningún aspecto de sí misma. Tampoco recomiendo perderse de un mensaje de texto al otro día, o unas horas después, que diga: “Todavía me huelen las manos a ti”. Y no es un olor ni a pescado, ni a “frescura” es, de hecho, un olor único en que también hay identidad.
María del Mar Ramón https://ift.tt/eA8V8J
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