La casa comunitaria de Cochapamba, en la parroquia de Cangahua, está cerrada por fuera y no parece que haya vida más allá de sus paredes de concreto, resistentes a los 3.800 metros de altura que la sostienen. Hace frío, siempre. La casa está ubicada en un paisaje de montaña, que es la tónica del cantón rural al que pertenece: Cayambe, un municipio eminentemente indígena como a dos horas de Quito por carretera.
Entrando por los recovecos abiertos de la casa en apariencia vacía hay una asamblea vecinal. Unas 200 personas oriundas de la zona debaten en quechua sobre el famoso decreto 883, que ha mantenido en vilo a Ecuador durante 12 días. El decreto que subió el precio del combustible en más de un 120% y que fue la chispa del caos en el país. Hablan de lo que fue y de lo que ya no es tras su derogación y victoria. Hablan de expectativas y de (des)confianza.
El movimiento indígena ganó. Y no es la primera vez que lo hace. La historia reciente del país recuerda cómo hasta tres presidentes —Abdalá Bucaram en 1997, Jamil Mahuad en 2002 y Lucio Gutiérrez en 2005— fueron derrocados de su trono del Palacio de Carondelet por mucho menos que la maniobra del presidente actual, Lenín Moreno.
Más de 20.000 indígenas tomaron el centro de Quito y lo convirtieron en su trinchera. Llegaron caminando de todos los puntos de Ecuador para quedarse y tumbar a Moreno o el decreto. No tenían nada que perder porque ya lo habían perdido casi todo y la resistencia es parte de su idiosincrasia. Dormir a la intemperie, improvisar, organizarse, resiliencia ancestral.
Con el aumento del precio de la gasolina y el diésel, los precios de los alimentos y los bienes de primera necesidad se dispararon de un día para otro. También el precio del transporte, importantísimo para sus comunidades, aisladas en muchos casos, o de difícil acceso. Subió desproporcionadamente el alquiler de la maquinaria que utilizan en comunidades como la de Cochapamba para trabajar el campo, que es su sustento principal.
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“Rentar un tractor por hora nos costaba 15 dólares. Con la subida llegó a costar 35 o 40 dólares. ¿Cómo hacemos?”, explica Miguel Farinango, 38 años, vecino y participante de la asamblea. Estuvo en las movilizaciones desde el primer día, cuando la comunidad decidió reunirse de madrugada en el lugar donde se encuentra previo a los levantamientos populares: el Monumento de Mitad del Mundo, que ellos llaman “la Bola de la Mitad del Mundo”, haciendo referencia a la forma de su escultura, un planeta de cemento ubicado en mitad de la carretera Panamericana.
“Llegamos allí a la una de la mañana del 4 de octubre”, explica Juan Tandayamo, de 36 años y compañero de Miguel. Los dos hablan pausado y casi mezclando lenguas. “Por esa zona pasan todos los camiones que transportan los alimentos a Quito. Nuestra comunidad fue la segunda en llegar y enseguida aparecieron los militares y la policía. La represión empezó en aquel lugar”, asegura. “La violencia era tan fuerte que tuvimos que responder. Había mujeres, niños y personas de la tercera edad. Todavía no habíamos decidido nuestra estrategia. Fue todo muy rápido”.
Es difícil calcular la edad de Juan o de Miguel. Tienen las arrugas de la experiencia, la sonrisa del entusiasta crónico y el cuerpo cubierto de la ropa necesaria para la altura de la tierra que les vio vivir y crecer y salir caminando hacia la capital andina.
Llegaron a Quito el 7 de Octubre, dos días antes de la convocatoria del gran paro nacional en el país. Tomaron el parque del Arbolito, a una cuadra y media de la Asamblea Nacional, y allí el movimiento indígena construyó su Ágora, centro de estrategia, hospedaje, reunión y debate. Era una fortaleza impenetrable. O casi. Porque las bombas a discreción entraron por las noches, sin aviso, cuando la guardia daba una tregua al descanso.
Las cifras oficiales cuentan ocho fallecidos y más de 1.500 heridos. Los indígenas creen que se quedan cortas, porque según Juan y Miguel nunca habían visto una violencia tan fuerte como la que han vivido durante las protestas de octubre por parte de las fuerzas de seguridad. Y eso que ambos, Juan y Miguel, vivieron la última gran guerra indígena contra el presidente Lucio Gutiérrez hace 14 años. Lo destruyeron con menos munición.
Los dos compañeros están satisfechos con la derogación del decreto 883, pero se mantienen escépticos frente al futuro. “El nuevo decreto todavía está en construcción”, explica Juan. “Y no sabemos cómo venga y de qué manera nos va a afectar y cuál será la reacción; pero si nos afecta, lucharemos. Tenemos años de experiencia. Somos el pueblo marginal contra el Gobierno”, sentencia.
—¿Estáis listos para una nueva movilización si el nuevo decreto no os satisface?
—Sí. —Contundencia.
El gobierno de Lenín Moreno se arriesga mucho. Debe mantener los subsidios al combustible y aprobar una reforma laboral que prevé un empeoramiento severo en las condiciones de vida de los ecuatorianos sin que se note demasiado. Se trata del acuerdo al que llegó con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y por el que deberá pagar 4.209 millones de dólares antes de fin de año. Las cuentas no salen y la calle todavía respira humo transitable y dispuesto.
“Rechazamos el paquetazo económico porque afecta directamente a la gente pobre”. Habla Ricardo Ulcuango, que fue embajador en Bolivia con el gobierno de Rafael Correa y también vicepresidente de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE ), la organización más importante que agrupa a los diferentes pueblos originarios del país y que ha sido actor principal del diálogo con el gobierno de Moreno. Ricardo es de Cochapamba y encabeza la asamblea vecinal.
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“El pueblo no acepta la política neoliberal que pretende implementar el gobierno de Lenín Moreno con el FMI: medidas de ajuste que afectan a los que menos tienen”, asegura Ulcuango, trenza negra y canas incipientes, sombrero de cowboy de la Pachamama.
“Siempre hemos actuado pacíficamente pero este gobierno, por su ineptitud, no ha sabido actuar. Solo ha beneficiado a los ricos y a los banqueros, y eso afecta al pueblo. Nuestra reacción ha sido la misma con todos los gobiernos. Esto no ha sido una excepción”.
En Cochapamba son prácticamente autosustentables. Cultivan todo lo que necesitan para comer, tienen animales, hacen queso, leche. El pueblo de Cayembe y su plaza de aspecto colonial con iglesia incluida están a una media hora en carro. En la carretera hay varios colegios y ahora es la hora del recreo. Los niños están jugando en el patio con bolsas de chucherías o bocadillos de queso en la mano y migas de pan pegadas en la boca y la nariz. Todo ha vuelto a la normalidad.
Cayembe es un ejemplo histórico de la lucha indígena de Ecuador. En los años noventa encabezó el primer levantamiento de los pueblos originarios que hubo en en el país . En aquel momento, la protesta duró cuatro días y los indígenas cerraron las vías de ingreso y salida de las ciudades, igual que ahora. Pedían una reforma rural agraria y la restitución de tierras, y Cayambe consiguió sacar a sus terratenientes sudor y sangre después.
Pacha Cabascango vivió aquellas revueltas siendo una niña y sufrió la detención de su papá por parte de los militares, que fue uno de los principales líderes de aquel levantamiento. La garra de la lucha la conserva como mujer líder social, que habla bajito pero sin pausa y que no perdona la atención de su interlocutor. Tiene un carisma indudable.
“Las mujeres hemos tenido un papel protagonista en las protestas de estos días porque el decreto nos afectaba más que a nadie. Cuando en una comunidad faltan los recursos económicos, quienes más lo sufrimos somos las mujeres”, explica sentada en uno de los bancos de la plaza bonita de su pueblo.
Pacha se fue caminando hasta Quito con otras mujeres y asegura que siempre fueron las más activas, motivando las movilizaciones en las calles y la organización de sus bases.
“Todos los días pensábamos la estrategia que íbamos a llevar a cabo. No dormíamos porque estábamos constantemente planificando. Estábamos en una guerra y necesitábamos saber cómo estaría pensando el enemigo para poder actuar en consecuencia”, explica. Aunque asegura que se sentían débiles porque no tenían el armamento apropiado. “Los policías tenían armas, balas, perdigones y bombas lacrimógenas. Nosotros teníamos nuestros palos y poner a nuestros jóvenes en primera línea de batalla era irresponsable. No queríamos que muriesen”.
Pacha se lamenta porque cree que desde el primer día hasta el último, los indígenas vivieron atrapados en la estrategia del gobierno. “No lográbamos salir de ahí por los infiltrados que había. Eran gente del propio gobierno o del gobierno anterior, no sé, pero que había, había”, cuenta.
Sobre esto, explica una anécdota esclarecedora. La de cómo una noche, mientras estaban durmiendo en la Universidad Católica, otro de los puntos de acogida del movimiento ubicado muy cerca del Ágora, uno de los dirigentes de su sector había estado descansando al lado de un agente de policía infiltrado. “Le agarramos y le requisamos”, dice. “Tenía un chaleco antibalas y le revisamos el celular. No estoy segura de quién lo mandaba pero estaba cruzando información”.
Las reuniones del grupo de Pacha para decidir sus estrategias diarias se hicieron en el baño de hombres de la Universidad. “Al tercer día nos dimos cuenta de que había una cámara que estaba grabando todo. Dejamos de usar los celulares y a partir de ese momento todo lo que nos decíamos lo hacíamos al oído”.
El peor día de la semana para la activista, el más violento y rastrero fue el viernes 11 de octubre. Ese día, los indígenas habían planeado tomar la Asamblea Nacional. Se organizaron en columnas por provincias y fueron llegando poco a poco. “Las mujeres encabezamos los primeros bloques, fuimos escudos. Cuando la policía empezó a lanzar bombas lacrimógenas hicimos una cadena con nuestros brazos, nos arrodillamos y aguantamos hasta el final. Estaba prohibido moverse. Teníamos las mascarillas, vinagre, eucalipto; alguien dijo que el trago era bueno y también teníamos. Como estábamos protegidas, no nos pasaba nada porque teníamos la cara cubierta”, cuenta.
Pero la violencia creció y las sacaron arrastrándose de allí. No se rindieron. Volvieron a la carga, un grupo de mujeres regresó para hablar con los policías y finalmente un grupo de indígenas tomó la Asamblea Nacional.
La situación se calmó durante dos o tres horas de tensión. “Estábamos dentro [de la Asmablea] con ellos, con los policías y militares”, continúa Pacha. “Les ofrecimos fruta, agua, llegó comida. Estábamos hablando y ellos alzaron la bandera blanca, se desarmaron y confiamos. Dejamos todas nuestras cosas. Nos desprotegimos. Y lo que vino después nadie se lo podía imaginar. No tiene perdón ni olvido”.
Lo que vino después fue una trampa. Un ataque premeditado de la policía cuando el movimiento popular estaba completamente desarmado y sin defensa posible. Pudo haber sido una masacre. No se sabe si lo fue, realmente. Lo único que Pacha recuerda es volver a agarrarse de las manos con sus compañeras y tratar de resistir. Perdió el conocimiento y despertó en el Ágora, en shock.
“Todavía tenemos traumas, no podemos dormir por las noches”. Empieza a llorar suave pero su discurso permanece impertérrito. Ha perdido toda la confianza en el diálogo y en el gobierno de Lenín Moreno, y no cree que el mandatario cumpla su parte respecto al nuevo decreto, aunque considera una victoria de su pueblo y una victoria contra el capitalismo haber derogado el 883.
“Sigo teniendo sueños muy feos. Pienso que todos esos días estábamos con nuestras familias y tranquilamente podríamos haber muerto y no volver a casa”.
Pacha termina de contar su historia con un recuerdo. Cuando volvieron a la comunidad, después de todos aquellos días en la calle, les recibieron con una fiesta y lanzaron fuegos artificiales, voladores y petardos. El ruido de la verbena le recordó al estruendo de la violencia durante los días de protestas en Quito y la felicidad de la bienvenida era serotonina de susto y trauma. Una mezcla indescriptible de estrés postraumático que Pacha viste con una sonrisa de mujer heroína y unos ojos dispuestos a todo si fuese necesario otra vez.
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