Cuando estaba por los trece años no sabía que la lengua tenía diecisiete músculos; es más, lo supe la semana pasada. Poco fue lo que aprendí de las papilas gustativas en el colegio; seguro me grabé de memoria las zonas donde se sentía el amargo o el dulce para los exámenes, pero una semana después ya no lo recordaba. Lo que sí escuchaba atenta por esa época era que meter la lengua en la boca de otro podía ser bastante atrevido, pero sobre todo era un arte.
Sola, me sentaba en las últimas sillas del salón de séptimo de primaria y escuchaba a las niñas más avanzadas del salón, las que ya se depilaban las piernas y tenían novio, contar con la emoción que ya no me da ni hablar de una orgía, cómo se daban besos. Era un momento ceremonial en el que yo, que ni siquiera tenía permiso de mamá para quitarme los pelos de las axilas, registraba atenta lo que debería hacer cuando por fin venciera el temor de tener un novio.
La primera regla era tener siempre chicles. No había tiempo para cepillarse los dientes porque normalmente los besos con lengua eran ritual de la salida del colegio con niños más grandes que llegaban en bici. Juntabas los labios; succionabas sutilmente su labio superior mientras él succionaba tu labio inferior; succionabas con cuidado su labio inferior mientras él succionaba tu labio superior; metías un poco la lengua, como quien toca una puerta con prudencia, la metías de nuevo y la dejabas reposar ahí para que el otro la chupara como una fuente inagotable de saliva fresca. Justo el tiempo justo. Dar besos con lengua era un arte que se profesionalizaba con la precisión que daba la experiencia de besar distintas bocas y cortar cuando se dibujaba una erección adolescente o el cosquilleo en la vagina avisaba que no era hora de perder la virginidad.
Y como las artes que pierden la atención en medio de la inmediatez, como los buenos libros que se leen cada vez menos desde que existen las series en Netflix, como el respirar del que cada vez estamos menos consientes por culpa del afán de trabajar para vivir, el arte de usar la lengua se perdió en el poco tiempo que tenemos para sentir cosquilleo en la vagina o quizás en el temor a las malinterpretaciones que confunden un buen beso con amor o una mamada con una relación formal. Crecimos y olvidamos besar.
La poco usada lengua sirve, desde el aspecto artístico, para dar pincelazos a un glande tímido que se asoma por un prepucio largo y protector. Funciona también como pincel de acuarela cuando se sumerge en la humedad de la vagina y emana tonos rosa. Y puede ser música también: un rock que escupe testículos o un sonido experimental que se asoma en el inexplorado ano de un hombre.
Pero siempre con la precisión de la experiencia que no permite chupar tan fuerte que moleste o tan suave que no se sienta, tan seco que el roce sea incómodo o tan salivado que parezca la boca de un can hambriento que espera por comida. El lenguaje del cuerpo del otro es el que indica la intensidad con la que debe procederse. La precisión es un recurso sexual de tal importancia que supera la utilidad de un pene grande o de unas tetas perfectas. Como cuando se escribe y uno entiende que no debe poner más calificativos a una cosa. O que debe ser tan certero, que no puede llamar “cosa” a algo que ya tiene nombre.
La lengua sirve para recorrer la espalda y la curva de los glúteos como el pincel que dibuja unas montañas. Puede crear un vórtice en el ombligo como cuando se remoja el pincel en el agua para eliminar rastros de pinturas pasadas. Se eliminan residuos de pintura pasada, nunca la experiencia del pintor.
Pero por encima de las funciones físicas que puede desempeñar una lengua hábil, la más sensual de todas es el habla. Una conversación interesante previa al sexo puede ser el detonante de una faena inolvidable, y una conversación posterior puede ser la que defina si el encuentro puede repetirse. Y allí no importa nada más que eso. No importan tamaños ni aspectos físicos.
Varias veces volví a casa a masturbarme pensando en el profesor que me acababa de dar una clase de periodismo, un profesor arrugado de casi sesenta años y pelos blancos en el pecho. Y muy seguido lamento no haberme invitado a la cama de ese escritor de más de sesenta que leí en la universidad, con el que hablé por horas en Barcelona caminando por el Parallel; a él lo contuvo el temor a ser rechazado y a mí, no sé, la estupidez, porque estuve húmeda todo el tiempo que conversamos. También he tenido cuerpos definidos y de músculos marcados que no invito una segunda vez a mi cama.
La definición de una “conversación interesante” es bastante imprecisa. No es necesario que ambos conozcan lo mismo ni tengan las mismas aficiones. A veces se puede hablar del cambio climático, quizás un poco de política —solo un poco—, de lugares para visitar o de sitios buenos para bailar salsa, de los dulces que comíamos cuando niños, de la cantidad de frases que se pueden subrayar en La insoportable levedad del ser. Puede que uno de los dos hable y el otro solo escuche y aun así puede darse una buena conversación que acabe en un beso como los del colegio: con lengua.
Alejandra Omaña / Amaranta Hank https://ift.tt/eA8V8J
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