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jueves, 24 de octubre de 2019

"Nos quitaron hasta el miedo": Chile despertó

Cae la noche sobre Santiago. El repique metálico y monótono de las cacerolas, que parece brotar de todos los balcones de la ciudad, marca el paso de un tiempo espeso. Queda una hora para que empiece el toque de queda, por quinto día consecutivo, y los militares patrullan las calles. Desde algún balcón, la profunda voz de Víctor Jara, asesinado brutalmente por la dictadura de Pinochet, acompaña los acordes de su viejo himno, El derecho de vivir en paz. Los helicópteros de guerra, con su estruendo, vuelven más oscura la noche.

Ahora parece extraño, pero unas horas atrás las calles fueron una fiesta. Cientos de miles de personas coparon 22 cuadras de la Alameda, la principal avenida que atraviesa Santiago, en la que pudo ser la marcha más masiva desde el regreso de la democracia. La palabra más escrita, en carteles y camisetas: dignidad. La frase más cantada: Chile despertó. Frente a qué despertó, en estos días que también han tenido mucho de pesadilla, es una pregunta que no tiene una respuesta única, en un movimiento social que no tiene líderes ni voceros, ni un petitorio claro. Tal vez la forma más clara de entenderlo sea a través de sus carteles: Hasta que la dignidad se haga costumbre / Nos quitaron tanto que nos quitaron hasta el miedo.

La tarde del miércoles, miles de manifestantes los llevan en alto. Algunos reclaman por las bajas pensiones de los jubilados, otros por el empobrecido sistema de salud pública, la gran mayoría por la desigualdad. Desde el cielo vuelan las bombas lacrimógenas, a lo lejos un grupo de manifestantes se enfrenta a pedradas con el Guanaco —el carro lanza-agua de la policía—, mientras flamean banderas chilenas negras, que sólo conservan su estrella. En medio de la multitud, Amelia Rivera, de 70 años, levanta también su cartel. Tiene el pelo completamente blanco y un pañuelo en el cuello, que tal vez le sirva para cubrirse de las bombas lacrimógenas, que caen cada vez más cerca. Lleva cinco días viajando desde San Bernardo, una comuna en la periferia de la ciudad, para protestar con sus hijos y sus nietos.

Su protesta, dice, es sobre todo contra el clasismo de la sociedad chilena. Cree que su hija, candidata a doctora en Educación, nunca va a acceder a un puesto laboral importante, por tener la tez morena. También protesta en nombre de los jóvenes que conoció durante décadas, trabajando para fundaciones, en los barrios más marginados de la ciudad.

—Yo marcho por la desigualdad, por el maltrato, por el clasismo —dice—. Me convencí hace muchos años de que este país es para los ricos. Yo conozco a los cabros volados que andan en la calle, botados, mal alimentados, maltratados en las escuelas, sin derechos.

En sus manos tiene un cartel que ha hecho ella misma y que ha enmarcado con bugambilias rojas. En letra manuscrita, de profesora, dice: Con mi pensión pude comprar FLORES. ¡Ministro, buen dato! El cartel hace referencia a una frase pronunciada por el ministro de Hacienda semanas atrás, que fue recibida con indignación en medio del encarecimiento del costo de vida. Los románticos, dijo el ministro por televisión, podían comprar flores, que habían bajado de precio. Otra frase que ayudó a encender la mecha fue dicha por el ministro de Economía. Frente a las alzas en el metro, recomendó a la gente salir a trabajar a las siete de la mañana, el horario más económico. El que madrugue será ayudado, dijo.

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Ahora que el despertar social ha derivado también en pesadilla represiva, que ya han muerto 19 personas en los saqueos y las protestas —presuntamente, cuatro de ellas por balas militares y otra por golpes de la policía—, que hay 2.686 detenidos y 584 heridos, parece inverosímil que todo haya comenzado por un alza del metro. Pero así fue: la chispa que hizo estallar el conflicto social más grande de las últimas tres décadas en Chile fue un nuevo aumento es uno de los servicios de transporte más caros de América Latina, único medio para que muchos chilenos de barrios postergados puedan llegar hasta sus trabajos.

Los estudiantes secundarios decidieron protestar de forma novedosa, atacando el corazón del sistema neoliberal chileno: no pagando. Organizaron evasiones masivas en el metro, al ritmo de un nuevo canto: Evadir, no pagar, otra forma de luchar. Un fenómeno que comenzó siendo festivo, pero con el paso de los días, mientras el Gobierno intentaba criminalizarlo por televisión, se fue volviendo más destructivo. El viernes 18 todo cambió. Esa noche, una serie de ataques vandálicos destruyó diecinueve estaciones de metro y dio paso a una furia social sin precedentes. Seis días después, veinticinco estaciones han sido quemadas por completo, setenta y nueve presentan daños y unos doscientos supermercados han sido saqueados, entre otros ataques a bancos, farmacias y negocios privados en todo el país.

El presidente Piñera atribuyó los ataques del metro a grupos coordinados, “con una logística propia de una organización criminal”, aunque no aportó ninguna prueba, ni se sabe de ningún sospechoso. La apuesta del Gobierno por sacar a los militares a las calles, declarar toque de queda y enfocar el conflicto como un tema delictual —“estamos en guerra contra un enemigo poderoso”, dijo Piñera en cadena nacional— no funcionó: pese a tener varios miles de militares en las calles, los saqueos continúan. El miércoles, en pleno centro, un hotel fue destruido mientras su administrador llamaba desesperado a la policía para que hiciera algo. El hombre declaró que estuvo 40 minutos esperando a que llegaran.

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La fuerza del movimiento social ha ido creciendo durante la semana, a medida que se han ido conociendo las imágenes del horror represivo por las redes sociales. Videos atroces, como el que muestra a José Miguel Uribe, un joven de 25 años asesinado de un balazo en el tórax, presuntamente disparado por un militar, cuando aparentemente volvía de una manifestación en las afueras de Curicó, una localidad al sur de Santiago donde no hay toque de queda. En el video se lo ve agonizar a un costado de la ruta, entre los brazos de personas que gritan desesperadas.

Ese tipo de imágenes, junto a las denuncias del Instituto Nacional de Derechos Humanos por abusos de militares y carabineros —cinco querellas por homicidio, nueve por violencia sexual contra detenidos, 24 por apremios ilegítimos o tortura—, han fortalecido el apoyo de todos los sectores sociales a las protestas. Según datos de la encuesta Pulso Ciudadano recién publicados, un 84% de la población apoyaría las manifestaciones. Esto se ha reflejado en una imagen inédita: jóvenes de clase alta marchando en barrios ricos como Vitacura y Las Condes, y también en las protestas masivas del centro de la ciudad.

Con el paso de los días, el Gobierno ha ido cediendo ante la presión social: el sábado, Piñera anunció la cancelación del alza de las tarifas del metro; el martes, un paquete de medidas sociales que incluyeron un aumento en el salario y las pensiones mínimas subsidiado por el Estado, y la anulación del último aumento en el costo de la electricidad. Pero no existen responsables políticos por la crisis, ni ha sido destituido ningún ministro. Tampoco parece probable que las protestas vayan a ceder sin cambios de fondo en el modelo económico.

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Pocos analistas se atreven a aventurar escenarios futuros, o si este Gobierno será capaz de recuperar el control del país. Muchos piden un nuevo “pacto social” que ayude a recuperar la confianza en los partidos políticos, en caída libre a causa del destape de sus relaciones incestuosas con el empresariado, con casos transversales de corrupción y financiamiento ilegal. O en instituciones como Carabineros y el Ejército, hoy investigadas por desfalcos multimillonarios y otra vez bajo sospecha por violaciones a los derechos humanos.

No son 30 pesos, son 30 años, se lee en otro de los carteles más comunes de las protestas. El descontento, quiere decir, no es por el aumento del metro, sino por los efectos del modelo socioeconómico impuesto en la dictadura y perpetuado por la Constitución que creó Pinochet en 1980, que sigue vigente luego de siete gobiernos democráticos, cinco de centro izquierda y dos de derecha. El último intento por cambiarla fue durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet, que convocó al pueblo a hacer cabildos ciudadanos para discutir las bases de una futura asamblea constituyente, que nunca se concretó.

Violento es morir esperando atención, dice el cartel que sostiene Nisel Quiroz, de 30 años, doctora en un centro médico del norte de la ciudad, donde estos días han llegado decenas de jóvenes con graves lesiones a la vista, por el impacto de perdigones y balas de goma. Su marcha, dice, es por las filas de espera. Por tener que atender a la gente en los pasillos del centro médico en que trabaja, por la falta de espacio y de recursos económicos.

—Las urgencias ya no dan abasto, tenemos pacientes que están hospitalizados en los pasillos, en sillas, que son dados de alta porque no hay dónde atenderlos. Tenemos listas de espera desde 2016, y la gente tiene que esperar, no tiene cómo vivir…

En el reverso de su cartel tiene una foto de su abuelo, agricultor de 89 años, que hubiera querido venir a la marcha pero ya no puede. Que gana sólo 150 dólares de jubilación mensuales, la mínima en el país. Por nuestro tata Luchito Segovia, pensiones dignas para los adultos mayores!, tiene escrito.

La fotografía muestra a un hombre muy mayor, con un sombrero de ala ancha y apoyado en su bastón. Sonríe. De fondo, la gente ya canta otra vez que Chile despertó.

Nicolás Alonso https://ift.tt/340RtlK

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