Artículo publicado por VICE Colombia.
El jueves 17 de enero los colombianos nos levantamos con una noticia a la que creíamos habernos desacostumbrado por la fuerza misma de las circunstancias: un carrobomba estalló en Bogotá, al sur de la ciudad, en la Escuela de Policía General Santander. Escribo esta nota y las cuentas van así: 21 personas muertas y 68 heridas.
Esto, desde cualquier punto de vista, es una tragedia. Para los familiares de las víctimas, en primer lugar, quienes no volverán a ver nunca a sus allegados, unas personas por cierto muy jóvenes que apenas empezaban a trasegar su paso por este mundo y fueron interrumpidos, asesinados, por la violencia de este país. A ellos, a los familiares, hay que mandarles nuestra solidaridad entera, nuestra empatía libre de ideología: un mensaje colectivo que sirva para hacerles entender que no están solos, que no los abandonamos a la suerte de la cambiante realidad política colombiana. Hasta ahora, sin embargo, eso parecen: un pretexto que nos dio de qué hablar, como atestiguan los ya cientos de miles de opiniones que pueden encontrarse en redes sociales.
Es una tragedia, también, porque la violencia contamina, atraviesa. A tan solo unas horas del atentado, algunos líderes de opinión de este país —políticos en su mayoría— se dieron permiso para sentirse satisfechos. No felices, porque el tono nunca fue de alegría, sino más bien autocomplacientes. Corroborando teorías, metiendo el dedo en la llaga, creyéndose los portavoces de la verdad. Por supuesto, quien más aprovechó esto, porque una de sus habilidades es justamente esa, fue Álvaro Uribe Vélez, un líder absoluto y nefasto, que, con los cadáveres todavía frescos, parecía no importarle nada más que reafirmar su agenda. Una agenda que se basa en el miedo.
Es una tragedia porque en esencia nadie ve los hechos de tal forma, como tragedia, sino como efecto de unas causas que nos hemos acostumbrado a buscar aún con los cuerpos tibios, en este país criado en la violencia. Vemos los hechos también con indignación, que es lógico, y los vemos también con miedo: el regreso de una violencia que, aunque hoy es excepcional, recuerda las épocas en que era reglamentaria. “Volvimos al miedo”, se oye decir en las calles, se lee en las redes sociales, como si las cosas no hubieran cambiado en nada, cuando sí. Es fácilmente verificable. Y ese miedo ha sido manoseado hasta el cansancio por políticos de turno, que usan la tragedia para lavar su imagen: el fiscal Néstor Humberto Martínez, el presidente Iván Duque.
Y es una tragedia porque no parecemos poder avanzar como sociedad adulta: seguimos, ahí sí, en la misma adolescencia política de hace años (todos los años): culpándonos unos a otros, escondiendo la verdad de los hechos por debajo de la cobija de la ideología. Hasta ahora, aparte de las actuaciones y declaraciones del fiscal, del ministro de Defensa, Guillermo Botero, y del alto comisionado para la paz, Miguel Ceballos, hay cierta carga de incertidumbre en todo. Y sobre todo de desconfianza.
Pese a la atribución que se hizo por parte de las autoridades a la guerrilla del ELN —y, con esto, Colombia vuelve a tener un enemigo público que lo justificará todo en el futuro— aún persisten dudas sobre la autoría intelectual, sobre todo en lo que tiene que ver con las alertas tempranas de la Defensoría del Pueblo sobre bombas en Bogotá, todas ellas dirigidas a grupos paramilitares.
Unirnos frente a la paz, que es lo deseable, es también lo difícil. El camino largo. Y nos queda, a los que creemos en él, unirnos para tratar de recorrerlo juntos.
Por lo pronto, es una tragedia. Nosotros, todos, conformamos la tragedia colectiva.
Nuestra solidaridad va, como siempre, con las víctimas. Y nuestro rechazo, categórico, va hacia la violencia que mata personas en este país, que trata, como siempre, de espantar las oportunidades más sensatas que tenemos de vivir en paz.
No nos dejemos del miedo, ahora somos mejores que eso.
Andrés Páramo Izquierdo https://ift.tt/eA8V8J
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