Artículo publicado por VICE México.
Huele a humedad. El número 43 de la calle Donceles, en el Centro de la Ciudad de México, es una casa vieja, oscura y fría, a la que sólo entran el ruido del exterior y una que otra persona con el cuello contracturado, la espalda hecha nudos por el estrés o la cadera maltrecha.
Una estancia con los muros tapizados de plantas que nadie sembró, da a un pasillo donde ocho sillas componen la sala de espera del Centro de Masajistas “Dr. Alfonso Herrera”. Sería un lugar común y corriente de terapia, de no ser porque los nueve hombres que atienden son ciegos y, según cuentan quienes han probado sus servicios, son unos genios que ven y hablan con las manos.
Terapia en la oscuridad
Me siento en una de las sillas. Nadie ha llegado aún a cubrir el turno de la tarde. Luego escucho pasos. Es uno de ellos. Viene caminando despacio por el pasillo, con la mirada triste y perdida de los que no ven. Pasa de largo. No nota que estoy ahí porque no hago ruido. Luego le digo “buenas tardes” y voltea en dirección a mi cara. “Buenas tardes, señorita, ¿en qué le puedo servir?”
El hombre se deprimió, pensó que su vida estaba acabada. Había terminado una carrera en ingeniería en alimentos, pero nunca se tituló, así que no podía pedir trabajo en ninguna parte. Menos con su restricción visual.
Luego pensó en ser abogado, pero recordó que otros amigos suyos lo habían hecho y estaban desempleados. Él no podía darse ese lujo. Necesitaba el dinero. No tenía más familia que sus primos y hermanos, pero no quería ser una carga.
Por un tiempo fue vendedor ambulante de perfumes, al lado de Palacio Nacional. Pero era muy difícil y agotante. El tiempo hizo lo suyo y su visión fue deteriorándose. Ya sólo veía 5 por ciento en un ojo. En su puesto la gente lo empujaba, le robaban mercancía, tenía que empacar y salir corriendo como pudiera por los operativos de la policía. Un desastre.
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“Un día me decidí y me inscribí en la Escuela Nacional para Ciegos. Escogí inicialmente la carrera de Masoterapia porque era la que más pronto me dejaría ganar dinero. Pero con el tiempo le tomé cariño. Me ayudó mucho a agudizar los demás sentidos.”
Aunque ya hace cerca de 30 años que se acostumbró a un mundo sin luz, Leonardo dice que no hay día que no extrañe su vista. La experiencia le dejó muchas enseñanzas, pero asegura que no poder ver a la gente que quiere es algo que le duele.
Afortunadamente le gusta su trabajo. Todos los días hace dos horas de trayecto en transporte público desde La Raza, hasta el consultorio, y lo mismo de regreso. Y dice que no le pesa. Que ya se conoce bien la ruta. “Ciego o no ciego, uno tiene que comer. Y por lo tanto, ciego o no ciego, uno tiene que trabajar”, dice con una gran sonrisa.
Ollin Velasco http://bit.ly/2TXZT8J
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