Artículo publicado por VICE Colombia.
Esta debe de ser la historia que más he contado (en clases, en conferencias, incluso en columnas) y tal vez sea, de todas las que me sé, la más importante y frondosa: en lo que los hombres han llamado la Edad Media, mientras los monjes, los filósofos y los funcionarios escribían y se instruían unos a otros en latín —la lengua de la gramática, que ya solo existía por escrito—, los trovadores inventaban el amor en Occidente —y reinventaban a la mujer en su forma de dama amada— en sus canciones, compuestas en romance, que era la lengua vulgar, es decir, aquella en la que todos hablaban; precisamente la lengua que se aprendía de las mujeres (de las madres y las nodrizas). Cuanto se escribía en esta lengua —en castellano, en catalán, en provenzal— suponía un ámbito y un oído femeninos. Ya a la salida de la Edad Media, Dante dedica un extenso tratado a explicar por qué debe escribirse la poesía en la lengua vulgar (en su caso el toscano), que, dice, se mama con la leche; Petrarca compone sus sonetos, inaugurales de todo romanticismo, también en el vernáculo de su país, y Boccaccio escribe su extenso conjunto de cuentos en italiano y no en latín, y lo dedica a las mujeres enamoradas. A partir de las obras de estos enamorados y hasta hoy, prevalece en Occidente la literatura en las lenguas vivas —y la literatura sobre el amor—.
Mi profesora María Rosa Menocal decía —y su entusiasmo me convenció de ser medievalista— que los trovadores eran los rockstars de su época; eran cantautores con gran éxito en las cortes y entre las mujeres, rodeados de séquitos de fans y conocidos en toda Europa. Algunos (no confundir con los juglares, como suele hacerse) eran grandes potentados. Sus composiciones se difundían y de ellas se hacían versiones, los covers de entonces. Dedicaban poemas a la belleza y a jovialidad, a la madre de Jesús (muy principal entre las damas bellas), a la luz del alba, al canto de los pájaros y a su propia actividad poética. A veces eran absurdos, disonantes. Otras veces podían sonar, por su salacidad, por su simpleza y también por sus alardes, más que como roqueros, como reguetoneros. Es el caso de Guillermo de Aquitania (1071-1127), uno de los hombres más ricos e influyentes de su tiempo (el poder de su casa intimidaba incluso al papa), cuando canta del goce del sexo:
Y os diré a qué me estoy refiriendo:
no me gusta coño vigilado ni estanque sin peces,
ni fanfarronerías de gente despreciable que no pasa a los hechos.
Señor mi Dios, que eres caudillo y rey del mundo,
¿cómo no cayó fulminado quien primero vigiló el coño?
No hubo jamás servicio ni custodia que peor se portara con su señor.
Pero les diré cuál es la ley del coño,
como quien grandes males ha hecho al respecto, y mayores ha recibido:
si todo merma con el uso, el coño, en cambio, crece.
Y el que no quiera creer mis avisos, que vaya a verlo en un coto, cerca del bosque:
por un árbol que se tala, renacen dos o tres.
Y cuando el bosque está talado, renace más frondoso (…)*
O cuando exhibe su abundancia sexual y, al mismo tiempo, sus posesiones:
Caballeros, dadme consejo en esta duda que me aflige;
jamás estuve tan apurado ante una elección:
no sé con cuál quedarme, si con Inés o con Arsenia.
Tengo el castillo y las posesiones de Gimel,
y por Nieul me siento orgulloso ante todos,
pues ambos me han jurado solemnemente fidelidad.
O aquí, exagerando:
“Hermana”, dijo Inés a Ermesinda,
“está muy claro que este es mudo”.
“Hermana, preparémonos para el deleite y para el goce”.
Ocho días, y aún más, estuve
en aquel horno.
Las follé tanto como van a oír:
ciento ochenta y ocho veces,
que no rompí por poco mi equipo
y mi arnés (…)
Y aquí, jactancioso de su destreza sexual y, si se quiere, fantasioso de su prostitución:
Que mi nombre es “maestro certero”:
jamás mi amiga me tendrá una noche
que no quiera tenerme al día siguiente;
pues me envanezco de estar tan instruido
en este oficio
que con él sé ganarme mi pan
en cualquier mercado.
Como a veces los reguetoneros, Guillermo habla de sexo con claves groseras:
Pero ella me hizo un reproche:
“Señor, tus dados son pequeños
y te invito, en revancha, a doblar la apuesta”.
(…) Y levanté un poco su tapete con ambos brazos.
Y, cuando hube levantado el tapete,
lancé los dados;
dos eran cuadrados y sin valor,
y el tercero, trucado.
Y les hice golpear fuerte el tapete,
y la partida fue jugada.
Y, también como los reguetoneros, ensalza su propio arte:
De este poema les digo que más vale
y obtiene mayor prez quien bien lo entiende,
pues todas sus palabras tienen
la medida adecuada,
y la melodía —soy el primero en felicitarme—
es bella y preciosa.
Aunque hayamos olvidado la precursoría de los caballeros medievales, al volver a este primer trovador entendemos que desde que comenzamos a cantar de amor, al hacerlo estamos hablando de sexo. También entendemos que, desde que empezamos a cantar al amor, lo hacemos con las palabras profanas, coloquiales, que el amor entiende. Es una sola tradición romántica la de la canción vulgar, que comienza con los trovadores provenzales y nos lleva a las letras del bolero, de la balada, del pop, del rock, de la salsa y del reguetón. Algunos géneros han sido más solapados y eufemísticos, otros menos. Guillermo y los reguetoneros pertenecen al segundo caso, y nos recuerdan que el acto lírico convierte en público un lenguaje íntimo y oral —al incluir en una canción la palabra coño ( con, en la lengua de Guillermo) o las follé ( las fotei), por ejemplo—.
Al decir sus propias palabras y al cantar canciones que (a diferencia de las canciones en latín) hombres y mujeres, instruidos y no, podían entender, los medievales se resistían al poder eclesiástico, teológico y global —y a la influencia de la lengua franca— con la apropiación de la lengua viva y local, como quizá hace América Latina —específicamente Puerto Rico, tal vez la víctima más evidente de la lengua franca en la región— con su música popular hoy. Alguien pondrá en duda la analogía aduciendo que quienes componían las trovas eran señores nobles. Lo eran, pero defendían un fuero local, muchas veces frente a los reyes y el papado y sus dogmas. Y además, aunque Guillermo era duque de Aquitania y conde de Poitiers, y Daddy Yankee es duque en Puerto Rico y Maluma es conde en Medellín, no lo son todos los que repiten sus canciones. Que el reguetón sale del barrio y de la calle, dirán, y que la poesía de los trovadores se cultivaba en las cortes. Bueno, no existía la misma “calle” ni los barrios eran iguales en las ciudades medievales, pero en ellas seguramente se cantaban las canciones de amor compuestas por los caballeros —que, por cierto, a veces no eran tan disímiles de los jefes de pandilla actuales en su combatividad, su capacidad de trastornar el orden (o de preservarlo reaccionariamente) y su ambición social—.
Descubrí el reguetón por azar hace una docena de años, cuando vivía en Nueva York, un día en que cambiaba emisoras en la radio mientras trataba de trabajar. Lo que oí me sorprendió y me divirtió, pero sobre todo me aturdió, que era lo que entonces buscaba: seguí poniendo la emisora para escribir, porque el ritmo me ayudaba a concentrarme. No oía la letra. Luego el prejuicio me llevo a desdeñar el reguetón: mi esnobería con respecto a lo que no me parecía suficientemente complejo, y, cuando reparé más en las letras, mi miopía con respecto a lo que superficialmente juzgué como machista.
Hace menos de un mes volví a escuchar reguetón en una larga sesión que me impuso un joven exalumno, seguida por otras varias. Caí en la cuenta de que era la música que mi generación había inventado, y me dispuse mejor hacia ella. Y empecé a oír las letras. Los alardes de masculinidad —por ser obviamente caricaturescos, reflejos exagerados de estereotipos graciosos— me parecieron aliados del feminismo en la puesta en evidencia de lo caduco. Pero, sobre todo, en términos de política de género, de las letras del reguetón me dio esperanza el énfasis que se daba al placer de la mujer. El macho no solo seducía, sino que debía satisfacer (como Guillermo, con su “jamás mi amiga me tendrá una noche / que no quiera tenerme al día siguiente”). En las letras del reguetón importaban —y de hecho, de eso se derivaba la vanidad del hombre— la percepción de la mujer, su consentimiento y su iniciativa: su deseo. Más que en el soliloquio nostálgico y masturbatorio de las letras de tantos boleros, baladas y otros productos de la lírica popular del desamor, en el anhelo sexual del reguetón participaba activamente la voz de la mujer, que decía “Papi” a la par que le decían “Mami”, que dialogaba con el hombre en largas discusiones de duetos rimados, y que pedía sexo al declarar: “Dale papi, que estoy suelta como gabete”, por ejemplo.
Las canciones de reguetón, a diferencia de otras canciones populares de letras más o menos solapadas, hablan no solo del deseo sino también —o sobre todo— del placer. Evitan sublimar el sexo, y prefieren enunciarlo directamente. Más que de la posibilidad futura del sexo, o de noches pasadas, aterciopeladas por la añoranza (aunque de eso también hay), hablan del sexo presente. Del placer conseguido. Más que celebrar a la amada buscada, celebran a la amante que escoge y encuentra en el cantante su satisfacción, y cuyo goce prevalece sobre el proverbial deseo masculino infinitamente insatisfecho.
Me pareció liberador —y potencialmente igualador, y una audacia de la vulnerabilidad— que los hombres y las mujeres, reguetoneros y reguetoneras, cantaran de sexo con las palabras del sexo, delante de hombres y de mujeres. Escuché a las reguetoneras, que decían cuáles preferían para hacer el amor y cuándo no querían hacerlo. Se me ocurrió que esa lengua común que sale de la cama a la calle y toca el extremo de la vulgaridad —esa la lengua de todos, de la que la mujer, por los imperativos estilizados de la feminidad, ha ido excluyéndose— es uno de los terrenos que las mujeres urgentemente deben reclamar (pues desde la Edad Media ese terreno ha estado requiriéndolas).
Y el baile. Vi bailar y bailé, y no entendí cómo había tardado tanto en interesarme en ese nuevo cortejo fluido y honesto, en ese baile que coincide con el sexo y que rechaza la ceremoniosidad con la que otros bailes imitan el enamoramiento y el apareamiento. El baile desritualizado del reguetón afirma una sexualidad realista que pone a la mujer en el centro. Ella no hace movimientos de aceptación y reticencia, sino los propios movimientos percutivos o circulares que efectivamente necesita hacer para llegar al orgasmo con un hombre (o un pene u otra protuberancia)—y que contrastan con el ritmo simple de la música—. Ya no baila el hombre que embate y empuja a lo Elvis, en busca de su placer de metisaca, sino ella, que en la cama siempre ha tuerqueado y perreado para obtener placer (para provocar el frotamiento suficiente) con la penetración. La perreante se debate y se busca. El emperifollado reguetonero, por su parte, se queda firme, erecto. Admira a la mujer, como el trovador medieval, pero ahora además ayuda con su canto a que ella baile como quiera y le muestre cómo es que le gusta follar.
* Las traducciones de los poemas son las de Luis Alberto de Cuenca (Guillermo de Aquitania, Poesía completa. Madrid: Siruela, 1983).
Carolina Sanín https://ift.tt/eA8V8J
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