Los gritos de Galilea rompen el silencio de la madrugada. “¡Misa! ¡Misa!”, clama desesperada entre cuerpos calcinados. A tres metros de ella yace el cadáver de su esposo Misael, ennegrecido por las llamas. Sus familiares tratan de calmarla, pero no lo logran. Ha perdido la razón. “¡Levántate, vámonos con los niños!”, le exige a esos restos que muestran la piel derretida y las extremidades contraídas, símbolo de su batalla perdida contra el fuego.
Al igual que Galilea, decenas de personas buscan a sus muertos en este campo de alfalfa convertido en una extensa morgue al aire libre. Caminan intentando no pisar los huesos expuestos de los que podrían ser sus seres queridos. El horror penetra a través de sus ojos y un nauseabundo olor a pasto quemado mezclado con combustible se cuela por sus fosas nasales. Iluminan con su celular los restos de un cadáver incompleto y con un alambre husmean entre lo que quedó de su caja torácica, llaves, identificaciones y tatuajes. Luego van con otro y repiten la operación. En algunos ni siquiera se distingue donde comienza su ropa y termina su carne, pues ambas han formado un pasta dorada y uniforme. Su rostro desfigurado aún refleja la desesperación de sus últimos minutos de vida. Otros han sido reducidos a cenizas. Su forma humana apenas se percibe sobre el suelo: es una sombra grisácea que se aferra a la tierra, pero que cualquier soplo de viento podría desdibujarla. Este sembradío de Tlahuelilpan, Hidalgo, es un valle de la muerte.
Una pantalla muestra una lista con los nombres de los heridos que fueron trasladados a distintos nosocomios. No es una lista definitiva porque varios de los ingresados no han podido identificarse: algunos presentan quemaduras externas e internas en el 90 por ciento de su cuerpo.
Sollozos, lágrimas, quejidos. Incertidumbre y dolor. En los próximos días los tlahuilpenses deberán escupir en un tubo para reconocer con su saliva a sus seres queridos, mediante una prueba de ADN. Las cifras oficiales dimensionan lo ocurrido: 85 muertos y 58 hospitalizados, hasta el momento. La tragedia es indudable. El drama, incuestionable. ¿Quién fue el culpable? Fuente Ovejuna: quizá todos.
Es mediodía y en lugar de los hechos aún se perciben las huellas de los que escaparon de la muerte. Pero se han callado los gritos de agonía que se escuchaban hace unas horas. Los cuerpos ya han sido retirados. Una de las cintas amarillas de la policía se ha caído. Los soldados caminan aburridos. Es un requiem silencioso donde se ve a los peritos de bata blanca recoger los últimos restos de evidencia: zapatos, trozos de ropa y envases de combustible que no alcanzaron a ser llenados. De fondo, sólo se escucha el viento que mece la alfalfa convertida en un valle de la muerte.
Rogelio Velázquez http://bit.ly/2U5sl8I
No hay comentarios:
Publicar un comentario