Artículo publicado originalmente por VICE Canadá.
Tenía una rutina. Llegaba a su departamento en Lakeshore y le daba mi nombre al portero. Una o dos veces, cuando me preguntaban, respondía “Andrea” antes de que una punzada de vergüenza me hiciera gritar “¡Quiero decir Mary Ann!” con una sonrisa para intentar disimular la equivocación, con la esperanza de que el conserje me devolviera la sonrisa en una especie de comprensión mutua de que sí, Walter Wack era un cliente derrochador y que yo solo era una más de las muchas mujeres que daban su nombre en esa mesa, el de verdad o uno falso. Y la mayoría de la veces, el conserje que estaba sentado al otro lado de la mesa, aburridísimo, anclado ante las cámaras de vigilancia del rellano y el estacionamiento sí me devolvía la sonrisa. Nos estamos ganando la vida, ¿no?
Cuando el ascensor llegaba al quinto piso, tocaba la puerta de Walter, aunque ya estaba entreabierta. Oía un grito proveniente del baño que se mezclaba con el chisporroteo de la ducha caliente. “¡Pasa! ¡Solo será un momento!”. Al entrar en la habitación alfombrada, el perrito más triste del mundo me daba la bienvenida. Se acercaba con cansancio a la extraña que entraba a su territorio. “Hola, perrito", saludaba yo con el mismo cansancio, y sin ni siquiera acercarme a acariciarlo, me daba la vuelta y me alejaba despacio. A mano izquierda se veía la típica cocina de un soltero, sucia y descuidada, con una torre de unas diez o doce cajas con restos de comida para llevar en el fregadero. A la derecha estaba el dormitorio de Walter Wack. Un CD de tétrica música electrónica sonaba desde una grabadora en el suelo. Siempre ponía la pista cuatro. Un fajo de billetes de 20 dólares estaba tirado encima de una manta de lana marrón bien metida por los bordes de una cama matrimonial. Sola en la habitación, bajo la tenue luz de una lamparita y una vela de la mesilla, me desvestía hasta quedarme en lencería, me echaba lubricante y esperaba, siempre un poquito de más, en una postura seductora encima de su cama.
Walter Wack salía despreocupado del baño en una bata blanca con una cajetilla de cigarros, un encendedor y un cuba libre en la mano. Entonces se percataba de mi presencia, dejaba sus cosas en la mesilla, se tumbaba en la cama y encendía un cigarrillo. “Bésame”, decía. Walter Wack me parecía convencionalmente guapo. Estaba en forma, tenía unos treinta y pocos, y lejos del injusto estereotipo que se asocia a los asiáticos, su pito era enorme —firme y tensa como un mástil. Impasible, distante y algo enloquecido, me decía de diferentes maneras que repetía en cada encuentro: su niña preciosa, su atractiva zorrita, su culito sexy... Al igual que los cumplidos y el ritual de entrada, el sexo también seguía un guión. Según este nos besábamos, yo se la chupaba, me la metía y se venía. Había algo extrañamente cómodo en el patrón.
Una de sus posturas preferidas era que yo me tumbara con el pecho entre los muslos, dispuesta y vulnerable, como una muñeca inflable. Siempre me dolía la cadera después de nuestras sesiones, pero hacía ciertas concesiones por mi cliente más habitual. Una noche, de camino en coche a nuestros respectivos encuentros, una de mis compañeras putas que se llama Sarah sacó el tema de Walter Wack.
“Es superbestia conmigo”, dijo entre risas.
“Sí”, respondí yo, “Hace esta cosa de doblarme las piernas y me duele un montón la cadera”.
“Sí, bueno”, replicó ella, riéndose otra vez. “A mí me hace fisting y es bastante bruto”.
“Vaya, a mí nunca me ha hecho fisting…”.
“Y me llama sucia puta, apestosa tragasemen, bazofia de puta… Cualquier cosa. Es un tipo extraño”.
“A mí solo me dice cosas bonitas”, dije yo, sin apenas creérmelo.
“Bueno, supongo que le gustas. Conmigo es malo, pero es un psicópata, está mal de la cabeza, así que da igual. ¡Y hace lo mismo todas las veces!”
“¡Sí! ¡Como si siguiera un guión!”, exclamé, sin haber considerado la posibilidad de que cada chica tuviera un papel diferente.
“¿Sientes como si estuviera abusando de ti?”, le pregunté tímidamente.
“No”, dijo. “Solo está siendo Walter. Pero creo que necesito un descanso de él”.
Me vi reflejada en sus palabras. Conocía mis propios límites: fisting sin consentimiento combinado con una sarta de insultos no es algo que yo hubiera tolerado. Sin lugar a dudas, empecé a ver a Mr. Wack —inalcanzable y taciturno en su bata blanca con un cigarro entre sus carnosos labios— con ojos más desconfiados.
Ya no me fiaba del ritual. También sabía que un cliente violento lo era en un contexto de consentimiento. Pero a mí Walter Wack nunca me preguntó, sería salirse del guión. Me preocupé por la guapa, alegre y divertida Sarah, por que le hiciera daño sin que ninguno de los dos se diera cuenta.
Tras unos meses siendo mi cliente más habitual, hizo algo que no había hecho antes: me reservó dos veces en la misma noche. Fue el primero y el último, con tres citas más apretadas en medio. Cinco citas en una noche. Era mucho pito, pero mucho más dinero: 900 dólares con propinas, más o menos. No quería que se convirtiera en costumbre, pero el dinero me atraía demasiado. Me presenté a las 2:00 para el encuentro, cansada y con un humor horrible para el contorsionismo destroza-caderas. Un poco de misionero y de perrito me habría venido mejor.
“Walter”, dije, saliéndome por fin del personaje. “Eres mi quinta cita de la noche. Duele un poco”.
Vi como las llamas le devoraban la mirada. Traición, ira, asco. Sin dejar de penetrarme, con una voz ruda pero suave al mismo tiempo, Walter dijo:
“Eso lo único que hace es que te quiera coger más duro”.
Y eso fue lo que hizo. Sin parar y con una intensidad que no había visto antes, cogió mi dolorido y contorsionado cuerpo más fuerte que nunca. No sé si fue el miedo, la culpa, la vergüenza o el deber lo que hizo que me quedara allí, no lo sé, pero me quedé, vengándome de él con pequeños gestos. Le clavé las uñas en la espalda, cambié los gemidos por rechinar los dientes y silencio, miré el reloj (algo que en principio no hacía nunca por miedo a ofender al cliente) cuando aún quedaban diez minutos. Diez minutos más de esto. Podía levantarme, pero no sabía qué decir o cómo irme. Usó conmigo todos los nombres que usaba con Sarah, y lo peor es que podía sentir su odio en cada una de las palabras que decía. No lo podía creer. Walter se había puesto en contra de su dulce niñita. De repente, me había convertido en un pedazo de mierda de puta a la que nadie querría jamás.
Cuando el psicópata por fin se vino y se acabó la acción, me puse de pie entre lágrimas y me fui corriendo al baño. Llorando y temblando le envié un mensaje a mi ex, por el que aún sentía algo. Escribí: “¿Estás despierto? Me pasó algo malo. Él respondió de inmediato: “Demasiado cansado para hablar. Estoy intentando dormir”.
Sentí una punzada en el corazón. No sabía qué era peor, si que me hubiera violado un pirado o que alguien a quien yo consideraba mi amigo me hubiera traicionado. Me bañé, me limpié lo mejor que pude y escapé del piso de Walter Wack hasta el coche de mi madama. Me escuchó con empatía y su voz sonaba cada vez más enfadada. “No tienes que volver a verlo nunca más”, dijo consolándome. Había entrado en la lista negra. Bueno, en la mía. No en la de las demás chicas.
Todo lo que sabía sobre la cultura de la violación era que a las prostitutas las violan porque se exponen a situaciones sexualmente vulnerables por dinero. Los violadores no pueden contenerse ante una presa fácil. Así que, al ponerme en una situación vulnerable, fue mi culpa que Walter Wack me violara. Es algo que me hice a mí misma y, lo que es peor, lo hice por dinero. Violada por un sueldo, se cuestiona mi cordura —y no la del violador, que, cuando te detienes a pensarlo, solo está cumpliendo con su deber, socialmente aceptado. La pequeña Mary Ann no lo sabía. No sabía qué hacer, qué decir, cómo reaccionar, cómo irse, y yo la perdono. Pequeña, no fue tu culpa que un psicópata se aprovechara de ti. Nadie merece ser violado. Nadie. Ni una trabajadora sexual. Ni una persona normal. Nadie.
Meses más tarde me enteré de que Walter había llamado preguntando por mí no solo cada día, sino varias veces al día. Cuando mi madama por fin le dijo: “¿Te das cuenta de lo que le hiciste? Le hiciste daño, Walter”, él afirmó que pensaba que estaba actuando. Que simplemente estaba “siguiéndole el juego”. Otra trágica actriz que hizo su papel hasta que no pudo más. Una puta fuera de control.
Un año después del incidente, me llegó un mensaje sobre un encuentro. La dirección del lugar al que tenía que acudir me resultaba familiar. Me quedé completamente inmóvil. Llamé a la nueva chica que había hecho la reserva. “¿Esta llamada es de Walter Wack?”, pregunté, y respondió que sí. Me mantuve quieta. No iba a ir. Estaba en mi lista negra —hasta que se reconfiguraron todos los servidores de la agencia y por lo visto resetearon toda la información personal de cada acompañante, incluida su lista negra.
“¿Sabes? Es gracioso”, dijo ella. “He trabajado para muchísimas agencias en Toronto y este tipo está en la lista negra de casi todas”.
“Sí, es un depredador”, afirmé. “Un auténtico asqueroso de mierda”.
“Eso es lo que me han dicho”, dijo ella entre risas.
A mí no me hizo ninguna gracia.
Sigue a Andrea en Twitter.
Andrea Werhun https://ift.tt/eA8V8J
No hay comentarios:
Publicar un comentario