Artículo publicado originalmente por Tonic Estados Unidos.
Cuando tenía 13 años y ya iba por mi tercer terapeuta, me aterrorizaba todo. En cada sesión, repasaba una lista de cosas que me daban ansiedad. Cuando tenía 12 años, fui diagnosticada con trastorno de ansiedad generalizada, así que conocía bastante bien cómo funcionaba y podía identificar fácilmente un montón de "detonantes". Clase de matemáticas. Pijamada. Besos con chicos. Trenes. Aviones. Básicamente cualquier método de transporte. Solo menciónalo, y yo estaba asustada de él y se me ocurrían cientos de desenlaces horribles para cada panorama.
Esta era la maldición de ser una persona creativa luchando con trastorno de ansiedad, decía es mi terapeuta. Yo era un desastre—no iba a la escuela, lloraba en la oficina de la enfermera, y evadía situaciones sociales. Para la época en que tenía 18 años, tenía la máxima dosis de sertralina, y seguía sin ver ninguna mejora.
Avanzamos rápidamente a los 24 años—probablemente en mi décimo terapeuta—cuando estaba siendo dejada en el aeropuerto para un vuelo a Londres. Iba a ser el vuelo más largo en el que había estado y lo más lejos que estaría de casa. Me embarcaba a un viaje solitario de un mes de duración a Europa, lo cual aterrorizaba a mi familia, pero me emocionaba. Sentía que era una peregrinación. Mientras esperaba a abordar el avión, sentí muchas emociones, y un sentimiento de clama muy inesperado. Lo estaba haciendo todo por mí misma. Sin ninguna red de seguridad.
Hasta entonces, un viaje en solitario ni siquiera hacía un pitido en mi radar. En general, viajar raramente pasaba por mi mente. Me imaginaba que viviría mi vida en la gran burbuja de mi ciudad natal Long Island, tal vez me mudaría a una hora de distancia de la ciudad, arreglándomelas con el viaje ocasional a Jersey Shore. Las Islas Caribe y Europa eran cosas de sueños, lugares que solo vería en los álbumes de fotos de mis amigos viajeros. Acepté este hecho hasta años después, cuando me impactó—la ansiedad me había estado reprimiendo de muchas experiencias por más de una década. Estaba harta.
Aunque este no es el caso para todos os que están en mi posición, lo que me ayudó más que cualquier psiquiatra o sesión de terapia fue salir al mundo y lanzarme a situaciones incómodas. Eso significó dejar Nueva York y hacer cosas que me hacían sentir como si fuera a vomitar del nerviosismo (por ejemplo: la vez que me quedé sola en un Airnbnb en LA por una semana, o la vez que temblé como una hoja antes de una lesión de surf de remo de pie en Waikiki).
Hay psicología detrás de esto, y es conocida como terapia de exposición. "[Tu viaje] muy probablemente funcionó como una exposición provechosa, y quizás fueron muchas pequeñas exposiciones agrupadas en una", dice David Austern, un psiquiatra y profesor de psiquiatría en NYU Langone Health. La terapia de exposición está bajo el paraguas de las terapias cognitivo-conductuales, me dice. "Identificamos los pensamientos que son inútiles, y luego conductualmente intentamos reducir la evasión y hacer frente a lo que sea que alguien quiera estar haciendo realmente y que podría ser significativo en su vida" ¿Cómo se reduce la evasión? Para mí, fue al exponerme a mí mismo a las cosas que me asustaban. También pasé mucho tiempo hablando con mi terapeuta sobre pensamientos inútiles y negativos previos a mi viaje, y fui capaz de continuar hablando con ella casi todos los días mientras estaba en el exterior, dado que yo solo uso la terapia por Internet.
Durante ese viaje de un mes a Europa, la respuesta a cada pregunta o todo sentimiento progresivo de miedo se convirtió en, "A la mierda, ¡estoy en Europa!" No podía correr a casa con mi mami, y no podía ir a esconderme en mi cama porque, bueno, me estaba quedando en hosteles con hasta tres y siete roommates y no quería que todos pidieran cambios de habitación. La mayoría de las veces, sin embargo, sabía que me arrepentiría de no disfrutar cada momento de estar en el exterior. Me mantuve a mí misma recordando que vadear fuera de mi zona de confort era el objetivo del viaje.
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Esto no quiere decir que fue fácil. Sí, tuve una experiencia increíble—y conocí 13 ciudades diferentes mientras lo hacía—pero mi enfermedad mental no desapareció mágicamente mientras viajaba. Como ya había aprendido de algunos viajes en solitario en Estados Unidos, uno puede subirse a un avión, pero nunca puede escapar realmente de sus problemas porque están en el propio cerebro. Esto se intensificó cuando tuve un colapso en frente de la Duomo en Milán y un ataque de ansiedad en la Capilla Sixtina en la Ciudad del Vaticano. Sin embargo, es mucho más motivador intentar y derrumbar las paredes de los miedos cuando los lugares más hermosos que uno ha visto en su vida se encuentran en frente.
Por ejemplo, los barcos siempre me espantaban porque me daba miedo de marearme o de sufrir de vértigo después. Cuando estaba en Salerno, Italia, había un ferry que iba a la Costa Amalfitana y a Capri. Observé ciudades rústicas en acantilados salpicadas por cientos de pequeñas casas coloridas, barcos destartalados amarrados a muelles, e italianos bronceados saltando desde rocas altas a las claras y cerúleas aguas ¿Cuándo más tendría esta oportunidad? Sabía que me enojaría conmigo misma si no compraba un tiquete, así que me tomé mi expreso, me puse mis pantalones de niña grande, y abordé el ferry. La ansiedad actuó cuando tomé mi lugar en la cubierta superior, mientras el barco se balanceaba con las olas y cuando ni siquiera estábamos en movimiento ¿Qué iba a hacer cuando estuviéramos navegando por dos horas enteras? Si vomitaba, ¿quién me sujetaría el cabello?
¿Adivinen qué? Estuve bien—ni una pizca de mareo. En cambio, estaba llena de asombro ante la belleza de las ciudades en los acantilados, y todavía más llena de orgullo. Estaba haciendo esto. No me las estaba arreglando únicamente—estaba floreciendo. Por primera vez, lloré no porque me sintiera miserable, sino porque estaba putamente orgullosa de mí misma. Años atrás, nunca hubiera imaginado que esto fuera posible.
Me dí cuenta de que incluso si me enfermaba, no habría sido el fin del mundo. Hubiera podido vomitar en el baño (estoy segura de que no sería la primera en hacerlo) y luego habría comprado ginger ale en el stand de bebidas a bordo. Habría sobrevivido, y seguiría siendo recompensada con la Isla de Capri. Vomitar en viaje en barco a Capri podría, en un universo paralelo, ser una especie de rito de iniciación para los ansiosos.
Estas pequeñas victorias se transmitieron a mi vida normal en mi regreso a casa (por cierto, ahora me encantas los paseos en barco). Cuando me enfrente a una situación detonante, yo pienso, "si pude viajar a Europa sola por un mes, puedo superar esto".
Austern dice que esto es un fenómeno común asociado con la terapia de exposición. "Cuando se trata de la ansiedad y de problemas relacionados, realmente obtenemos los beneficios y aprendizajes más duraderos gracias a las exposiciones", dice. "Uno de los beneficios que es muy importante es la sensación incrementada de confianza y dominio. Se generaliza". Cuando Austern crea un escalafón de exposiciones con los pacientes, de hecho no tienen que cumplir cada ítem de él. Si comienzan a hacer un montón de ellos, me dice, ese aprendizaje se generaliza en otras situaciones. Y empiezan a sentirse más confiados en que pueden con cualquier cosa que quieran, incluso en áreas ajenas de sus vidas.
Así es como me siento ahora, como que puedo hacer tareas antes abrumadoras con más confianza y menos ansiedad. Este no habría sido el caso si me hubiera quedado en mi cómoda burbuja de Nueva York. El dicho, "florece donde has sido plantado" debió ser hecho para las personas sin ansiedad. Yo tuve que irme lejos de donde fui plantada—yo sola—si tenía la oportunidad.
Ashley Laderer https://ift.tt/eA8V8J
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